Capítulo 1

 

Nora pertenecía a la clase de mujeres que es difícil ver por la calle, a no ser en la portada de alguna revista en un quiosco. Con su cara lavada, sin pendientes ni ninguna otra joya sobre su piel y con el pelo recogido con una cinta color granate, caminaba de un lado a otro de su casa, inquieta. Las plantas de sus pies descalzos se deslizaban sobre la tarima flotante color haya, trasladando  su esbelta figura   como si apenas tocara el suelo. Giraba sin cesar el teléfono inalámbrico entre las manos. Su respiración se comenzaba a agitar poco a poco; llevaba marcando el número de su marido casi dos horas y la locución que le indicaba que el número que marcaba estaba apagado o fuera de servicio la estaba enloqueciendo. En otras ocasiones ya había ocurrido lo mismo: él no llegaba y ella se impacientaba por no saber nada de su esposo. Nunca podía dormir hasta que él aparecía en  casa y sentía su cuerpo acoplarse al suyo entre las sábanas y notaba el aroma de su sudor penetrar por sus fosas nasales, albergando en sus corvas las rodillas de su marido y por fin descansaba.  Ella le había perdonado siempre, todo lo que había ocurrido y sobre todo la imperdonable última ocasión, la más grave. Le había creído cuando dijo que no volvería a pasar; “nunca más” habían sido las palabras de él entre lágrimas. Desde la perspectiva del presente le parecía patética la imagen de su marido tirado en el suelo mientras se arrastraba intentando abrazar sus piernas para atenazarlas por temor a que se fuera y nunca más volviese a verla. A pesar de todo el sufrimiento, Nora solamente deseaba tener su presencia a su lado. Pero allí estaba, de nuevo. Sola.

Podría tener en su cama al hombre que quisiese, tanto por la fortuna que su familia poseía como por su belleza e inteligencia. Hacía tiempo que ella se había encaprichado de él como una niña de la muñeca sin la que no puede dormir. Pensaba que era el hombre de su vida, le entregaba todo lo que tenía, todo lo que él sugería era concedido por Nora casi como si fuera un genio de lámpara.

 Pero otra vez su esposo se había olvidado de ella. Le había vuelto a fallar. No quería imaginarse dónde estaba y menos con quién. Llevaba un par de años orgullosa de él, pero el tiempo continuaba pasando y su puerta seguía sin abrirse. “Dos años para nada”, pensó ella. Una lágrima de decepción se quería escapar por sus ojos verdes, pero no sabía si dejarla salir o soltar un grito de rabia; rabia, más que nada, por tener que escuchar de nuevo a su padre decirle: “te lo dije”. No le gustaba dar su brazo a torcer y darle la razón a cualquiera; era amante de las causas perdidas. Pero lo que más odiaba era tener que darle la razón a su padre.  Su padre no entendía como su única hija se había enamorado de aquel hombre. Un Don Nadie. Su hija se merecía alguien distinto; alguien mejor. Le hubiese sugerido más de un candidato si ella se lo hubiese permitido pero, conociéndola, sabía que habría hecho todo lo contrario.

Continuaba dando vueltas por la casa; fue a la cocina, cogió una botella transparente de cristal  y bebió de ella directamente un trago de leche blanca como su bata y ropa interior.  El conjunto de esa noche lo había comprado aquella misma tarde. Quería que todo fuera mágico en esa velada. La vivienda estaba iluminada por velas blancas esparcidas por todas partes, un camino nevado de pétalos conducía a la cama matrimonial, la cubitera con otrora hielo picado contenía una botella de cava, que parecía que esa noche no iba a ser descorchada, la cena que tanto le había costado cocinar… si por lo menos no le hiciera caso en todo, no habría estado media tarde cocinando, pero ella hubiera ido a algún lugar de los tantos que conocía donde adquirir alguna refinada delicatesen de algún famoso chef, que con calentarlas bastaría, y si no se comían esa noche pues se comerían al día siguiente. Pero no, a su querido le gustaba más la comida tradicional; prefería los platos llenos de abundante comida a los platos enormes  con manjares reducidos a una miniatura decoradísima, como tantas veces le había escuchado oír. Sabía que si ella se manchaba las manos lo valoraría más, aunque los sabores y las texturas  fueran infinitamente peores. Detestaba la cocina y nunca había entendido el placer que le suponía a la gente cocinar, pues para ella no era más que una obligación: había que cocinar para alimentarse. Tal vez por eso su dieta consistía básicamente en frutas y verduras, y alimentos a la plancha en los que ingería lo que necesitaba; comida rápida además de saludable. En toda su vida nunca había cocinado. Siempre había  habido abundante comida en su plato sin preocuparse por mancharse las manos. Miró de nuevo el reloj y en ese  momento  dejó caer lo cocinado de los   platos al interior del cubo de la basura. Tiempo malgastado. Demasiado. Se sentía insignificante; no tenía las riendas de su vida en sus manos, pero si él no aparecía antes de que se consiguiera dormir tenía claro volverlas a tomar.

Parecía no tener nada que ver aquella noche con el inicio del día. Se había levantado temprano  y como casi todos los días había salido a correr. Se había calzado las zapatillas gastadas de un color naranja chillón venido a menos atadas con unos estridentes cordones de color verde. Mientras, él se había quedado en  albornoz de algodón  delante de la pantalla de su ordenador portátil  haciendo los últimos retoques a su trabajo de meses, como si fuera un alumno que no se fía de lo estudiado  y repasa los apuntes momentos antes del examen final. Primeramente había estirado bien; no quería tener otra lesión como la que le había lastrado el año anterior. Su marido no comprendía tanto tiempo perdido estirando antes y después del ejercicio, pero ella sabía lo que hacía. Había trotado suave sobre el camino de tierra a espaldas a su casa, muy lentamente, desentumeciéndose del sueño reparador de aquella noche. Había dormido sola con la puerta casi cerrada. De vez en cuando se despertaba buscando el hombro de él, para utilizarlo a modo de almohada, pero él permanecía realizando las últimas correcciones  a su trabajo. Cualquiera que la hubiera visto empezar su entrenamiento matutino,  no creería que era la misma mujer que esprintaba con la camiseta empapada de sudor por el esfuerzo. Corría como si fuera una atleta de élite a punto de pasar la línea de meta al terminar su circuito sobre la cuesta empinada que la conducía de nuevo a su casa. Ésta no era como en la que se había criado; lejos quedaba la mansión  paterna con infinidad de hectáreas propias alrededor. El amor de su vida la había llevado a vivir a un dúplex de gran tamaño, pero en el que ella echaba de menos sobre todo un amplio vestidor. Últimamente se reafirmaba en el hecho de que el cambio de metros cuadrados había merecido  la pena,  únicamente por la compañía, a pesar de tener que hacinar todo su vestuario en  unos ridículos armarios; algo a lo que no estaba acostumbrada. Y su lógica le hacía pensar que si la operación que llevaba entre  manos su marido salía como ambos creían, no tardando mucho, volvería a tener un vestidor aún más amplio del que  había disfrutado durante casi toda su vida. Su marido iba a dejar de ser invisible, iba a lograr su sueño.

Abrió la puerta y, para su sorpresa, su hombre ya vestía un elegante traje azul marino con camisa blanca que él mismo se había replanchado la noche anterior para calmar los nervios que le causaba el hecho de no tenerlo todo a punto para el gran día. Se había echado el cabello hacia atrás con un gel fijador que había tomado prestado del armario del baño de ella, y luchaba por anudarse una corbata añil.

Esa mañana no estiró tras el ejercicio, quería ver lo guapo que estaba antes de que se marchara y despedirle. Apresuradamente se quitó la ropa sudada, quedándose desnuda delante de  él y tomó el trozo de tela con el que le rodeó el cuello para acercarlo a su boca; le intentó quitar la americana, pero él se echó atrás.

“Te prometo que esta noche te dejaré hacerme lo que quieras…” – se sonrieron cómplices. “De verdad, prometo no estar cansado ni tener jaqueca… pero no quiero perder el vuelo”.

“Eso espero, mi amor; no te quepa duda que esta noche abusaré de ti…” mientras ambos sonreían, ella le había hecho un perfecto nudo Windsor. Abrió el grifo de la ducha y se despidió de su marido lanzándole un beso. “¡Te quiero vida, mucha suerte!”

“Yo te quiero más, ya lo sabes.”

Y lo vio desaparecer. No pensó que fuera la última vez que le oyese decir “te quiero”. Salió del cuarto de baño tapada con una minúscula toalla de doble rizo color púrpura con olor a suavizante; le encantaba ese olor desde que era niña. Se aseguró de que la marca del suavizante fuese una de las pocas cosas que no habían cambiado en su nueva vida. Al llegar a la cocina dejó caer la toalla y tomó un vaso de zumo de naranja que había exprimido su esposo antes de irse, encendió el televisor y seleccionó el canal informativo para enterarse de las noticias matutinas, miserias con las que volver a la realidad. Pensó: “es un príncipe azul y es mío”, mientras giraba entre sus dedos una flor hecha con una servilleta de papel que le había dejado al lado de una copia de  su informe final a modo de resumen, en el que se apoyaría en la presentación que iba a hacer en aquella importante reunión. Tomó una manzana roja del frutero de cristal y le dio un gran mordisco mientras leía el documento que su marido en breve expondría en la sede de la empresa europea más grande del sector.  Él había trabajado muchos meses, y parecía, según iba avanzando en la lectura, que sus esfuerzos y noches sin pegar ojo iban a concluir en  un  gran éxito. Confió en él en los momentos difíciles y no le había defraudado.  Nunca quiso que ella viera nada hasta aquel momento; decía que le daba vergüenza. Tras acabar de releerlo se dio cuenta de que si la celebración por aquel trabajo esa noche era tan buena, y su marido se esforzaba como lo había hecho durante la última temporada, esa noche no pararían de hacer el amor hasta la mañana siguiente… o quizás hasta que sus cuerpos resistieran. Se sonrojó…

Y en ese momento su mente dejó de recordar la mañana, y decidió que su cuerpo no esperaría más y se iba a acostar. Poco a poco la casa se fue quedando a oscuras, a medida que, con  soplidos nada delicados, iba apagando las velas con las que había iluminado todas las estancias.  Se sentó sobre el edredón  de la cama y un par de sollozos derivaron a un silencio sepulcral. Del tercer cajón de la mesilla de noche sacó un bote de pastillas. Lo abrió y dejó caer tres en la palma de la mano que  se tragó sin tomar líquido alguno, acostumbrada a engullir los comprimidos en un pasado que creía extinto. La posología indicaba  que tomara un solo somnífero por noche, pero ante tantos recuerdos que se le venían encima prefirió subir la dosis para intentar dormir lo más rápidamente posible y no volver a evocar tanto sufrimiento vivido. ¡Todo se había esfumado tan súbitamente! ¿Qué estaría haciendo para no coger sus llamadas?. Le maldijo. La había engañado por completo, una vez más. Existían dos opciones: que hubiese fracasado o bien, que era lo que ella creía, que lo estuviera celebrando con otras personas distintas a ella.

Cerró los ojos y comenzó a concentrarse en su respiración, como le habían enseñado en sus clases de yoga. Realizó una espiración lenta y profunda, sintiendo como su diafragma descendía al soltar aire. Inspiró también muy despacio, notando el oxígeno en su tráquea, en sus pulmones, en su vientre; sentía todas las células de su cuerpo  respirar. Comenzó a sentir sus músculos  pesados, la tensión disminuía en sus piernas cansadas de recorrer el piso de un lado a otro, su cabeza parecía ser engullida por  la almohada, hasta que sus párpados le pesaron tanto que no pudo levantarlos y se durmió.

Apenas una hora más tarde se giró y su mano rápidamente fue en busca del cuerpo de su marido de forma automática, y se siguió encontrando igual. Sola. Su mano instintivamente buscó el teléfono en la mesilla de noche y volvió a marcar el número de su esposo. La locución de la operadora seguía dándole el mismo mensaje: “El numero al que llama está apagado o fuera de cobertura en estos momentos…”

Intentó volver a calmarse, pero estaba tan preocupada que a pesar de la respiración y la ingesta de lorazepan se desveló. Estaba preocupada por saber dónde estaría él, aunque conociéndole suponía que habría vuelto a las andadas. La última recaída había dejado al filo del abismo su matrimonio, pero ella había puesto la mano en el fuego por él. Ahora se sentía defraudada. Pensó en hacer las maletas, pero ya las haría por la mañana aunque por fin  hubiese llegado. Cogió otra vez el bote y tomó otras dos pastillas; no quería pensar, solo quería que pasara el tiempo y fuese de día. Quería dormir y estar descansada cuando se levantara para iniciar una nueva vida. Estaba decidida.

Volvió a dormir. Llegó a soñar con que su marido traía consigo a un recién nacido cubierto con un esponjoso arrullo en el que tiempo atrás ella había sido fotografiada cuando era un bebé. Ansiaba tener un hijo como su hombre; en esos momentos era a su marido lo que necesitaba, estar junto a él, su principio y su fin. Encima llegaba con lo que más deseaba después de su esposo, el fruto de los dos, un bello hijo con el  que llenar de alegría los momentos en los que él no estuviese. Ella le preguntaba quién era y él le respondía repetidamente que era el hijo de ambos, pero ella no le creía. Se tocaba la barriga y tenía la sensación que nunca había albergado un ser vivo, y sabía que en ningún momento había cambiado de forma. Sus abdominales continuaban firmes cuando se pasaba la mano por encima. En  el sueño se coló otra figura, otra mujer de rostro borroso que  abrazaba a su marido por la espalda sin que él hiciese nada. Le parecía indignante. La intrusa le besaba en el cuello y le decía al oído “si ella no lo quiere nos iremos los tres y que se quede sola…”; el bebé lloraba, no dejaba de hacerlo. Y con el llanto del bebé se despertó de aquel mal sueño. Su cama seguía sin estar compartida, pero se encontraba húmeda del sudor producido por la pesadilla. Su cabeza estaba dándole vueltas, demasiadas pastillas. Estaba dispersa, con la boca pastosa, desorientada, y seguía oyendo el llanto del bebé. Llamó a su marido a voces por si había llegado. La única respuesta fue la llantina del bebé. Se incorporó lo más apresuradamente que pudo de  la cama para saber el motivo por el cual lloraba Alex tan enérgicamente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 2

 

Abdes recordó, como hacía cada día, a su querida Aisha. La extrañaba muchísimo. Contempló la luna, totalmente llena, y deseó que su amada, allá donde se encontrase, la estuviese mirando también en ese mismo instante. Era su juego de adolescente con ella; cada uno desde su jergón paterno se decían cuanto se amaban mirando al satélite terrestre hasta que sus ojos acababan rendidos, para acabar casi siempre reuniéndose en sus sueños. Abdes sonreía a la luna. Estaban lejos, separados por las infinitas olas del mar, pero él se sentía cada vez más cerca de ella, habiendo surcado los problemas en aquella tierra extraña. Había encontrado la solución a su alejamiento. Aquel lugar era peor que el que había dejado atrás, por mucho que le llamasen primer mundo. No estaba Aisha. Sus ratos de descanso eran para imaginar y recordarla. Se acordaba de cuando eran niños y corrían el uno detrás del otro medio desnudos, con inocencia infantil. Guardaba en su memoria como ella aguantaba su mirada y como él no dejaba de observarla hasta que Aisha no podía aguantar más y sonreía. Cuando crecieron él la seguía mirando, pero de otra forma; y ella trataba de disimular las cosquillas que tenía en su estómago cada vez que él lo hacía. Recordaba sus escapadas nocturnas, abrazados bajo centenarias copas de pelados árboles, contemplando las estrellas hasta que el alba les alertaba para que cada uno había de volver a despertarse  con su propia familia.

 El tiempo y el líquido elemento fueron lo único que consiguió desunirles. Eso y la esperanza de darle una vida mejor a Aisha. Abdes entró en el país de forma ilegal, como tantos otros, apiñado junto a otros compatriotas en una barcaza. Pasando un frío espantoso por la noche y un calor sofocante por el día; sin apenas agua que llevarse a la boca a pesar de estar rodeados de ella. En esos momentos rogaba para que fuesen interceptados por una patrullera marítima que les mandase de vuelta a su tierra; seca, con poco que ofrecer, pero con la mujer de su vida.

Para entrar de esta forma en el viejo continente, tuvo que pedir dinero a un usurero local con unos intereses más que abusivos, de no ser devueltos por él o por su familia, acabaría con la vida de toda su sangre. Esa era la promesa con la que había sellado el acuerdo.  Tuvo también que entregar todos los ahorros del clan familiar a una organización que se lucraba de la esperanza de muchos viajeros. Todo lo había invertido  por el bien de su familia, pero sobre todo de Aisha, con quien había elegido formar su propia familia. Sin duda alguna Abdes, obstinado, pensaba devolverlo muy pronto. Aisha temía que al partir se olvidase de ella y no volviera. No se planteaba que pereciese en el viaje, pues Abdes era fuerte.

Se fue sin nada. Y cuando, al cabo de un lustro, consiguió devolver la deuda y asentarse en el país intentó volver a por ella a su país natal. Su única razón para vivir se desmoronó entonces, cuando sus padres le pidieron por carta que no lo hiciese. Su hermano mayor había hecho de Aisha su esposa tres años atrás y no querían que Abdes pudiera romper la familia. Él lo acató con todo el dolor de su corazón. Lo sintió resquebrajar. Rasgó el billete de avión y lo quemó junto a los regalos que había comprado para toda la familia; dejó de orar y se olvidó del dios al que tanto había venerado pese a no comprender que pudiese existir tanto dolor y el sufrimiento. Se sentía ultrajado. Aisha, su todo, su vida, había escuchado que una vida es, a la vez, muchas vidas, según que camino se tome en una bifurcación; y la única vida que él había perseguido, por la que había luchado, se había difuminado.

Todas las mañanas lloraba mientras se duchaba. Las lágrimas se camuflaban bajo el chorro de agua que le despejaba de su insomnio. No dejaría que sus compañeros de piso percibieran un mínimo atisbo de flaqueza. El tiempo y las circunstancias le habían convertido en un hombre duro. No comprendía qué había hecho para merecer aquel castigo. Sabía que ella era incapaz de traicionarle y que habría sido obligada a casarse. Entendía también que una hipotética huida le costaría la vida, o el destierro para ambos.

 Abdes, nada más llegar a su país de acogida, estuvo escondido en una cueva con más inmigrantes como él, temerosos de ser apresados por los cuerpos de seguridad del estado. Al principio pedía inocentemente trabajo con las pocas palabras que había aprendido en su África natal. También conocía los insultos con los que le despreciaban día a día. Hambriento, comenzó a  robar en huertos y gallineros, siempre intentando causar el mínimo desperfecto; bastaba con apoderarse con lo necesario para subsistir y no acarrear más problemas a las manos que cultivaban aquellos campos. Como veía que así solamente se mal alimentaba y su bolsa seguía sin nada que llenar, pasó a dormir en la calle de la ciudad más cercana que alcanzaron sus sucias y gastadas  sandalias. En el soportal de  una iglesia hacía compañía y competencia a unos mendigos que parecían alimentarse únicamente de vino barato. Con el tiempo pasó a compartir techo con compatriotas suyos en su misma situación, es decir, solos e irregulares. Sin apenas conocer el idioma comenzó a trabajar en la construcción;  ahorraba todo el salario y comía lo imprescindible; todo por darle a Aisha una vida mejor de la que tenían en su aldea. Hasta el momento todo lo que había escuchado sobre el primer mundo no le parecía real. Era completamente falso y vivía mejor en su aldea; sobre todo por la cercanía de Aisha.

Trabajaba como el que más; su encargado racista se asombraba de la energía que diariamente mostraba en la obra. Por más tarea inhumana que le encomendaba, Abdes lo terminaba sin salir a deshora, aunque las cargas fuesen desproporcionadas respecto a las que tenían los demás obreros. El encargado había encontrado la excepción a la teoría de que “toda aquella gentuza eran unos sucios vagos”. Comprobando su energía y, sobre todo, su fuerza, decidió proponerle hacer dinero más rápidamente. Por supuesto, a cambio de un abusivo porcentaje. Abdes, agradecido,  se puso manos a la obra. Comenzó a intimidar apoyado en su enorme envergadura; más tarde a dar palizas, a realizar  robos por encargo, a extorsionar. Lo que fuese para saldar su deuda y reunirse cuanto antes con su amada. El dinero entraba así en sus bolsillos más rápidamente que deslomándose en la obra como seguía haciendo. Podría haber subsistido con sus quehaceres ilegales, pero con dos fuentes de ingreso el tiempo de espera para ver  a Aisha sería más corto. Así continúo hasta que consiguió reunir la pequeña fortuna que había acordado pagar. Hasta el mismo día en que leyó por primera vez la carta y se desesperó aullando a aquella luna a la que tantas veces había confesado su amor. No podía creer las noticias. No las merecía.

Acabó en un bar de mala muerte gastando todo el dinero que llevaba encima, botella tras botella, exprimidas por sus labios. Se miraba en el espejo detrás de la barra y todo le parecía extraño. Su situación era incomprensible, a miles de kilómetros de casa, viviendo una pesadilla.  Esa noche perdió su trabajo ya que a la mañana siguiente no acudió a su puesto en el tajo. El amanecer le despertó resguardado en un portal, acurrucado y con un gran dolor de cabeza, ignorante de cómo había llegado allí. Solamente recordaba aquel papel enviado por sus padres en un cochambroso sobre, aquellas letras garabateadas a cambio de unas monedas de su analfabeto progenitor.

Hasta la tarde siguiente no recordó como se le había ido soltando la lengua aquella noche en el bar. En una llamada a su teléfono móvil su interlocutor le recordó la noche anterior, además de preguntarle si estaba interesado en un trabajillo. Había hecho  nuevos contactos para propinar palizas a   personas y había impresionado a su interlocutor por su fuerza cuando entre el camarero y un par de sus matones habían intentado desalojarle del bar. Abdes se había negado en un principio pacíficamente, pero en cuanto le intentaron mover del extremo de la barra donde se sujetaba apoyado sobre un taburete, los tres tipos habían sufrido la ira de Abdes y de su destreza a la hora de blandir su asiento, golpeando a todo lo que se moviese a su alrededor. Su interlocutor le hablaba pausadamente. Le recordó que había llegado a un acuerdo con él a fin de llevar a cabo una serie de asuntos turbios para compensar los destrozos que había ocasionado. Abdes se disculpó, incrédulo de haber llegado a aquella lamentable actuación. No hubiese originado ningún desperfecto y su vida sería ideal si se hubiese quedado en su tierra, al lado de Aisha.

Consiguió otro empleo legal para el día, esta vez repartiendo bombonas de gas a domicilio. Con su inaudita fuerza, subía hasta tres en su espalda a un quinto piso sin ascensor. Cuantas más repartiera, más dinero ganaría. Pese a haber abonado todo lo que había destrozado, por las noches solía acudir a aquel bar  donde se había emborrachado por primera vez. Si había algún “encargo” lo realizaba pensando que quien recibía sus golpes  era su hermano. Se imaginaba el cuerpo desnudo de Aisha bajo el de él, y golpeaba con más fuerza de la debida. Por este motivo se fue ganando un rango en la organización delictiva; no sentía piedad por nadie. Un día le preguntaron “¿Para qué quieres tanto dinero?”; en su mente seguía estar  con su amada, pero contestó “para matar a mi hermano”.

Aquella noche  iba a cerrar el acuerdo con el que llevaba tanto tiempo levaba soñando. Había conseguido dinero suficiente para contratar a un sicario. De este modo la honra de su familia quedaría a salvo, así como la de Aisha.  Volverían a estar juntos. Lo tenía todo calculado: disponía del dinero para pagar al asesino en su país, la comisión que se llevaba el intermediario y aún le quedaba lo suficiente para viajar al entierro de su hermano. A los pocos días huiría con Aisha a cualquier parte del mundo; cualquier infierno, a su lado, sería un paraíso.

Como todos los días, acudía  a aquel bar engalanado bajo luces de neón que parecía una oficina de empleo, donde varios hombres solían  hacer cola en la puerta mientras fumaban nerviosos a la espera de que se les asignase algún encargo. Abdes era al que más faenas le ofrecían. Su contundencia y los resultados que obtenía eran sabidos por sus empleadores.

Le había echado el ojo en una joyería  a un collar que quedaría precioso en el cuello de Aisha, un colgante de un cuerno de elefante pendía de él, y con  sólo una visita a algún moroso que se negase a devolver lo prestado, lo conseguiría.  Caminó por las mismas calles de siempre y cruzó el parque, donde observó a unos jóvenes beber cerveza  chupando directamente de la botella sentados en el respaldo de un banco de madera. Los mismos chicos de siempre, a esas horas y sin farolas en el parque. Les saludó con la mano y ellos le respondieron de la misma forma, iluminados por la punta de sus cigarros encendidos,  Abdes bajó la cabeza y avivó el ritmo.

Aquella noche iba a firmar el trato con el que acabaría con la vida de su hermano. Sentía ciertos remordimientos, pero su hermano le había incitado a cambiar de continente por el bien familiar y para poder darle a Aisha todos los tesoros que ella valía. Ahora veía claro que quería verle lejos, y por eso le había dado todos sus ahorros. Poseer la belleza de Aisha lo valía. Había sido una gran estrategia de un vil traidor al cual debía de llamar hermano, pero lo iba a pagar caro. Pronto. No se enorgullecía de ello, pero era la única forma de volver a estar con ella. Lo habría hecho con sus propias manos, pero por respeto a su familia prefería hacerlo así. Además, ella nunca lo sabría; no se lo merecía, como tampoco que les hubiesen separado. Jamás le contaría a lo que había llegado, mal durmiendo muchas noches por estar sin ella, por su sed de venganza y, sobre todo, por la sangre que había derramado con sus manos. Las cicatrices en sus nudillos podrían descubrirle, pero Aisha era muy cauta. Si él no contaba nada, ella no preguntaría.

Cuando estaba viendo ya el luminoso  del bar que usaban como oficina aquellos gánsteres de barrio, un hombre corpulento le pidió fuego para encender un cigarro. Abdes negó con la cabeza. Odiaba el olor a tabaco. Escuchó al hombre toser repetidas veces a su espalda. No lograba comprender como la gente gastaba tanto en quemar una planta mezclada con adictivos añadidos químicos que eran tan perjudiciales para la salud. Cuanto más hubiese fumado menos hubiese ahorrado y menos tiempo de vida le quedaría para estar con ella. Lo ponía en las cajetillas: “fumar matar”. Como a su hermano. Tal vez se lo habría tenido que advertir: “si te acercas a ella, morirás”. En ese momento de distracción recordando las facciones de su hermano, sacudido por la rabia que le generaba  su recuerdo,  una hoja de  cuchillo le atravesó la espalda. Sintió arder por dentro. Notó las punzadas, una tras otra, asestadas con mucha fuerza. Sus piernas se quedaron sin energía para sostenerle en pie y su cuerpo cayó en el suelo aterrizando su boca en un charco de lluvia pasada, en el que solo quedaba espeso barro. Su atacante le volvió de una potente patada en las costillas; menos aire y más sangre en las vías respiratorias de Abdes. Sus músculos no respondían, no fue capaz de impedir que el cuchillo le volviera a atravesar más veces. Sus manos no podían levantarse para hacer de escudo que parase aquellas incomprensibles puñaladas. El último momento en que consiguió tener sus oscuros ojos abiertos vio, en el reflejo del arma,  a su querida luna, y volvió a ver a Aisha a través de ella. Se despidió de ella con un “te quiero”.

 

 

 

 

 

 

Capítulo 3

 

Un pasillo largo e impoluto; el suelo gris brillante reflejaba la luz artificial  de los plafones cuadrados colocados de dos en dos en ambas paredes. Cuatro suelas avanzando en paralelo, despacio, produciendo un ruido que rebotaba por la estancia solitaria. Sobre las suelas dos personas caminando, una trabajando, la otra de visita, deseando que por poco tiempo; no le gustaban ese tipo de lugares pese a frecuentarlos más de lo que él quisiera. El visitante caminaba totalmente estirado, sonriendo sin cesar y mirando al infinito. Cubriendo sus piernas un pantalón negro con bolsillos laterales, en la parte superior un suéter verde con aires militares; aunque ya vieja y llena de pelotillas, la prenda es una de sus favoritas; su tejido le ha protegido del frío en innumerables ocasiones. Su sonrisa enmarcada bajo un bigote en forma de herradura, en el que el pelo azabache se entremezcla con reflejos plateados, canas que tiene desde muy joven.  En su cabeza no se aprecia el bicolorismo ya que su cráneo está completamente  afeitado, en un intento de disimular las amplias entradas de su cabeza.  Sus brazos, cruzados bajo el pecho, se movían  al ritmo impuesto por  su respiración a través de sus pectorales carentes de grasa, al contrario que los de su acompañante. Este otro avanzaba caminando menos grácil. Además de tener los pies planos, su exceso de peso le hace más torpe. En otro lugar no podría dar alcance a su compañero de paseo, pero aun sin llevar un paso ligero, unas gotas de sudor afloran en su frente, pese a que el recorrido no ha sido demasiado largo.

El fatigado hombre mira su reloj de plástico, el más barato que encontró en el mercadillo local; pese a intentar regatear, no consiguió que le rebajasen ni un céntimo. Quedaba muy poco para que acabase, por fin, su turno y ese día tan estresante. Cuando saliese compraría en la gasolinera un par de sándwiches, una cena rápida y sin manchar ningún plato de su casa. Todos  sucios en el fregadero, debería fregarlos, quizás al día siguiente.

 Apenas unas pocas horas más para la gran inauguración, algo deseado por muchísima gente. Toda una comarca revitalizada por los puestos de trabajo y todo lo que ello conllevaba: el dinero volvería a moverse, circulando de mano en mano. Pero sobre todo, para el personal del edificio, era un motivo de alegría. Tenerlo todo a punto la última semana había sido de locos; parecía que les había cogido el toro hasta el último instante. En los últimos siete días nadie había librado y todos habían hecho más horas de las que figuraban en sus contratos. No hubo ni una sola protesta ante la reciente firma de un contrato indefinido. Además, se rumoreaba que si todo estaba perfecto se encontrarían un sobre en sus taquillas, y todo estaba perfecto incluso antes de tiempo.

En el edificio  sólo quedaba él trabajando. La mala suerte  le había destinado a estar allí en esos momentos. No como sus compañeros, que ya se encontrarían con sus sobres en sus casas con sus familias o, como la mayoría, gastando el contenido del sobre en la taberna del pueblo, celebrando que habían conseguido acabar las tareas en tiempo. No entendía por qué le habían dado aquella contraorden, si las instrucciones decían que toda la instalación debía permanecer vacía hasta el estreno, incluso sin mantenimiento. Nada. ¿qué hacía allí su acompañante? Cuando él se fuera ese individuo se quedaría solo en aquel enorme lugar. Haría lo que le habían dicho. No le pagaban por pensar; abriría la puerta, la cerraría y se iría a su domicilio. Tal vez cambiaría el menú de la cena por una pizza con ración doble de queso fundido. No le importaba lo que el otro fuese a hacer allí. No era su problema. Todo se quedaría monitorizado y robotizado hasta que, a la mañana siguiente, llegasen las autoridades de turno y por fin diesen  por inaugurado el complejo. Todo comenzaría a rodar. No habría nadie vigilando las cámaras que se encontraban por todas partes grabando todo. Tal vez no estuviesen activadas aún.

El hombre paticorto pasó su tarjeta  identificativa por el lector y tecleó un código de seis dígitos que le había costado memorizar. Una puerta de cristal transparente de gran grosor inició rápidamente su apertura lateral. El hombre del bigote avanzó hasta que sobrepasó el quicio y justamente en ese momento, la puerta volvió a cerrarse a la misma velocidad con la que se había abierto hasta encajarse con un clic, dejando a los dos hombres separados por aquella enorme masa de vidrio.

 El guardia, tras dejar al otro hombre en el interior de la celda, se giró y mientras se marchaba hacia los vestuarios se fue despojando de los grilletes y la defensa; para él siempre sería una porra, aunque le hicieran llamarlo de otra forma. Se quitó el cinturón  que usaba de modo meramente ornamental, pues sus pantalones se bastaban para sujetarse con la presión ejercida por su barriga sobre la prenda. Desabrochándose los botones superiores de la camisa sudada del uniforme se fue silbando hasta abandonar la galería. Unos sándwiches en la gasolinera y una pizza en el sofá de su casa: sin duda, esa sería la mejor opción. Apilaría la caja junto a las demás, enterrando aún más la mesa del minúsculo salón en la inmundicia.

El recién llegado inspeccionaba el terreno. La celda era espaciosa. No estaba acostumbrado a tal amplitud. Unos siete metros por tres, calculó mediante la regla de un metro por paso. En esa extensión se encontraba  una litera con dos colchones bastante mullidos, como pudo comprobar apoyando sus manos sobre el camastro superior; esperaba no tener que dormir muchas noches allí. También había  una mesa con una silla, así como un par de taquillas de chapa metálica. Todo olía a limpio, a nuevo, todo por estrenar. El personal de limpieza había dejado todo reluciente. Era la primera vez que estando en prisión tenía esa sensación. Lo único rancio allí era él. Buscó el váter. No vio donde lo habían puesto hasta que observó, tras las taquillas, una puerta. Supuso que era el baño y sonrió pensando en que también iba a estrenarlo. Le gustaba esa sensación, sobre todo al pensar  que no tendría que ver defecar a nadie ya. Le parecía estar en un hotel, en vez de en un penal. Se sentaría como si fuese el “trono” de su casa, sin importarle si la puerta tenía cerrojo, al menos  hasta que tuviese compañero de habitación. Aunque pensaba que estaría allí poco tiempo. Cuando tuviese compañía en la celda, subiría sus botas sobre la taza y se acuclillaría; ”la gente es muy cerda”, pensaba. Bajándose la cremallera, se acercó a esa puerta. Al ir a girar el pomo la hoja se le vino encima, golpeándole fuertemente en su región abdominal.  Retrocedió  al sentir el impacto y se echó las manos a la tripa, pero al entender que había alguien que le había golpeado, instintivamente se fue hacia delante en busca de su agresor.

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