EL OBITO

El cuerpo de Raúl Baruk Eleazar yacía en el suelo del despacho. Rocío, la enfermera y encargada del botiquín estaba de rodillas, perpendicular al cuerpo inerte del señor Baruk, apoyando todo su frágil cuerpo. Medía no más de metro sesenta y pesaba menos de cincuenta kilogramos, poca masa para presionar sobre el pecho de un hombre que medía más de un metro y ochenta centímetros y pesaba cerca de cien kilogramos.

 Junto a ella, confuso, asustado y sin saber muy bien que hacer, estaba Andrés un joven licenciado de treinta años, compañero de departamento y uno de sus aláteres, al que democráticamente habían encargado la papeleta de ser el responsable de Seguridad e Higiene en el trabajo. Andrés en ese momento se acordaba con cariño del momento en que a finales del año pasado se presentó la responsable de personal pidiendo un voluntario para ese papel. Todos sus compañeros al unísono levantaron el brazo y apuntaron hacia él. No solo era el más joven del departamento, casi de la planta entera, sino que acababa de firmar el contrato un mes antes. Se quedó atónito, perplejo, no esperaba que le hicieran algo semejante pero no supo decir no, después de todo no podía hacer nada, había sido una elección libre y democrática: todo el departamento de administración, contabilidad, tesorería e incluso sus vecinos de marketing y ventas le habían designado de forma unánime. Elegido por aclamación popular, para llevar solo un mes trabajando fue un gran éxito de crítica y público.

 Contaba nervioso hasta treinta mientras Rocío flexionaba sus manos y su cuerpo sobre el esternón de la víctima. Tras terminar la cuenta, le abrieron la boca, apartaron la frente hacia atrás e intentaron hacerle por dos veces el boca a boca, después otro masaje cardíaco y a contar:

 – Uno, dos, tres, …….veintinueve, treinta.

 Dos sesiones más de intento de reanimación cardiaca y Andrés se dispuso a sustituir a Rocío, mientras ella llevaba la cuenta de los masajes. Muchos nervios en el ambiente, gente alrededor, unos que preguntan, otros que dicen que si pueden hacer algo, todos estorban, muchos que aparentemente saben, pero pocos que ayudan. Solo uno, aunque nervioso, tuvo la precaución de volver a llamar a emergencias del 112 para asegurarse de que venía la ambulancia, -ya está en camino- respondió una voz amable que trataba de calmarle al otro lado del hilo telefónico. La UVI móvil con el rótulo de Asepeyo apareció a los quince minutos, fue solo un cuarto de hora que a los curiosos, a los inconscientes, a los amantes del morbo que pululaban por la oficina les parecieron un santiamén, pero que a Rocío y Andrés se les hicieron interminables, de hecho cuando aparecieron el médico de urgencias y su ayudante ATS estaban prácticamente extenuados por el esfuerzo en su noble, pero vano intento de reanimación.

 El doctor que reconoció al señor Baruk no pudo hallar pulso, ni indicios de respiración, ni ningún otro rasgo que le hiciera sospechar que quedara algo de vida en el cuerpo exánime de Raúl (en adelante vamos a llamarle así porque en realidad en vida era una persona un tanto tímida y reservada, pero campechana y a quien no gustaba de ser llamado por el apellido, porque para algo le habían puesto un nombre de pila). El médico de urgencias tan solo encontró a un montón de curiosos que se agolpaban a las puertas del despacho, los que no se habían enterado aún del suceso. De hecho, eran las tres de la tarde y mucha gente todavía estaba en la hora del almuerzo o saliendo del comedor. Muchos trabajadores se quedaron sobresaltados cuando oyeron el ulular de una sirena de ambulancia con sus luces de colores cual carro de feria, que se metía de lleno en las instalaciones, por lo que empezaron a preguntar a sus compañeros sobre lo que había sucedido. Con buen criterio ordenó alejar a todo el mundo de allí con carácter inmediato, excepto Rocío la enfermera y Andrés. Declararon que aunque ellos llevaban quince minutos haciendo el protocolo RCP (reanimación cardio-pulmonar), no sabían exactamente cuánto tiempo llevaba en parada, porque Raúl se había quedado solo a las dos menos cuarto de la tarde cuando sus compañeros se fueron a comer y le habían encontrado tirado en su sillón una hora más tarde. Lo primero que pensaron fue que se había quedado en estado catatónico al comprobar el estado de cuentas de la compañía, más al no obtener ninguna respuesta fue el momento en que les llamaron para intentar reanimarle. Podían haber pasado cinco minutos, quince, o más de una hora, eso nadie podía saberlo. Para él se trataba de un caso claro de infarto fulminante, no obstante, sopesó las consecuencias de certificar allí mismo el fallecimiento, deberían avisar a la Policía Nacional, esperar a que llegara el juez de guardia que decretara el levantamiento del cadáver y seguramente testificar sobre las circunstancias del óbito, toda la tarde perdida y probablemente algún rato la mañana siguiente, un montón de trámites burocráticos y de preguntas para nada. Decidió al instante, en una fracción infinitesimal de segundo, que aunque se hubiera realizado el protocolo básico de RCP, lo mejor era traer el carro de parada de la ambulancia hacer lo que se pudiera, bajo el pretexto de que lo mejor era intentar estabilizarle y llevarle inmediatamente al hospital donde los internistas y los cardiólogos ya se harían cargo de la situación. Ellos siempre saben cómo actuar en estos casos, no será la primera vez que consiguen resucitar a alguien que aparentemente ya es un cadáver, a veces han sacado gente adelante hasta veinte minutos después de una parada ¿Quién sabe realmente cuánto tiempo lleva en parada y menos aún con unos indicios tan vagos? Raúl ingresó quince minutos después en una camilla, ya intubado y conectado a un electrocardiógrafo que podía estar perfectamente desenchufado o averiado, porque no detectaba actividad alguna, por la puerta de urgencias de la Mutua de Accidentes de Trabajo. Tras el infructuoso paso por la sala de reanimación se avisó al Instituto Anatómico Forense, para que procediera a la retirada del finado e iniciar los trámites legales para efectuar la preceptiva autopsia. Cuando dieron el parte médico a la familia dijeron que había fallecido durante el traslado ya que había ingresado cadáver en el centro hospitalario.

 Aquella tarde nadie trabajó en la oficina porque el fulminante infarto del señor Baruk, perdón Raúl, había alterado de tal modo la actividad que solo había grupos de personas comentándose mutuamente su propia versión de los hechos. Todos pretendían saber más que nadie, pero aun así, querían saber la versión que daban otros compañeros, en una mezcla de morbo y conmoción por los sucesos acaecidos tan solo un rato antes.

Sus compañeros de trabajo no paraban de comentar que le habían dejado a las dos menos cuarto cuando se fueron a comer. El no quiso bajar alegando que tenía mucho trabajo pendiente, pero que luego cuando terminara una cosa urgente bajaría al comedor. Lo siguiente que supieron de él fue a las tres menos cuarto cuando regresaron de comer y le encontraron tirado en el suelo, encogido, ladeado y casi en posición fetal, un rictus de dolor podía leerse en su cara, pero si en realidad estaba muerto o solo inconsciente no fueron capaces de determinarlo. Era una persona muy excéntrica, pero fue por todo ese cúmulo de detalles que llegaron a la conclusión de que algo grave debía haber sucedido. Llamaron inmediatamente a la enfermería y se presentaron la enfermera y el encargado de planta que en realidad fue el primero en aparecer por ser uno de sus propios compañeros de trabajo para intentar una inútil reanimación. Nadie sabía que había pasado durante esa hora en que Raúl estuvo solo en el despacho.

 A las cuatro y media de la tarde el consejero delegado y el director de personal reunieron urgentemente a toda la plantilla en el salón de actos, aunque todos sabían para qué se les había llamado. El director de personal en tono grave y circunspecto explicó que uno de sus trabajadores, el director financiero, había muerto esa misma tarde aparentemente de un infarto. Dado el estado de choque y conmoción general en que se encontraba toda la plantilla estimaban que lo mejor era interrumpir por esa tarde el trabajo, por lo que daba permiso para que todos, los trescientos trabajadores allí presentes, se fueran si querían a sus casas desde aquel mismo momento.

 – Las dramáticas circunstancias actuales, impiden que desarrollemos nuestro trabajo con la normalidad y la concentración necesaria, por lo que dado que desgraciadamente no podemos hacer nada por la vida de nuestro infortunado compañero, lo mejor es que todos nos retiremos a nuestros domicilios esperando que mañana tengamos al menos la serenidad y presencia de ánimo suficientes para continuar nuestro trabajo. Aquellos de vosotros que deseéis acompañarle en el tanatorio en estos tristes momentos o asistir a su entierro cuando nos lo comunique la familia podéis igualmente tomar un permiso para ello. Se perfectamente que todos apreciabais a Raúl tanto por su calidad humana como por su gran profesionalidad, de modo que imagino que la mayoría querréis asistir a las exequias.

 Tras estas breves palabras la mayoría se marcharon a casa en silencio, sin ánimo para hacer más comentarios de pasillo sobre lo que había ocurrido aquella tarde. Cuando Inés Castellano se subió a su coche la radio daba el parte de las últimas noticias, cambió rápidamente de canal sin prestar atención a lo que decían. Ya estaba muy aburrida de escuchar tantas veces la misma noticia:

 …Continúan en todo el mundo manifestaciones en contra de la banca y contra

los principales agentes económicos. La policía ha reprimido duramente una

manifestación en Washington frente a la sede del Fondo Monetario Internacional…

 Inés llegó ese día pronto a su casa, normalmente no solía aparecer por casa antes de las siete de la tarde, muchas tardes no llegaba de trabajar hasta las ocho o las nueve. Ese día debido a los desgraciados acontecimientos de la oficina, abrió la puerta del garaje antes de las cinco de la tarde. Normalmente, hubiera aprovechado el salir pronto de la oficina para acercarse al gimnasio. Intentaba ir al menos dos o tres veces por semana aunque en realidad disfrutaba de un bono que le permitía acceder a diario. Normalmente le aburrían las máquinas porque consideraba que era un ejercicio muy solitario más propio de musculitos que de gente que en realidad quisiera mantenerse en forma – además, ya he pasado de los cuarenta, no voy a poder engañar a nadie- en realidad Inés podía perfectamente engañar en su edad cinco o seis años menos a quien quisiera, por lo que solía apuntarse a actividades más de grupo, aerobic o gim-jazz, en las que participara con otras mujeres, raramente había hombres apuntados a esa actividad, aún a pesar de su asistencia discontinua. Sin embargo, aquella tarde no se encontraba con ánimo para asistir a ningún tipo de actividad, se sentía demasiado alterada como para asistir al gimnasio aunque en realidad era lo mejor que podía hacer, quemar calorías era su actividad favorita cuando algo iba mal, y últimamente sentía que había muchas cosas que no marchaban por el camino correcto. Pensar que esa misma mañana había estado hablando con Raúl, aunque solo fuera un compañero de trabajo con el que tampoco mantenía mucha relación, solo hablaba esporádicamente con él y de temas estrictamente profesionales, y que ahora estaba muerto la hacía sentirse fatal.

 En momentos así había dos cosas que le ayudaban a calmarse: cambiar de opinión y dedicarse a la solitaria actividad en las máquinas de entrenamiento cardiovascular (pese a que normalmente las encontrara aburridas) y la resolución mental de complejos problemas matemáticos, a los que daba vueltas mientras pasaba horas entrenándose. La mayoría de sus compañeros solían ponerse el iPod o la música del móvil con los auriculares, podían estarse horas pedaleando, corriendo en la cinta, subiendo y bajando pesas, haciendo remo o step; siempre con la misma música, hora tras hora, día tras día. Inés no hacía ascos a escuchar música mientras entrenaba, pero consideraba mucho más estimulante repasar alguno de sus fascículos de las “lecciones populares de matemáticas” y sobre todo en momentos como éste lo mejor que podía hacer era mantener tan ocupado el cuerpo como la mente.

 Su marido, Roberto Vinuesa, se sorprendió al verla aparecer tan pronto en casa. Él si solía llegar a esa hora o incluso antes, pero estaba acostumbrado a no ver aparecer a Inés antes de las siete de la tarde, las ocho, o las nueve si además de salir tarde le daba por irse al gimnasio. Así que en tono campechano, le preguntó qué había pasado para dejarse ver tan pronto por casa, ella respondió en tono sombrío, puesto que se sentía muy afectada por los hechos, y le contó los acontecimientos de la jornada. Roberto escuchó con atención, pero no pareció inmutarse lo más mínimo

 – Esas cosas pasan a veces, en realidad más a menudo de lo que te imaginas, a veces cuesta aceptarlas cuando parece que toca de cerca, pero en realidad es lo mismo que si ahora nos enteráramos que ha muerto uno de nuestros vecinos, tal vez el mismo con el que nos hemos cruzado esta mañana- .

Semejante contestación no convenció en absoluto a Inés. Le pareció una consideración bastante insensible por más que Roberto estuviera habituado a encontrar situaciones similares muy a menudo. Su trabajo no era ser cirujano como Roberto.

El sí que lidiaba a menudo con la muerte de sus pacientes, de los pacientes de otros colegas, de las reacciones de sus allegados. En la mayoría de las ocasiones se trata de operaciones simples, sin problemas, que se desarrollan con absoluta normalidad. A veces tenía pacientes salvados in extremis, circunstancia que siempre le llenaba de orgullo. En otras ocasiones le llegaban pacientes por los que poco se podía hacer: abrir, cerrar y coser; a estas alturas ya había aprendido que a veces no hacer nada es la mejor opción. Pero lo peor eran las raras, rarísimas ocasiones en que una circunstancia fortuita hacía que se le fuera la vida de un paciente en una cirugía aparentemente rutinaria. Dos veces habían concurrido circunstancias similares a lo largo de todos los años de su carrera profesional, la primera mientras ayudaba en una operación cuando aún era residente, la segunda años más tarde cuando ya era adjunto, en ambas ocasiones solo participó de forma secundaria, pero la sensación de impotencia seguía siendo igual de horrible: un paciente en una cirugía rutinaria sufría complicaciones inesperadas, la estadística decía que casos similares solo ocurrían en una de cada diez mil intervenciones, pero eso a él no le servía de consuelo y menos aún a la familia del paciente, la última interesada en saber cosas de estadística.

 En cambio para Inés la muerte de un conocido, fueran cuales fueran las circunstancias, no era ni de lejos una situación ni normal, ni habitual, menos aún en el ámbito laboral.

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