Y libranos del mal . . .

Y libranos del mal . . .

                                         CAPITULO I

Abrió los ojos sobresaltado como le ocurría todos los días desde que comenzó aquello.

No obstante y para su tranquilidad, la habitación permanecía en silencio tal como había quedado la noche anterior al acostarse.

Alargó la mano izquierda hasta tocar el revolver que estaba depositado encima de la vieja mesita de madera y seguidamente durante unos segundos repasó mentalmente las tareas que tenía pensadas para el nuevo día.

La primordial era salir a buscar comida.

Lanzó una mirada al otro lado de la cama donde Ángela dormía con respiración tranquila y acompasada.

Bostezó y estiró sus brazos mientras procuraba desperezarse. Finalmente se incorporó sobre su jergón y apoyó los pies en el suelo de madera; el tacto era gastado y áspero. Le resultaba reconfortante y a la vez agradable.

Se frotó el rostro con la mano y después se la pasó por su abundante pelo color castaño mientras se acercó hasta la cama donde cubierta por las raídas mantas y apenas asomando su cabecita dormía Laura.

Abrió la puerta del dormitorio y se acercó hasta el comedor, en el sofá distinguió el pequeño resplandor de un cigarrillo encendido. Le sorprendió que su cuñado estuviera levantado y no en la cama de su habitación durmiendo a pierna suelta como cualquier otro día. Raúl tenía un despertar perezoso y, por norma general, siempre se levantaba más tarde que él, además tenía que zarandearlo un par de veces para que espabilara y conseguir que se levantara.

Que aquella mañana hubiera madrugado tanto constituía un hecho, cuando menos, inusual. Volvió a la habitación y se vistió con su ropa de abrigo.

Hacía frío, mucho frío… siempre hacía frío.

La humedad se calaba en sus huesos y no podían gozar de un poco de calor a no ser que consiguieran encontrar, en las cada vez más raras ocasiones en que abandonaban la casa, algunos trozos de madera esparcidos entre las ruinas de la ciudad.

En una época donde un viejo periódico o revista era un tesoro y un libro se utilizaba para procurar fuego, los trozos de madera preferían reservarlos para cocinar los pocos víveres que tenían y comer en condiciones algo de caliente antes que malgastarlos en encender la chimenea.

Al frío habían podido acostumbrarse, al hambre no.

El reflejo del alba que se colaba por la ventana cubierta de cartones y maderas, poco a poco, ganaba terreno a las sombras de la habitación y le permitió ver a Raúl sentado en el viejo y destartalado sofá, un estropeado diván de color granate ahora sucio y lleno de manchas de indefinibles colores.

  • Buenos Días Marc.

  • Buenos Días Raúl, te has levantado muy temprano esta mañana. Raúl dio una larga calada al cigarrillo antes de hablar:

  • El hambre no me ha dejado dormir. ¿Supongo que continuas con la idea de salir a buscar alimentos?.

  • Así es, cada vez nos queda menos comida y ya va siendo hora de dar una vuelta por la ciudad y ver como esta todo, contesto Marc.

  • Te acompañaré, no voy a permitir que deambules tu solo por la ciudad llena de “Vigilantes”, afirmó Raúl.

  • Ni lo sueñes, tu te quedas aquí cuidando de las mujeres, volveré lo antes posible, contestó Marc dando por terminada la conversación.

A continuación se dirigió hasta la pequeña cocina y abrió el grifo del agua, uno de los escasos y preciados bienes que aún disponían, llenando la cafetera. Seguidamente depositó en ella varias cucharadas de una mezcla de café y achicoria poniéndola al fuego. En unos minutos estaría preparado el desayuno.

La casa era una pequeña vivienda formada por una planta baja y un piso con un pequeño balcón. Estaba situada en la calle Viver, una pequeña callejuela estrecha y con una mayoría de casa pequeñas y modestas que daba a la calle Jovellanos y a la parte posterior de la iglesia de la Sagrada Familia, destruida por el fuego en los primeros tiempos del «Apocalipsis Nuclear».

Estaba situada también dentro de la “Zona Prohibida”, como así denominaron los «Alfas» a la zona donde de la ciudad donde se produjo un mayor numero de muertes a causa del «Apocalipsis». Aunque realmente la muerte se había extendido por todas las zonas de la ciudad sin respetar ni pobres ni ricos.

Era una pequeña vivienda que durante años Marc había intentado alquilar o vender sin conseguirlo, tras la crisis económica y pese al descenso en el precio de la vivienda aunque su precio era bajo a nadie le intereso alquilarla y mucho menos comprarla. Con el paso del tiempo, Marc inmerso en el trabajo y en su relación con Ángela, fue olvidándose de aquella casa que ahora constituía su refugio.

La pequeña casa en la que ellos habían cubierto de vigas de madera la puerta de entrada, lo mismo que la pequeña ventana que daba a la calle, presentaba en la pared pintada por ellos mismos con spray de color rojo la cruz que indicaba que en ella había muerto alguno de sus habitantes contaminado por la radiación. Aunque ello no era una realidad, constituía una medida de seguridad que impedía que alguien se acercara a la vivienda.

De todos modos la calle y las de los alrededores permanecían abandonadas y la población más cercana solía concentrarse alrededor de la Ronda Magdalena y el Paseo Ribalta.

Tras cruzar la puerta encontrabas un pequeño cuarto de aseo y una sala de estar con el sofá, una mesa y cuatro sillas de madera, todo frente a una estantería donde hacía mucho tiempo permanecían apilados en el olvido unos viejos libros cubiertos de polvo.

Junto al sofá y tras una cortina por un pequeño pasillo accedías a la cocina con una despensa casi vacía y a su derecha tras una puerta de madera la habitación con una cama de matrimonio que compartía con Ángela y un colchón en el suelo donde dormía Laura la hija de esta..

En la sala de estar junto a la estantería por unos escalones se accedía al piso superior donde se encontraba la habitación donde dormían Raúl y Esther, su mujer.

Un cuarto de baño y otro dormitorio completaban la casa y en el techo se hallaba una pequeña trampilla de madera. Esta era la que permitía a Marc sus salidas por el tejado para recorrer la ciudad en busca de alimentos, mientras los demás permanecían escondidos esperando su regreso.

CAPITULO II

Si alguien hubiera podido acercarse hasta las cuatro paredes de aquel antiguo bar y observarle en la distancia, pensaría que se trataba de un mendigo más junto a una fogata intentando procurarse algo de calor, pero las calles estaban vacías y oscuras y aún más desde que unas horas antes había comenzado a llover.

Y todo los supervivientes que arrastraban sus cuerpos, estuvieran contaminados o no, por la zona prohibida, sabían muy bien lo que eso significaba.

Lluvia radiactiva.

Si un observador se hubiera podido acercar lo suficiente, habría visto tras el cuello alzado de aquel abrigo, el abundante y revuelto pelo algo sucio, la afilada nariz y la poblada barba algo canosa.

Si hubiera logrado acercarse un poco más hasta el desconocido, habría visto la fría mirada de sus acerados ojos y habría reconocido tras ellos los rasgos de un perfecto asesino.

Y hubiera sentido miedo.

Pero para entonces quizá habría sido demasiado tarde y estaría muerto, con un cuchillo atravesándole el corazón o degollado silenciosamente.

Como otras veces después de tantos años, volvían a aparecer ante él con total nitidez las imágenes de aquella mañana de octubre de 2001 en la provincia de Kandahar en Afganistán.

Bob Schurrer volvía a escuchar el ensordecedor ruido de los helicópteros, agitando las aspas y parecía querer agachar la cabeza de forma refleja cuando varios impactos metálicos repiquetearon en el casco del Sikorsky CH-53E Super Stallion, uno de los tres helicópteros de combate en el que habían sobrevolado el agreste terreno a trescientos kilómetros por hora.

Las tres ametralladoras de la bestia de dieciséis toneladas retumbaban mientras lanzaban plomo ardiente sobre los talibanes que intentaban esconderse dentro de las casas.

El recluta que estaba a su lado vomitó, pero nadie pareció darse cuenta salvo él mismo, que a duras penas podía contener sus propias arcadas.

Bob, en su interminable «flashback» volvía a sentir como otras veces el fuerte golpe que le indicaba que habían aterrizado y por encima del tableteo de las ametralladoras y el rotor de la nave volvía a oír vociferar al sargento que les llamaba bastardos y les amenazaba con la peor de las muertes si no salían de una puta vez. del maldito helicóptero.

Por los ojos de Bob Schurrer desfilaban en una rápida sucesión de imágenes, como los hombres pertenecientes a los primeros pelotones habían saltado de los helicópteros desplegándose alrededor formando una barrera de seguridad y efectuaban un disparo de cobertura contra las casas cercanas, para que el resto de los ciento cincuenta marines abandonaran la seguridad de las tripas de los helicópteros.

Volvió a notar fluir su sangre en las venas cuando sus botas pisaron el suelo afgano, pero apenas podía ver nada debido a la terrible polvareda que levantaba el Sikorsky.

El olor a pólvora inundó sus fosas nasales y una bofetada de calor procedente de las casas ardiendo le hizo abrir la boca, intentó llevar desesperadamente aire a sus pulmones y aspiró con fuerza una ardiente y nauseabunda mezcla de arena, polvo y olor a combustible, a carne quemada que le sofocó la garganta y le abrasó el pecho. Como aquella vez volvió a sentir que no podía contener las náuseas, notó el gusto de la bilis que subía por su garganta hasta casi hacerle vomitar.

Disparaba ráfaga tras ráfaga con su M16, sin dejar de correr detrás de sus compañeros. Le resultaba imposible ver a través de la polvareda que el helicóptero levantaba con su despegue mientras la arena giraba alrededor introduciéndose en sus ojos que le escocían a pesar de llevar gafas protectoras, aunque hubiera sido peor quitárselas.

Notaba el sudor entrándole en los ojos, mientras seguía con la vista fija en las botas del compañero que le precedía delante, era importante seguir sus pasos y pisar donde él, cualquier mínimo error de calculo significaba saltar en pedazos y no estaba dispuesto a que eso ocurriese por culpa de una mina de fabricación rusa.

La respiración se hace más fatigosa mientras sigue corriendo hacia adelante rodeado por el humo y el polvo, al mismo tiempo que un sol de justicia caía sobre los hombres de aquella unidad reflejándose en cada grano de arena que va empapándose en la sangre de los que caen abatidos.

El sargento Moore se lanza cuerpo a tierra y el hace lo mismo, unos instantes después les imita el soldado Anderson.

  • ¡No se ve una mierda! , grita Jimbo.

James Robert Anderson, al que todos llaman Jimbo, es un novato que aún no ha cumplido veinte años, con aspecto de chico bueno de la universidad y que aún tiene espinillas en su aniñado rostro. Bob Schurrer, se incorpora y rodilla en tierra mira a su alrededor, maldice entre dientes ya apenas se puede ver nada.

Una detonación cercana producida por una granada le hace arrojarse al suelo de forma instintiva mientras el aire se llenó de más humo y oye los silbidos producidos por las balas trazadores sintiendo los impactos en el suelo y en las rocas.

Vuelve a lanzarse al suelo y trata de camuflarse con la arena, los disparos de los talibanes se estaban acercando.

  • ¡Vienen de allí!, grita Moore.

Bob ve a su sargento parapetado tras una roca, que les señala una casa de piedra. Nuevos silbidos rasgan el aire y vuelve a lanzarse cuerpo a tierra, la arena se le introduce en la boca y en las fosas nasales, abrasándoselas.

Sus dos compañeros efectúan disparos a los que no responde ahora fuego enemigo, el humo se ha disipado en parte y le permite alzar de nuevo la cabeza.

  • ¡Vamos!, grita el sargento Moore, levantándose.

Jimbo y él disparan ráfagas con su M-16 en dirección a las ventanas de madera de la casa y el sargento pudo llegar hasta la pared y pegarse a ella como una lapa.

Al mismo tiempo los dos avanzan sin dejar de apuntar con sus armas hacia delante, hasta llegar hasta la vieja puerta de madera que cede y se abre en cuanto Bob le da una fuerte patada con su bota derecha..

Entran con rapidez acostumbrando inmediatamente sus ojos a la penumbra que reina en la casa sin dejar de apuntar con sus rifles automáticos y con el dedo en el gatillo listos para disparar. Escuchan el grito de terror de una mujer, de avanzada edad y cubierta por un velo, que permanece acurrucada en un rincón, abrazada a un anciano que debe ser su marido.

En medio de la estancia un chico, no mayor de catorce años de edad, permanece de pie mirándoles desafiante.

Bob le apunta mientras hace un barrido visual y ve que en el suelo hay un viejo rifle Kalashnikov de origen ruso que es con el que el chico ha estado disparando y que ahora debe de estar sin balas. Mientras el sargento Moore parece pensativo, queriendo evaluar la situación, Jimbo cruza la habitación visiblemente alterado y maldiciendo en voz alta, pasó por el lado de Bob acercándose al muchacho que levanta las manos aterrorizado.

Su compañero lo agarra por el cuello y tira de él:

  • ¡¿Se puede saber qué demonios estabas haciendo?!.

El chico grita en su jerga y se retuerce intentando escapar y Jimbo le golpea en la cara. Los dos ancianos chillan y él les grita apuntándoles con el M-16:

  • ¡ Silencio, Silencio !, callaros de una puta vez.

Pero los gritos continúan y Bob Schurrer tiene ganas de empezar a disparar sin contemplaciones, con tal de que todos se callen por fin.Jimbo ha vuelto a golpear por segunda vez al muchacho que tiene ahora un ojo tumefacto y el labio partido y ensangrentado y vuelve a levantar su brazo para golpear de nuevo al chico, cuando este le escupe en la cara.

La saliva sanguinolenta se estrella en la cara de Jimbo y durante una larga décima de segundo parece que el mundo deja de girar y se detiene.

Bob vuelve la mirada a su costado y mira el rostro de Moore, dudando que hacer y no le gusta la mirada que ve en éste.

Entonces el mundo se pone otra vez en marcha de nuevo y mientras su compañero, rojo de ira, ha arrojado al chico al suelo, el sargento ha comenzado a moverse y se lleva la mano al cinto.

Los ancianos gritan y Bob sabe lo que a suceder.

  • Terminemos con esto de una vez.

Mientras pronuncia estas palabras, Moore extrae la pistola de su funda, apunta a la nuca del joven y aprieta el gatillo sin pensárselo ni un segundo.

El muchacho yace muerto mientras los ancianos lloran por su nieto al mismo tiempo que levantan los brazos implorando por sus vidas. El sargento aplica el mismo sistema para acabar con la vida de los dos viejos.

  • Estoy fuera, habla Moore, ya sabéis lo que hay que hacer, no podemos dejar rastro, olvidad lo sucedido, les dice mientras les entrega una antorcha encendida.

Moore tiene razón, no pueden dejar pruebas.

La madera de los muebles y las ropas arden rápidamente, el fuego purificador quema los cuerpos y oculta la vergüenza de lo que allí ha ocurrido.

La casa de piedra y madera arde en su interior, cuando salen al exterior de vuelta al polvoriento y ardiente desierto, donde el sargento Moore les espera fumando un cigarrillo tranquilamente. La operación parece haber terminado con éxito y los marines recogen sus heridos y comienzan a reagruparse, mientras vuelven a sonar los helicópteros acercándose para recogerlos.

Sintiéndose mareado comienza a andar tras su compañero y cuando ha recorrido unos metros vuelve a sentir arcadas. Vomita. Esa vez lo único que sale de su estómago es bilis.

Definitivamente, piensa, esto tiene que ser el infierno.

Y esto es lo que le espera a él hasta que muera. Solo eso.

Bob Schurrer continuó durante unos meses en Afganistán, a su vuelta a los Estados Unidos le fue diagnosticado un síndrome de estrés postraumático, el trastorno psiquiátrico que aparece en las personas que han vivido un episodio dramático en su vida (guerra, secuestro, muerte violenta de un familiar…) y en que los que lo sufren son frecuentes las pesadillas que rememoran la experiencia trágica vivida en el pasado.

Muchas veces y durante los años siguientes Bob se despertará oyendo los gritos y los disparos, viendo las imágenes de ambos ancianos junto al cuerpo del chico, pisoteando la sangre aún caliente, que no para de brotar de su cráneo mientras queman la casa .

Y se arrepentiría de no haber hecho nada por impedir aquello.

Bob Schurrer aunque no estaba dormido, se encontraba en aquellos instantes en medio de una crisis, por suerte no era de las más fuertes y pudo levantarse y alargar su brazo hasta una de las estanterías tras la barra donde se encontraban unas botellas de licor a medio vaciar cubiertas de polvo.

Tomó una cualquiera de ellas, sin importarle el licor que contuviera su interior y echó un largo trago que le hizo toser. Dirigió su mirada a la pared de enfrente donde su figura se dibujaba grotescamente convertida en una sombra por la luz de la hoguera.

Junto a la descascarillada pared, entre los cascotes se perfilaba la figura de una rata, mirándole fijamente con sus ojillos amarillentos sin atreverse a acercarse.

  • ¿Quieres un trago?, se dirigió al roedor con la voz tomada por el alcohol, mientras paladea con deleite los tres dedos de whisky que quedan en la botella.

Seguidamente lanza una carcajada mientras continua:

  • Me olvidé que vosotras no bebéis. Tú te lo pierdes. Lo único que hay peor que beber solo, es no poder beber.

Luego levanta la botella de cristal hacia la rata en un mudo brindis y apura el resto de licor de un solo trago.El dorado liquido se desliza hasta el fondo del estomago y le produce una placentera sensación de calor que le alivia temporalmente del frio.

Un sonoro eructo rompe el silencio de la estancia, al mismo tiempo que la botella vacía se estrella contra la pared rompiéndose en pedazos, justo donde décimas de segundo antes se encontraba el roedor.

Apenas un par de años antes, Robert Schurrer había llegado a España para trabajar como consultor de seguridad de la empresa G.S.S. (Global Security Services), una importante multinacional de seguridad norteamericana dedicada a la protección de millonarios, políticos e inmuebles, custodia de joyas, etc.

El incidente nuclear le sorprendió como a tantos otros de manera inesperada y aunque llevaba unos meses anunciándose esa posibilidad, era de los que creía firmemente en que no ocurriría.Cuando sucedió se encontraba camino de Alicante por asuntos de trabajo y tuvo que refugiarse en Castellón.

CAPITULO III

En el año 2022, pocos meses antes de que Castellón y el mundo entero se convirtiera en una gran nube de polvo, desolación y muerte; Marc trabajaba desde casa como programador informático para una importante multinacional.

Vivía con su pareja en un estudio pequeño pero lujoso en las afueras de Castellón, en una zona residencial tranquila y bien situada cercana al Ermitorio de la Virgen de Lidón, la patrona de la ciudad.

Realmente la vivienda era de Ángela, su pareja, a la que conoció dos años antes en la apertura de un restaurante.

Acudió aquella tarde y sin muchas ganas invitado por Roberto, el dueño del local, amigo suyo. Era un local donde tomar unas copas de vino acompañado por unas tapas de diseño o cenar un menú degustación en un inmejorable ambiente mientras disfrutabas de una agradable conversación.

Tras tomar unas cuantas copas se disponía a marchar por lo que se acerco hasta Roberto y su mujer para felicitarles por el seguro éxito de su nuevo local.

Se saludaron y Paula la mujer de Roberto aprovechó como siempre que se veían para preguntarle por su vida amorosa e insistir en que tomara otra copa y se quedara un rato más. Finalmente decidió cortésmente hacerles caso y se acerco hasta la barra para pedir otra copa de aquel excelente tinto, cuando entró ella en el local.

Era una mujer alta y esbelta. Su pelo negro largo y recién lavado caía como una cascada sobre la chaqueta color negro, una blusa blanca y una minifalda negra, que apenas cubría sus largas piernas, completaban el conjunto.

Saludó con alegría a Paula, que inmediatamente pareció recorrer con la mirada el abarrotado local en busca de alguien.Cuando sus ojos tropezaron con Marc, levantó la mano por encima de su cabeza haciendo insistentes señas para que éste se acercara.

De repente Marc comprendió la insistencia de Paula en que no se marchara quedándose más rato, un intento más de sus amigos para emparejarle. Cerca ya de los treinta años y gozando de una buena situación económica, parecía como si todos sus amigos se hubieran puesto de acuerdo en encontrarle una pareja.

Marc se acerco de no muy buena gana, con la idea de ser cortés con la desconocida y no hacer un feo a sus amigos, decidió tomar una copa con ella y marcharse poco después.

Simpatizaron de inmediato y permanecieron charlando hasta el cierre del local, se dieron los teléfonos y dos meses después vivían juntos.

Ángela tenía entonces treinta y un años, una niña de tres años, estaba divorciada y era abogada en un importante bufete del que era socia principal. Con Laura, su hija, Marc congenió rápidamente, así que dado que el estaba de alquiler y el piso de ella era de su propiedad se trasladó allí y decidieron compartir gastos.

Todo sucedió de repente. El Fin del Mundo llegó rápidamente y de forma sorpresiva, no se trató de un gigantesco asteroide que chocó contra la tierra, no fue la Tercera Guerra mundial, tan solo un simple conflicto nuclear entre dos países.

Una noche, después de trabajar toda la tarde en una aplicación de software, Marc se sentó en el sofá mientras Ángela preparaba la cena y encendió el televisor en el momento en que finalizaba el concurso del momento y comenzaba el programa de noticias, instantes después el locutor abría el programa y anunciaba con rostro serio las graves amenazas vertidas entre dos países, que llegaban hasta advertir con el uso del arsenal nuclear de que disponían.

Eso ocurrió unas semanas antes, a continuación vinieron las reuniones en las Naciones Unidas, la retirada de los embajadores respectivos, los discursos de los dirigentes de las grandes potencias advirtiendo la gravedad de las consecuencias que podían tener para el planeta. Luego se pasó a las a las sanciones económicas y al bloqueo de ambos países, pero las amenazas continuaban presentes y pese a que muchos expertos calificaron de “bravuconadas”, los países de la O.T.A.N., Rusia y Estados Unidos se prepararon para lo peor.

Estados Unidos incrementó sus fases de preparación de defensa y pasó de DEFCON 5, que era el estado normal en épocas de paz a DEFCON 4 y poco después a DEFCON 3 con la movilización de las tropas y con la Fuerza Aérea preparada en sus bases para desplegarse en 15 minutos.

El mundo asistía asustado ante la inminencia de un ataque nuclear por parte de alguna de las dos naciones cuando en toda Europa incluida España se comenzaron a tomar medidas contra la crisis.

El Rey de España compareció en la televisión mandando un mensaje de tranquilidad a la nación al mismo tiempo que ordenaba el despliegue de las tropas a lo largo del territorio nacional con el fin de prevenir los saqueos a comercios y supermercados que se estaban produciendo.

Las manifestaciones por la paz se sucedían en todo el mundo y el mismo Papa desde el Vaticano hacía continuos llamamientos a la cordura y a la serenidad a los dirigentes de ambas naciones.

Ángela decidió una noche que por la mañana iría a su despacho para repasar la documentación de unos juicios que tenía pendientes, y le dijo que comería algo por allí cerca y volvería a la noche, pensaba que al estar el despacho en la calle Mayor, en pleno centro de la ciudad, allí la situación estaba más tranquila. Ángela salió esa mañana mientras Marc se quedaba trabajando en casa y cuidando de la niña. Intranquilo frente al ordenador le era imposible concentrarse en el trabajo, así que Marc despertó por un instante a Laura, que al no haber ido a colegio por estar resfriada continuaba durmiendo en su cama y dándole un beso le dijo:

  • Voy a comprar. Quédate en la cama hasta que vuelva.

Ella asintió dulcemente con su cabecita y continuo durmiendo profundamente, así que abandonó rápidamente el edificio y caminó con paso veloz hasta la acera de enfrente donde estaba su coche aparcado, el edificio solo tenía una plaza de garaje por piso y Ángela solía dejar en esta el suyo.

Sabía que se arriesgaba a una bronca de Ángela por dejar a la niña sola, pero en aquel momento seguía su intuición.

Así que se acercó hasta el supermercado más cercano y compró agua, latas de conserva y botes de comida preparada de todo tipo. Volvió lo más rápido posible mientras en su cabeza daba vueltas por la manera en que haría entender a Ángela que había dejado un rato a la niña sola para llenar la despensa de botes y latas.

Ángela era una persona muy racional que no se movía a impulsos o intuiciones como él mismo. Laura se levantó y Marc le preparó un vaso de leche y le dió la medicación para el resfriado, luego hicieron juntos los deberes del colegio, al terminar le puso una película de dibujos animados y comenzó a preparar un poco de pasta hervida para comer.

Laura entró en la cocina para preguntarle:

  • Marc, ¿Dónde esta la mamá?. ¿Cuándo vuelve?.

  • Cariño, mamá esta trabajando, volverá para cenar. Hey, ¿te apetece de postre un poco de helado de fresa?, le dijo.

Laura asintió con la cabeza y abandonó la cocina corriendo.

Marc puso la radio mientras limpiaba los cacharros, todo era repetir los mensajes con las recomendaciones del gobierno y se había instaurado el toque de queda de diez de la noche hasta las seis de la mañana.

Después puso la mesa y se pusieron a comer, él sin apetito, los macarrones con tomate.

Tras ello dejó a la niña en su cama para que hiciera algo de siesta, mientras incapaz de trabajar, se puso a ver en los programas de noticias.

La preocupación por la crisis mundial y el nerviosismo e inquietud por Ángela, crecía en el interior de Marc y su paciencia comenzaba a abandonarle, al fin sin poder contenerse, cogió el teléfono y la llamó al móvil, tras sonar durante unos segundos su dulce voz respondió:

  • ¿Dime?.

  • Soy yo, ¿Cómo estás?, respondió con alivio al oír su voz.

  • Hola cariño, dijo ella. Estoy bien, tengo mucho trabajo atrasado pero espero salir del despacho sobre las ocho. Hay mucho lío en las calles, y soldados patrullando por todas partes .Esta lleno de controles donde te paran y te piden la documentación antes de dejarte continuar. Luego le pregunta:

  • Qué tal la nena?¿Ha comido?.

  • Esta bien, he hecho para comer macarrones con tomate y luego se ha tomado un helado de fresa, le he dado el jarabe y ahora esta haciendo la siesta.

  • ¿Has comido algo?, le preguntó Marc.

Su risa suena a través del móvil mientras le responde:

  • Como nos malcrías, eres un sol. Si, me he comido un bocadillo en la cafetería de aquí al lado. Bueno, te quiero, pero te voy a dejar, a ver si termino con todo esto de una vez, continúa ella.

  • Yo también te quiero, tengo muchas ganas de verte, ve con cuidado cariño y no tardes, se despide él.

Marc dio por finalizada la llamada y ya más tranquilo trabajó durante un rato, luego despertó a Laura y le dio la merienda.

Cerca de las ocho de la tarde y como la niña estaba entretenida con sus muñecas, Marc sacó del frigorífico una pizza congelada y se dispuso a freír unas patatas para cuando llegase ella.

Eran las nueve y Ángela seguía sin aparecer, puso la mesa y cenó con Laura, luego a las diez la acostó. Se hicieron las diez y media y sus nervios estaban a punto de estallar, permanecía con la vista puesta en el móvil, esperando una llamada que no se producía.

Unos minutos después, para su alivio, escuchaba las llaves que intentaban encajarse en la cerradura, así que se dirigió hasta la puerta y la abrió para encontrarse con Ángela.

Su rostro estaba pálido y desencajado y presentaba una expresión de terror. Se arrojó en sus brazos y comenzó a llorar.

Los ojos de Marc se posaron en ella, preguntándole qué le había pasado con la mirada.

– ¡Cierra!, ¡cierra la puerta!. Un vecino borracho me ha atacado, le habló asustada.

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