La Máquina del tiempo Del Doctor Incógnito.

La Máquina del tiempo Del Doctor Incógnito.

tranen cai

19/10/2014

Érase una vez un hombre que usaba los 10 dedos para señalar.  «Un, dos, tres;  me quedo con el cielo. Cuatro, cinco, seis, me quedo con la tierra.  Siete, ocho y nueve,  navego por el mar. Y diez, diez, diez…y me quedo sin dedos, y vuelvo a empezar». Un día, harto ya de encallar siempre en el mismo dedo, el décimo, se dedicó a viajar. Buscó esa belleza que se deja señalar, ya que sólo le quedaba un dedo libre.  ¿Pero…donde encontraría belleza tal?  Porque la belleza se llena y se vacía sola, enredada como suele en su propia madeja: porque la belleza no nos mira, pero exige de toda nuestra atención. Y el disponía de un solo dedo.

“Hijo, recuerda que la belleza que no va asociada al dolor es costumbre, es rutina. “

–“Mierda”, pensó nuestro hombre.  Porque estas eran  palabras de su padre, y él tenía gran respeto a las palabras de sus mayores. Y tampoco lo olvidemos, el dolor duele.

–“Pues haré un viaje fuera del tiempo, donde la rutina no me encuentre”, dijo.  Y acto seguido esa voz, esa voz, ya saben qué voz, preguntó: “¿y cómo vas  a hacer un viaje fuera del tiempo, cómo?”

–“Las personas también somos lugares, si encontramos quien nos habite.  Y hay personas que se han salido ya del tiempo,  personas que vagan por sus recuerdos aún vivos: esas personas son los viejos.  Viajaré de uno a otro, viajaré entre ellos, viajaré por sus recuerdos. Así viajaré fuera del tiempo.”.

Y dicho y hecho: inventor no era, pero nadie lo es hasta que le da por inventar. Y el inventó: una máquina que, barca sin remos, navegaba por entre los recuerdos de las personas mayores, los viejos para entendernos.  Y para probarla, como doctor en psiquiatría que era, pidió el traslado a la institución mental del buen pastor, famosa por la longevidad de sus locos. “Así tendré de todo un poco”, se dijo a sí mismo.

–“Si, si, si…” decía nuestro hombre, mientras trabajaba en su máquina, mientras revisaba sus lecturas, mientras buscaba sus sueños en sueños ajenos. “Si, si, si…”, dijo al descubrir que los sueños viven, libres, en un mundo de colores nuevos sin daltónicos que los refrenden.  ”Si, si, si”, dijo al descubrir  que los sueños no eran soñados, sino que nómadas se paseaban, de noche y de día, por las cabezas de los ancianos. Y  un “Si, si, si” hubo  también cuando, finalmente, descubrió que los sueños habitan en su propio mundo, isla de consciencia en la que naufragamos cada noche. Y ya no hubo más  “Si, si, si” porque de repente, un  día, dejó de oírse la cantinela.

–“¿Alguien sabe dónde está el doctor?”, se preguntó mucho,  durante un tiempo, en aquel  asilo-manicomio. Pero todas las respuestas  situaban al doctor a lomos de la incógnita: “no, no, no.”  Finalmente la marea de la ignorancia, famosa por bajar y nunca subir, se llevó el recuerdo del doctor. No su plaza, en la que se puso a otra persona. Ni su trabajo, que quedó cerrado en un cuarto del sótano: su extraña máquina, las lecturas de los pacientes, y las miles de hojas que la maquina escupía cuando se encendía. Todo ello permaneció en el cuarto. Todo y así permaneció por años,  hasta el día en que su trabajo fue rescatado. Pero… ¿por quién? Por el becario Ozimandias: que así se hacía llamar el joven becario que leyó, leyó durante toda su adolescencia porque otra cosa no conseguía hacer; que siguió leyendo durante la época universitaria, ya que no encontraba quien le untara ese barniz universitario del que tanto había oído hablar; y que finalmente leyó, lee y leerá porque es lo que ha hecho toda la vida. Leyó hasta que un día una llave olvidada abrió una puerta oxidada, y una máquina anticuada volvió a ver la luz: la máquina del tiempo del doctor incógnito:  ‘incógnito’ ,porque no nos acordamos, ni siquiera nosotros del nombre del doctor que la creo; ’máquina del tiempo’, porque era una máquina que viajaba entre los recuerdos de los viejos y los locos,  que como todos sabemos están fuera del tiempo y de la realidad:  ‘La’, porque en el femenino singular radica el evangelio y el origen y un nombre: Eva. Y Eva, porque así se llama mi enfermera: 

–“¿Qué tal has dormido hoy, F. ?”

Pues bien, gracias. Pues sí, soy huésped de un sanatorio. Y un accidente y una traición, la de memoria, me trajeron aquí.

1.

El señor Mostaza.

–“Vete vistiendo, que hoy hace bueno y os vamos a sacar al patio. Vengo en un rato”.

Voy. Me visto, me estoy vistiendo, ya me he vestido.

–“Noc, noc”: unos nudillos le prestan voz a la puerta.

–Hola F. , ¿puedo pasar?

Es El señor Mostaza, mi doctor, nuestro doctor. El señor Mostaza, el hombre que camina entre los locos, tratando de zurcir nuestros caminos. Con él viene otro hombre, se diría hecho de sombras, todo él.

–Te presento a Señor Amarillo, es el hombre que ha venido a ayudarnos, como te comenté.

Y mientras el doctor entra en la habitación la puerta guarda, junto al marco, el recuerdo de unos nudillos: el toc toc que se quedó con mi permiso, con la posibilidad de mi intimidad, con mi soledad.  Que frágil es la soledad, el silencio, que inútiles las puertas. Al menos para el las abraza desde dentro.

— El señor Mostaza: Los viejos están desapareciendo, y no soy yo. Ya sabes el pasado que tiene la institución, todas estas desapariciones que se han venido sucediendo desde siempre,  y para remate el desgraciado caso del doctor incógnito…en fin. El tema es que desde el ministerio están preocupados, y quieren pruebas de que estáis bien aquí. Y para demostrarlo, y salvaguardar el buen nombre de la institución, está aquí Señor Amarillo. Él es un detective con una gran experiencia: fue policía y fue soldado; fue, como todos, el verbo que la vida le dejó rimar.

Y me señala a Señor Amarillo. Señor Amarillo sigue junto a la puerta, mirándola, consciente sin duda del eco que aún vive en la puerta, de esa voz de nudillos que entre las vetas de la madera retiene a mi soledad.

–Encantado Señor Amarillo. Pasa, por favor.

Y pasa, con ese paso lento, prudente del que tiene todos sus pasos encadenados, pero algunos eslabones rotos.  Es un hombre alto, pero porque su tamaño no le deja ser pequeño.

–La idea, F. , es hacer pasar a Señor Amarillo por un paciente. Y para no despertar sospechas, tú podrías ayudarnos. Sé que los locos te respetan, y así podríamos averiguar qué es lo que está pasando. Ye hemos hecho el ingreso de Señor Amarillo, ha sido fácil, sus antecedentes psiquiátricos han ayudado. Creo que podríais entenderos. Podrías acompañarle al patio, presentarles a los enfermos…

Podría. Podría porque ahora estamos todos detrás de una misma puerta. Y eso une. Ahora hay aquí tres hombres, entre pacientes, detectives y doctores; aquí hay ahora una intriga. Nervioso, el autor de los “Noc noc” se frota las manos, se acaricia los nudillos. Creo que le gustaría encontrar otra puerta para poder seguir avanzando, otra superficie sobre la que imponer la tiranía de sus nudillos, pero no puede. Ahora, como todo hombre tras una puerta, está expuesto, indefenso ante el tiempo.

–Tic, tac, tic, tic, tac.

Parece que lo sabe, porque se acerca al armario de la pared, burla de todo lo que una puerta puede ofrecer, y comienza a golpearla suavemente con los nudillos:

–Noc, noc, noc.

–Tic, tic, tic, tac, tac, tac.

–Noc ,tic.

–Noc ,tac.

Este duelo entre el tiempo y los nudillos del doctor me está poniendo nervioso, así que decido intervenir, hablo:

–Bueno, en realidad los locos no están desapareciendo. Van y vienen, lo que no sabemos es adónde van cuando se van. Si quiere que Señor Amarillo me acompañe en los paseos por el patio, bien. Aunque si os soy sincero, no creo que la mejor forma de saber de la ola sea preguntarle a la orilla.

Mientras hablo Señor Amarillo toma notas, frenéticamente, en una pequeña libreta que ha introducido dentro de la habitación. Hombre de sombras como es, parece que esas líneas que escribe sobre el papel son su ancla, su única ligazón al mundo: sin ellas se desharía en vapor de sombra, en aire de esquina: la libreta es su puerta desde el  mundo de sombras que habita. La urgencia, la ansiedad con la que agarra el cuadernillo parece avalar esta teoría.

–El señor Mostaza: F. , permíteme que te hable ahora como tu doctor: ya hemos hablado, y mucho, sobre esa metaforaización impulsiva tuya. Quedamos en que te esforzarías en no esconder la realidad detrás de una almohada de palabras, pero estás volviendo a recaer. ¿Ves la cara de Señor Amarillo? No ha entendido nada.

En efecto, la cara de Señor Amarillo se ha llenado de interrogantes, mientras que la página de su libreta permanece vacía.

–El señor Mostaza: Veras, Señor Amarillo, lo que F.  ha querido decir es que hablar directamente  con los locos no va a proporcionarte información útil, aunque yo no estoy de acuerdo.

–Señor Amarillo: Hechos, por favor, necesito hechos para trasladarlos al cuaderno, esa es la clave de toda investigación. Veamos: tenemos pacientes que desaparecen pero no desaparecen del todo, porque luego vuelven a aparecer, sólo que lo hacen en lugares diferentes, y alejados de la institución. Incluso tenemos varios casos extremos de pacientes que han aparecido en otras vidas, en otras épocas. ¿Es así, El señor Mostaza?

–Sí, eso es.

–Bien. Este último extremo es un tanto extraño, pero parece probado en el momento en el que los registros de pacientes de la institución y los registros de pacientes del propio ministerio parecen no estar coincidiendo. ¿Es así, El señor Mostaza?

–Sí, eso es.

–Bien. Y todo esto se destapó el día que un paciente desaparecido, K. vino a reclamar efectos personales de gran valor emocional, y vino habitando una vida de marido y contable bien colocado que no se correspondía con su historial en la clínica. ¿Es así, El señor Mostaza?

–Sí.

–En ese momento, y en aras de la coherencia, la clínica hizo lo que parecía más adecuado: internar de nuevo al nuevo señor K., para devolverle a su estado anterior y correcto, que era el de un enorme insecto gigante.

–Bueno, más o menos. Verá, habíamos conseguido grandes progresos con el señor K., y cuando le vimos con un retroceso tan franco en su estado, creímos que lo mejor era revertir su estado al inicial, para poder volver a aplicarle los tratamientos que tan bien le habían ido.

–Bien. La cosa es que la nueva vida del señor k. ya había echado raíces en el exterior, y aparentemente por varios años, mientras que la desaparición del auténtico señor K., el insecto, databa de menos de una semana. ¿Es así, El señor Mostaza?

–Si, si, esa es la parte que lo complica todo.

–En efecto, ese es el problema que trae en vilo al ministerio: la enorme diferencia entre los papeles impresos y la vida; el hecho de que los registros del ministerio puedan estar reflejando datos incorrectos sobre un ciudadano. Esto no puede consentirse. Vale que pueden desaparecer algunos pacientes, eso le puede pasar a cualquiera. Y  en este caso, dado el historial de la institución, podría llegar a considerarse marca de la casa. Pero todo ha de quedar registrado, ¿lo entiende, El señor Mostaza?

–Sí.

–Por ello vamos a empezar por los registros de la institución, hay que comprobar que tienen ustedes el mismo número de fichas que de pacientes. Lo de la identidad de cada uno, dadas las características de la institución, quizás sea harina de otro costal.

–No crea, Señor Amarillo. Aquí tenemos un repositorio de personalidades bastante bien definido, otra cosa es que de vez en cuando se las intercambian. Pero la suma total permanece constante.

–Bien, manos a la obra pues. Mientras que ustedes preparan los registros, me propone que F.  me enseñe la institución. Me parece correcto, aunque tengo una duda: ¿No despertará sospechas mi libreta para anotar? ¿Mi actividad anotadora? ¿Mi frenesí?

–No crea, esos cuadernos son muy populares por aquí.

–Bueno, será otro modelo, no creo que sea exactamente el mismo…

–F. : A ver señores, que el tiempo se marcha, y yo quiero que me dé el sol. Entiendo, Señor Amarillo, que usted se va a cambiar y que usted, doctor, va a ir a las oficinas. Si les parece Señor Amarillo, yo me voy al patio y usted viene luego. ¿De acuerdo?

–Bien.

–….Bien.

Bien. Señor Amarillo tarda un poco más en contestar, porque a veces las distancias en el papel son mucho más difíciles de atravesar que en la realidad. Pero ya ha acabado, y ya van saliendo, aunque el eco de los nudillos permanece. Miro la puerta, miro a la que fue la guardiana de mi intimidad, y la siento violada, rota, deshecha. Tendremos, ella y yo, que aprender a vivir con eso.

Me visto, me calzo, salgo al patio.

–¡Mira, un elefante!

–¿Dónde?

–Arriba.

–¿Dónde?

-¡Arriba!

–¿Dónde?

–¡! Arriba!!

Como pinceles que no alcanzaran su lienzo, así de altas están las nubes. Pero eso a mis compañeros les da igual: ellos sí que llegan, ellos si ven figuras en las nubes.

–¡Mira, una jirafa!

–¿Dónde?

–Arriba.

–¿Dónde?

-¡Arriba!

–¿Dónde?

–¡! Arriba!!

Las nubes son como los besos de una madre: tiernos, eternos, aburridos. Y parece que va refrescando, yo me voy a abrigar.

–¡Mira, una león!

–¿Dónde?

–Arriba.

–¿Dónde?

-¡Arriba!

–¿Dónde?

–¡! Arriba!!

Nubes.

–!F. !

Es Mateo.

Mateo no está bien. Necesita ayuda. Por eso está ingresado en este psiquiátrico. Yo tampoco estoy bien, pero no me acuerdo porqué. Y también necesito ayuda, por eso estoy aquí, en esta institución: para intentar recuperar la memoria, o en su defecto que me presten recuerdos que me encajen. Y quizás tenga suerte, porque esta institución es famosa. Famosa por lo avanzado de sus estudios mentales: es la mayor del país. Y es famosa por las desapariciones de sus pacientes. Con respecto a esto de las desapariciones hay muchas historias, multitud de cuentos. A mí la versión que más me gusta es la de Mateo.

–!F. !

Es Mateo. Del que les hablo.

–Dime, Mateo.

–”Ten cuidado con esa nube, no la pises. Ni a su reflejo en el suelo. Mírala, ¿ves cómo se mueve? Si la pisas, seguro que se va a quedar con una parte de tu camino, y luego no vas a poder seguirlo…”

Mateo piensa que las nubes son lo que sueñan nuestros caminos, sobre todo los que no recorremos. Por eso, dice, el cielo del manicomio está siempre lleno de ellas. Si, Mateo es el loco de  las nubes por caminos. Se hace llamar El jardinero, y según él no son flores, sino caminos lo que poda, caminos lo que trasplanta y lo que cuida, caminos lo que riega, hace crecer…muchos aquí recurren a él para conseguir algún camino que les saque de aquí, de ellos mismos, de su locura. Mateo intenta satisfacerlos a todos. Toma las nubes y las transforma en caminos en la tierra. Y se diría que últimamente lo consigue, están desapareciendo bastantes locos.

–Mateo: “Esta cosecha viene buena, F. . “

Eso me ha dicho en más de una ocasión. Algún día tendré que ir a ver si tiene algún camino para mí.

–Aureliano: ¡F. !

De nuevo mi nombre. Me gustan los nombres. Son como barcos que los demás gobiernan y en los que nosotros navegamos. El que me llama es Aureliano, el guardián del pozo. O al menos así se autoproclama él. Es el paciente más antiguo, cuentan que nació aquí. Cuentan que nunca ha salido de la institución, incluso cuentan que está hecho de trozos de aquí. Yo no sé de qué está hecho, pero sé que está lleno de historias.

–Ambrosio, ¿qué tal el día?

–Bien, bien. Cuentan que ha ingresado un nuevo paciente, pero que en realidad no es nuevo ni paciente, y cuentan que viene a investigar los caminos de Mateo, ¿tú sabes algo?

–Si, Señor Amarillo se llama. Ha venido porque están preocupados por las desapariciones de los pacientes, al parecer están marchándose y reapareciendo fuera, en vidas que aparentemente no  les corresponden.

–Ya, siempre igual. Sólo se preocupan ahora, que no son ellos  los que controlan, ahora que los caminos de Mateo están germinando. Pero antes, en el pasado hubo también desapariciones, muchas más que ahora, pero nadie se preocupó.

–Algo he oído, el cuento del misterioso doctor Incógnito y el ala norte, la que está cerrada, ¿no?

–Si, en el sótano del ala norte es donde el doctor incognito hizo sus experimentos. Allí es donde vaciaba a la gente.

–¿Vaciaba?

–Si, con la máquina. Ahora está vieja y herrumbrada y vieja otra vez, pero fue filo, y fue voraz. El Doctor lograba con ella primero leer, trascribir después los sueños de los pacientes. El problema es que el proceso engullía a los pacientes. Luego, la máquina los escupía escritos en hermosas caligrafías. Y desesperaba el hombre, porque cada caligrafía era diferente e inteligible; desesperaba el doctor, porque se le iban acabando los pacientes, y desesperaba el gestor: los experimentos estaban generando toneladas de papel impreso, garabateado en la mayoría de los casos: ya se sabe que los sueños suelen escapar al orden de las letras. Y no sabía qué hacer con tanto papel. Así que amontonó, y amontonó, y llegó a formar una inmensa pila de papel. Hasta que llegó el fuego, el fuego que siempre encuentra, ese que es hijo del tiempo, y el papel ardió. 

–Aquello fue el origen del incendio, me imagino. No hablan mucho del incendio. Es un tema que no les gusta.

–No hablan porque el fuego, aún en el recuerdo, quema. Y a aquel incendio se debió de asomar el propio infierno, de lo fuerte que fue. Ardió el papel, la montaña de papel se hizo fuego, y bajaban los ríos de llama por ella, arrastrando hasta no sé qué mar los sueños, el mobiliario y a bastantes pacientes, que dormían en aquella ala.

–¿Y murió mucha gente?

–Nunca se ha sabido.

–Como que nunca se ha sabido…

–Nunca se ha sabido porque los locos, despojados de sueños y con fuego en la piel, empezaron a arrojarse por el pozo. Uno tras otro, uno tras otro, hasta que se contagió a la mayoría de los enfermos, y todos saltaron, saltaron y ardieron, y marcharon.

–Pero… ¿y cómo sacaron a todos esos cuerpos del pozo?

–No lo hicieron, no encontraron nada. El pozo estaba seco, y parecía no tener fondo. Vinieron policías, técnicos, algunos escaladores: nada. La nada parecía engullirlos, como si habitara en aquel pozo. Así que las mentes prácticas tomaron decisiones practicas: tiraron los restos que no ardieron, por el pozo. Tiraron las cenizas, por el pozo. A algunos técnicos, incomodos testigos, también. Y cerraron el pozo.

–¿Y tú porque no saltaste?

–Sí que salté.

–¡F. !

Es Señor Amarillo.

–Hola Señor Amarillo. Te presento a Ambrosio.

–Hola Señor Amarillo.

–Hola Aureliano. Encantado.

Que de nombres. Alguna marea está sacando los nombres a navegar.

–Aureliano: Veo que llevas un cuaderno muy bonito. ¿Te gusta anotar cosas, Señor Amarillo?

–…Si, por eso estoy aquí. Porque yo también estoy loco. ¿Verdad, F. ?

–Bueno, me imagino…

–Si, si lo estoy. Así que Aureliano, puedes confiar en mí. Soy uno de los vuestros. ¿Verdad, F. ?

–Supongo…

Es Señor Amarillo, aunque se ha vestido algo diferente. Lleva la bata de los locos, pero le delata la forma de andar: anda como buscando, anda preguntado a cada paso, pero con verbo de bota. Con lengua del que no quiere conversar, sino lamer, buscar el contenido dentro de la concha.

–Y Ambrosio, cuéntame, cuéntame: me dicen que eres uno de los pacientes más antiguos de la institución. ¿Sabes algo de las desapariciones?

De nuevo es Señor Amarillo. Aunque esté disfrazado con la bata lo sé, lo sé porque desde que ha llegado está anotando cosas en el cuaderno. Porque desde que ha llegado el sol parece estarse ocultando, se diría que no le da tiempo a enterrar todas sus sombras en el papel, y estas comienzan a nublar al sol.

–Contarte podría, sí. Los cuentos, ¿te gustan?

–Sí.

–Permíteme pues:

“Érase una vez el Doctor incógnito, un hombre con miedo a morir. Este hombre, del que no sabemos el nombre, leyó una vez que la vida es sueño, y lo creyó. Y pensó, que si lograba almacenar los sueños, rescatar y poner a salvo sus recuerdos, lograría la inmortalidad, la consciencia eterna. Así que se puso manos a la masa: ideó una máquina, mezcla de ciencia y magia, que lograba tomar los recuerdos de los pacientes y licuarlos en su forma más pura, los sueños. Los tomaba de la mente de los pacientes y los almacenaba, encriptados en un extraño lenguaje, mezcla de fórmula y hechizo. El problema es que no sabía dónde se guardaban. La extraña máquina, mezcla de piezas metálicas y piezas imaginadas, tenía recovecos a los que no alcanzaban las manos del doctor incógnito, como si el extraño artefacto estuviera mitad en este mundo y mitad en otro. Y la cosa es que los sueños, los recuerdos estaban ahí, ya que podía verlos, pero no podía tocarlos. No podía llevárselos, diseccionarlos, estudiarlos a conciencia. Esto le causó gran frustración, ya que su plan consistía en revivir sus sueños cuando quisiera, y no en simplemente dejarlos almacenados, clasificados en algún lugar. Necesitaba saber de qué material estaban hechos los sueños.  Así que continuó tomando recuerdos de  más pacientes, y más recuerdos, y más pacientes y más recuerdos, hasta que se le acabaron los pacientes de la institución mental en la que trabajaba. Pidió permiso para buscar pacientes en otras instituciones mentales, en otras ciudades… fue entonces cuando le comunicaron algo terrible: sus experimentos no eran del agrado del Ministerio. Su invento, la máquina del tiempo, como a él le gustaba denominarla:” es un artefacto lleno de sombras y supersticiones, algo incompatible con el carácter de la institución. Deberá usted abandonar el experimento y destruir esa blasfemia”.

–¡Blasfemia!, se dijo. Y lleno de rabia y silencio se dirigió a la máquina, la conectó e hizo algo que nunca antes se había intentado:

–Voy a hacer algo que nunca antes he intentado. Voy a volcar todos los sueños en una sola mente: la mía. Me los llevaré puestos, y volveré a montar la máquina en otro lugar.  No podrán conmigo.

Y dicho y hecho. Se metió en la máquina, cambió la dirección del flujo, y se puso debajo del chorro. Tal ducha de vida concentrada, tantos recuerdos destilados, soñados a la vez fracturaron la realidad: se creó un portal, una grieta dimensional a otro mundo: la tierra de los sueños. Y para allá que se fue el buen doctor, dejando los sueños de sus pacientes atrapados en la máquina.  Luego todo explotó un poco y se incendió mucho, y la maquina quedó relegada a un rincón. Hasta que un becario, Ozimandias, buscando un rincón donde fumar algo que le provocara sueños, encontró a todos estos encerrados, en la máquina. Atónito por el hallazgo, dedicó años de estudio a encontrar y encontró: había una única  forma de poner en marcha la máquina: un elegido. Un hombre con la cabeza vacía, un hombre capaz de hacer de receptáculo de todos los y de cada uno de los sueños que estaban atrapados allí. Fin. “

–-Y ese elegido, ¿quién es?

–No se sabe, las profecías se suelen colar entre nosotros de incógnito. De repente están ahí, llenas de misterio pero vacías de detalles. Lo único que sabemos es que del gran incendio, en la montaña de fuego se forjo el destino del elegido, se marcó en un objeto: una pluma. Dorada, viva al fuego. Pero no sabemos más.

–…pero no sabemos más…un momento, ¡un momento!, que habla usted muy rápido.

Señor Amarillo se está esforzando mucho. Mucha información que escribir. Escribe y escribe, pero no le da tiempo, y está dejando todo el suelo sucio de palabras sin anotar, y la deriva a la que ha abandonado su paso le lleva, nos lleva junto al ala norte, junto al pozo.

–Aureliano.

–Dime, F. .

–¿No decías que el pozo estaba cerrado?

–No siempre. A veces lo abrimos.

– ¡Pero es peligroso! ¿Y si se cae alguien?

–Señor amarillo: A ver, ya he acabado de anotarlo todo. ¡Qué bien!, casi he llenado otro cuaderno. Por cierto, ¿este es el pozo? Hicieron bien en cerrarlo. ¿Esta hondo? Me asomo…………..

Se asoma, se enfrenta al abismo, pierde, cae: por eso hay tantos puntos suspensivos. Continúan hasta lo que haya en el fondo del pozo.

–¡Aureliano! Señor Amarillo se ha caído.

–Ya. ¿Te quieres asomar?

–Vale.

Vale. Y me asomo, y veo esa oscuridad que no es oscuridad sino es distancia, y veo… ¿estrellas?

–Aureliano:¿Entiendes lo que ves? ¿Sabes lo que significa?

–¿Las estrellas son en verdad puntos suspensivos?

–Enfermera, gritando desde lejos. Desde la puerta del comedor, concretamente: Se hace tarde, se acerca la hora de la comida. Tenemos que volver adentro. Llamad a Señor Amarillo.

— Aureliano: Nos vemos mañana.

Me vuelvo a asomar al pozo. Y un nuevo cielo parece reflejarse en el fondo, y Aureliano, que se ha asomado conmigo sonríe, y sonríe Aureliano y sonríe su reflejo,  que su reflejo nos está mirando.

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