Cinco relatos que como cinco sentidos, me han evocado todo un novedoso mundo de sensaciones. Con ellos, he saboreado manjares que los demás mortales jamás degustarán. He olido fragancias creadas por verdaderas brujas de la Edad Media y que me transportaron allí donde los más fantasmagóricos bosques crearon barreras naturales que ni los mismísimos héroes de la época se atrevieron a cruzar. He oído el sonido de la guerra, el galopar de los caballos y las afiladas hojas de las espadas entrechocando. He visto la vida y he visto la muerte, y hasta he tocado las gélidas paredes de un nicho.

Cinco relatos que me han sustraído, abducido me atrevería a decir y donde la imaginación se funde con la realidad, mi realidad; porque existen tantas realidades como personas habitamos este mundo.

Invito a todo aquel que tenga interés por conocer mi mensaje, a que se evada leyendo estas cinco historias; pero con una única condición: tiene que tener la mente abierta, el corazón puro y la imaginación desenfrenada

                                        

Siete siglos amándote.

 

 

Me llamo Onofre de Sort, y tú que me estás viendo ahora, te preguntarás que

hago aquí, posado sobre una alta y saliente gárgola, cual ave nocturna que

otea, a la luz de la luna y hambrienta de presa. La noche envejece conmigo y

apenas corre gente ahí abajo en las cercanías de mi estimada catedral. Oigo

el canto taciturno de una lechuza; pero no la veo. Huelo la sangre de animales

cercanos; más no sabe como la de los humanos. Sí, soy un vampiro, y aquí lo

cuento.

 Un recuerdo es la evocación de un suceso pasado, y este es el mío.

Corría el año de nuestro señor de 1175, y vamos a viajar a la región catalana

del Alto Ampurdán. Llers era una pequeña villa que presumía de castillo, huérfana

de montañas y asolada por la Tramontana. Su término andaba por aquellas fechas,

ampliamente fortificado, dada su situación fronteriza. Al abrazo de un río y banda

de Levante, una vía romana limitaba con los condados de Besalú y Empúries-

Peralada. Vine por primera vez, joven, demasiado, para la empresa que sin saber,

iba a acometer. Andaba yo entretenido en convertirme en un galeno de pro y no se

me daba mal como estudiante, cuando un compañero de aposento en la facultad,

así me dejó caer una noticia, que me sustrajo de huesos, disecciones y

enfermedades, para evocarme ese remoto pueblo de   Gerona, el cual yo ni

conocía. Me llenó la cabeza de emociones y el alma de sensaciones cuando me

habló de un tal Guifred o conde Estruch, que fue enviado al castillo de Llers por el

mismo Alfonso II de Aragón, y allí fue asesinado.

Corrían furtivas voces entre la gente del pueblo, que en vida renegó

de Dios y de la iglesia. Que invocaba a engendros y adoraba demonios. Poco

se supo de su asesinato, y ese oscurantismo y su sacrílego pasado, alimentó

una historia en la que se contaba que endemoniado él, al morir se levantó de la

tumba en forma abominable y se dedicaba a chupar la sangre de los lugareños

y fornicaba a las jóvenes bien parecidas, que luego dejaba preñadas. Fruto de

ello, daban a luz entes monstruosos, que por fortuna morían al poco de nacer.

Mi corazón dio un vuelco y mi pensamiento se abrió a aquellos raros

fenómenos. Me olvidé de facultativos y con la única compañía de un par de

libros tratantes de vampiros y demonios, y unos pocos reales de plata, me alejé

de la gran Barcelona, para errar media región, así hacia la villa de Llers.

El día anterior caminé más que nunca, y es que un labrero me dijo que me

quedaba menos de un día a pie, para llegar a ese pueblo que tanto me atraía,

como el pétalo a la abeja. Dormí bajo una encina y me desperté con las

primeras voces de la mañana. Empezaba un nuevo día y después de

agenciarme unas sosas viandas de pan de centeno y un trozo de queso con el

que me obsequiaron unos amables lugareños, hice último camino hacia Llers.

Mis botines de modesto estudiante, enseñaban ya uno, dos dedos del pie y el

otro tres, de pedregosa que era la dehesa que negociaba. No caminaba solo. A

veces se me cruzaban brincadoras liebres que emergían de los matorrales que

había abrazando el camino. Los jilgueros cantaban trinos de celo, mientras que

más alto en el cielo, el rey gavilán planeaba al viento peinando con su

inmejorable vista, el manto verde de la planicie. El joven sol aún no se cebaba

sobre mi cabeza descubierta y se agradecía el frío beso del viento en mi cara,

cuando soplaba de Tramontana. Las montañas habían desaparecido ahora,

como si la caprichosa madre naturaleza se hubiera olvidado de aquel lugar, el

día que lo creó. Llevaba ya un largo trecho recorrido, cuando me pesó la

incontinencia y me vi obligado a vaciarme, para luego descansar posaderas, al

duro asiento de una piedra. Relajé las piernas, cerré los ojos y abrí mi mente.

Entonces ausculté los ecos del viento al atravesar los árboles y el murmullo de

un río, que antes no había visto; pero que no andaba lejos. Inspiré para buscar

nuevas sensaciones y doy fe de que las encontré; aunque mejor narrado… me

encontraron a mí. Un ruido de pasos arrastrando tierra, me sustrajo y…

  • ¿Te ocurre algo, muchacho?

¡Demonios, qué si me ocurría!  Aún no quise ni abrir los ojos, de bien que

aromaba aquella mujer, pues la dulzura de su voz y su fragancia, eran dones

que no dejaban lugar a dudas. Olía a jazmín, rosa y a clavel. Pensé que el

divino me enviaba una Eva del paraíso. Persistí con los párpados abajo, no

fuera a que al levantarlos, me llevara una decepción, de tan pura y hermosa

que la estaba imaginando.

  • No quisiera interrumpir tu reposo; pero tampoco quiero continuar mi

camino, con esta duda que me asalta. – su voz era música para mis oídos.

Cuanto más hablaba, más embriagado de ella me quedaba. El acicate que me

faltaba, fue su mano posada sobre mi mejilla. Su palma no era suave, era tul,

seda y fino terciopelo. Se me erizó el vello y empecé a sudar, como ese niño

cuando recibe un beso en la boca por primera vez. Ya no pude contenerme

más y me enfrenté al miedo de que la percepción fuera menor que mi

expectativa. ¡Virgen santa, que regalo de dios! Yo gustaba de sombra, ella le

hacía un guiño al sol, y este también parecía atraído por ella, pues le enviaba

luminiscentes rayos, haciendo que la viera como una aparición, y por

momentos, juro que lo pensé.

  • Vaya cara que se te ha quedado… ¿acaso al abrir los ojos, has visto

algún ente tenebroso?

  • ¡Veo un ángel, y no puede desprender más luz!

     

  • Se agradece el cumplido. – me respondió ella, y el blanco roto de su

cara, se oscureció de sonrojo.

  • No soy amigo de cumplidos. Suelo decir siempre lo que pienso.

     

  • ¡Pues aún me quedo mejor!  ¿De verdad que no te pasa nada?

     

  • No más que cansancio. Llevo varias jornadas caminando y casi siempre

al relente.

  • ¿Y no has hecho posada?

     

  • No… conservo unos pocos reales de plata y prefiero gastarlos en mejor

empresa. Por cierto… ¿Sigues la misma ruta que yo?

  • Voy camino de Llers.

     

  • ¡Igual que yo! ¡Bendita casualidad!

     

  • Qué aún será más interesante si me haces de caballero protector…

     

  • ¡Voto a bríos, que aunque no sea hombre de espada, prometo

salvaguardarte!

  • ¡Je je! ¡Vaya!  Me conformo con que me entretengas con tus historias,

que la planicie es un desierto verde, los árboles son contados y apenas se

cruzan por aquí lugareños.

  • ¡Hagamos camino entonces! – y como una campera liebre, salté más

que me levanté, de la piedra que me soportaba, y ya me veía tan recuperado,

que la hubiera llevado en brazos hasta el pueblo, si hubiera sido menester.

Dado que en tan poco rato, habíamos congeniado tanto, ella necesitó de un

tiempo de silencio para dejar ir su rubor y yo respeté su decisión. Lo que no

dejé de hacer, fue admirarla. Vestía una ampulosa túnica de lino, ocre como la

arena, y tan larga era que según caminaba, la arrastraba. Maldije la timidez de

ella o la desmesura de la costurera, pues por más que grácilmente caminaba,

no logré ver ni un atisbo de lo que serían las piernas más hermosas de la

creación. Al no llevar sandalias, sino botines como yo, tampoco pude ver cómo

eran sus pies. Me conformaba con sus manos, y lo mejor, el rostro más bello

que un hombre puede ver. Si lo hubiera imaginado, no alcanzaría a evocarlo

igual. Era doncella. Lo supe nada más verla, pues no llevaba sayal, ni manto ni

moño, ni recogido. Su pelo caía suelto hasta la cintura, como una cascada de

miel, de dorado que era. Jamás tuve la sensación de enamoramiento, hasta

ese momento. Ansiaba hablarle. Romper su extraña política del silencio. Pero

tal vez yo fuera aún más tímido. Ella me animó a que la acompañara, pues no

quería hacerlo con la única compañía de la naturaleza que nos rodeaba y en

cambio, me lo pagaba con el mutismo más absoluto. Mil gracias di a cantores

ruiseñores, a sus competidores los jilgueros y al azote de los fuertes vientos,

que me amenizaban la marcha. De vez en cuando y ya sin disimulo, la miraba

a la cara y me sonreía. Que maravilloso cúmulo de sensaciones al dibujarse

aquella curva en su rostro. Hasta los pliegues de la piel, los tenía bonitos. De

nuevo aquel sentimiento de vital atracción, y ni siquiera sabía su nombre.

  • ¡Me llamo Sara! – y así y como si me leyera el pensamiento, me habló

por segunda vez y no podía dejar que volviera a encerrarse en los aposentos

del castillo de su introversión.

  • ¡Soy Onofre de Sort!

     

  • Es placentero conocerte. Y si me permites la licencia, cuando te has

nombrado, has elevado el mentón, sacado pecho y apretados los puños. Así

que… o yo soy muy observadora, o tú tienes noble descendencia.

  • Noble, no. Pero tampoco limosneros. Mis padres sólo me concibieron a

mí y ello les permitió durante muchos años y el fruto de su trabajo, hacer

acopio de ahorro. Les doy gracias miles, por traerme al mundo, por darme tanto

amor y por último, poder cursar estudios en la facultad de medicina.

  • Un galeno… interesante. Y dicho esto… me obligas a que te formule una

pregunta…

  • ¡Hazlo!  Y serás respondida.

     

  • Si tanta parece que es, tu ilusión por convertirte en médico… ¿qué es

tan importante, que te ha llevado a dejar temporalmente la facultad y recorrer

media región, para acabar en Llers, un pueblo fortificado, asolado por la

Tramontana y con unos paisajes, que cuando los ves, parece que caminas por

el fin del mundo?

¡Maldita fortuna la mía!  Estaba conociendo a la única mujer que hasta el

momento, me había robado el corazón y ahora si le hablaba del verdadero

motivo que me llevaba hasta allí, la decepcionaría, o mucho peor, tal vez me

tomara por loco. No soy hombre de mentiras y pronto me delato.

  • …el conde Estruch…

     

  • ¿No será… ese que atemoriza tanto a los lugareños, que cuentan que

murió asesinado y que en vida amigaba con demonios y fuerzas ocultas,

además de chupar sangre y dejar preñadas a jóvenes y a saber que felonías

más?

  • …el mismo, Sara. Y veo que también has oído hablar.

     

  • No más que supercherías. Una leyenda que parte de la imaginación de

algún perturbado. Los vampiros no existen y menos en Llers. Lo que sí abunda

es el campesinado y son personas de fe, lo que las hace más vulnerables a

falsos profetas, caza vampiros y otros vendedores de sueños. Llegan a estos

remotos y pequeños pueblos y se otorgan profesiones y dones que no tienen

y así exprimen a los crédulos campesinos, sacándoles algún emolumento,

pues nunca se van de vacío. Para mi entender, estos bufones, son los

verdaderos chupasangres. Y tú Onofre, que algún día serás hombre de ciencia,

no deberías perder tu tiempo en tan escabrosos menesteres.

A la vista de tamaña perorata, era mejor correr un tupido velo y desviar la

atención.

  • Sara… ¿Y qué es lo que te trae por Llers?

     

  • Una prima muy querida mía, que padece una grave enfermedad y está

sola. Espero que mis cuidados y mi cariño, puedan darle vida y si no, al menos

que tenga compañía.

  • Bendita obra la que vas a hacer. Por cierto: no te he preguntado de

dónde eres.

  • Lo acabas de hacer. ¿Qué de donde soy? ¡Soy del mundo!

A lo que no supe responderle. Me quedé mudo y no sabía si maldecirla o

admirarla; pero la cuestión fue que su contestación me desarmó. Aún y así, se

la veía algo irritada y siguió dejando ir titulares.

  • La gente que me acaba de conocer, siempre hace la misma pregunta.

Parece que antes de saber qué clase de persona eres, es más importante la

procedencia. Entonces, según de donde digas que seas, ya te hacen un juicio

previo. Por eso y perdóname; pero me irrita la dichosa pregunta. Así, que si soy

buena, que lo soy; lista, que no ando corta; dicen que bella, ahí yo me callo, y

encima, doncella de casta y señorío… ¿qué más da de dónde vengo? ¿No

sería más interesante y productivo, conocer a dónde voy y que voy a hacer?

Ahí ya me acabó de enamorar. No sólo era la mujer más hermosa que mis ojos

vieron; sino que su oratoria y su inteligencia, nada tenían que envidiar a los

más insignes catedráticos.

Había planteado en mi pensamiento dos preguntas, antes de formularle la

primera; pero a la vista de su gran capacidad para darle un giro a las cosas,

opté por guardármela para más adelante. Mi segunda intención era preguntarle

la edad; aunque pecara de cierta descortesía y es que la miraba y la curiosidad

me corroía las entrañas. Caminaba junto a una mujer de rostro impoluto, que

tenía la vitalidad de una de veinte, el físico de una de treinta y la inteligencia de

cuarenta. Dicho esto, mi corazón me decía, que Sara no tenía años, tenía

primaveras… ¡uf!  Empezaba a sentir una extraña dependencia y no podía

controlarla.

Y así hicimos camino. La mañana dio paso al mediodía y después de un

necesario receso, donde compartimos unas escasas viandas que a nosotros

nos parecieron manjares, pacimos una obligada siesta y luego retomemos la

marcha, acelerando el paso, de buen acopio que hicimos. Andábamos

distraídos en un debate imposible, donde uno defendía la existencia de

sucesos extraordinarios, y el otro, el método científico, cuando un perro y con

más cruces que la entrada de Toledo, salió de un campo adyacente a nuestra

derecha y nos ladró tanto, que parecía poseído. Aparecía con un ojo azul y el

otro vacío. Echaba espumarajos por las comisuras y su corto pelaje, dejaba ver

una musculatura, tan tensa que asustaba sólo de mirarle. Hasta la corta cola la

tenía tan espigada, que pensaba yo que si me daba con ella, me la clavaba.

Empecé a sudar de miedo y el animal me lo notó. Saltó toda su masa sobre mi

pecho; pero presto lo esquivé. Cayó contra unas zarzas y mientras aullaba

dolorido y se debatía convulso por salir de la pinchosa maraña, cogí del suelo

una rama caída y a brazo alzado, me fui a por el can para rematarlo. Justo

cuando ya el palo caía hacia su lomo, algo me agarró la muñeca y lo hizo con

tal dulzura, que me detuve en el aire y ya me fue imposible asestarle.

  • Deja con vida a ese perrucho, que bastante tiene con esas

deformaciones y a saber el maltrato que habrá recibido de su amo, si es que lo

tiene.  

¡Era Sara, y me hablaba en voz baja y con un tempo y una paz, que me calmó

de golpe!  Dejé caer la rama y ella acarició mi muñeca. No se conformó y se

fue para la zarzamora y al llegar frente al perro, que se agitaba sangrando y

aullando de dolor, temí por que la mordiera. Ella extendió el brazo izquierdo y

posó su mano sobre el sangrante estómago del cánido. Este, lejos de

revolverse y morderla, dejó de aullar, quedose quieto y asombrosamente

lamió su mano. A lo que Sara y con una fuerza impropia de su condición de

mujer, cogió el perro con ambas manos por debajo y lo sacó de la maraña de

la zarza. Aquel can, bien pesaría tanto o más que ella; pero lo llevaba asido

como un retoño y su angelical rostro no mostraba ni un signo del tremendo

esfuerzo que costaría sostener aquella mole perruna. Luego lo dejó posado en

el pedregoso suelo. Ignorándome, pues sólo tenía ahora ojos para el perro,

abrió un saquito que llevaba colgando del cordel atado a la cintura, y de él sacó

unas hojillas que no supe clasificarlas. Eran tan verdes como sus ojos y aún y

en la distancia, me llegaban fragancias. Aromaban a menta; pero no tenían la

misma forma. Las repartió una a una por las heridas más sangrantes del

animal, y ya acabé de perder todo el entendimiento y dejé de creer en la

ciencia, para adentrarme en el oscurantismo de la magia. Magia que aconteció

sobre aquel perro, ya que las hojillas empezaron a desaparecer como

engullidas por los cortes de las espinas de la zarza, y cuando ya no vi más hoja

sobre el leso cuerpo del can, allí donde se pusieron, ni hoja ni herida; había

desaparecido todo el mal. A lo que mi pasión se desbordó ante aquel hecho

sobrenatural.

  • ¡Dios santo! ¡Has hecho verdadera magia!

     

  • La magia es el arte de convertir lo ordinario en extraordinario, y yo sólo

me he limitado a colocar unas hojas medicinales sobre sus heridas, y estas han

ayudado a que cicatricen. No es magia, es sanación.

  • ¡Pues yo que ando acabando estudios de medicina, no he visto nada

igual!

  • ¡Te traiciona la pasión, y te ciega el corazón!  Si fijas bien la vista, verás

que las heridas no han desaparecido; pero sí se han cerrado tanto, que da

sensación de una curación milagrosa; más no lo es. Conozco plantas que

dormirían a un oso y otras que despertarían a una marmota. La naturaleza está

por descubrir, y apenas le sacamos beneficio.

Después de escucharla, no sabía si realmente estaba enamorado de ella, o de

su forma de hablar. Al poco, el perro se levantó y como si nada hubiera

acontecido, esquivó la zarzamora y se perdió entre otros matorrales no

pinchosos. Sara me miraba imperturbable y con un brillo que me mataba de

pasión. Iba a hablarle, cuando ella me puso la mano en el hombro y con la otra

me señaló hacia delante y algo arriba. ¡Un castillo vi! Dominaba sobre una

loma, y escalonadas como custodios de su magnificencia, un sinfín de casas y

cabañas, las menos, salpicaban de tonos marrones, los bancales sobre los que

se asentaban. Escasos los árboles y abundantes los matorrales, rompían con

sus grises y verdes, la armonía ocre de las paredes de aquellas sencillas

construcciones. Al pie de la loma, la planicie se convertía en campiña y en

toda su extensión, se atisbaban labriegos y ganaderos: según unos trataban la

tierra y los otros pastaban, o rebaños o piaras. Una valla fortificada, nacía en la

primera casa y moría quien sabe dónde, pues se dejaba de ver en cuanto

abrazaba el codo de montaña. No había casa sin chimenea, ni humo que no

saliera. Qué buena calor darían aquellos fuegos a tierra, y que mejores asados

se harían sobre sus ascuas, pensé yo. Elevé la vista al cielo, y bancos de

golondrinas, bailaban la danza del viento, entre planeos fugaces. Cantaban los

gallos en los corrales y los ruiseñores en el mar de trigo. Que buen momento.

Estaba llegando a la para mí, ansiada villa de Llers, y lo hacía en la compañía

de una diosa de la naturaleza.

  • ¡Hela aquí: la villa de Llers!  Pero ten mucho cuidado, y que no me

entere de que un vil vampirillo, te deja seco de sangre… ¡ja ja ja!

Hasta para rozar lo pedante, Sara era un compendio de gracia. Iba a

responderle con una gracia sin gracia, cuando se adelantó unos pasos, y su

brazo y mano derecha se extendían para señalarme un sendero que

serpenteaba en ligero descenso, a nuestra izquierda.

  • La casa de mi prima, se halla al final de este camino. Está algo apartada

de la villa y metida entre bosques. Debo apresurarme si no quiero que la noche

me coja antes.

  • ¿De verdad, no quieres que te acompañe? – me faltaba el aliento y me

podía la angustia.

  • No Onofre. He gozado de tu preciosa compañía y grato me has hecho el

camino. Pero tú tienes por delante una rara empresa y yo mucho amor que dar.

¡Dámelo a mí! – me dije para mis adentros. Y antes de que reaccionara, se vino

para mí y me dio un beso en la frente. Sus labios fueron un rayo que al tocar mi

piel, me llenó de energía. Me hervía la sangre y quise responderle; pero ya su

entunicada figura se empequeñecía camino abajo. Sentí un vacío, que ni las

Columnas de Hércules, y entonces escuché la voz de mi corazón, y este me

dijo, que sólo llenaría ese hueco, volviéndola a ver. No tuve tiempo a suspirar,

cuando ya no la vi. Se esfumó entre el paisaje.

Tenía que dejar de pensar en ella, y la mejor manera era volviendo a la

realidad del verdadero motivo que me había llevado hasta allí. A la derecha de

la senda y medio cubierta por la mala hierba, una piedra monolítica, tan grande

como el furibundo perro de antes, se erguía para mostrarme cincelado en ella,

el nombre de la villa y debajo, un escudo embaldosado, con un castillo abierto

de tres torres y acostado de dos símbolos que no supe distinguir. Al timbre, una

corona de barón. A partir de allí, el camino se hacía vía, y la vía se empedraba,

romana ella. Mis pies notaron entonces el frío beso de la piedra, bajo las suelas

de los botines. Miraba yo a ambos lados de la calzada, buscando la

complicidad de alguno de los muchos lugareños que labraban o pastaban el

ganado; pero ninguno pareció verme, o sencillamente me ignoraban. Fue ya 

entrando en la vida de lo que se entreveía como la calle principal, cuando un

infante en edad de estirar, corrió hacia mí.

  • ¡Buenas tengas viajero!  ¿Vienes para quedarte, o como hacen todos los

que llegan, pasarás de largo?

  • ¿Nadie se queda? – le pregunté yo aparentemente tranquilo. Mentía,

pues ansiaba saber lo que se cocía en aquel enigmático lugar.

  • Corren malos tiempos. El campo es poco generoso y apenas da para

guardar para el invierno. La leche de nuestras vacas sale agria y los cerdos son

atacados a la noche por los lobos que entran en los corrales y los muerden

hasta desangrarles.

  • ¿Y no pasa nada más, así como extraño y raro de contar?

Mi postrera pregunta cayó sobre el niño como una losa. Entré en su cabeza y

mucha fue la lástima que sentí. Sus ojos se habían engrandecido y ni siquiera

parpadeaba. Hablaban de miedo y su boca callaba de terror. Se mordía los

labios hasta sangrar, por fuerza de no contármelo. Sólo había que esperar.

  • …el viejo…conde.

     

  • ¿Ese que vivía en el castillo?

     

  • ¡Ssssh! ¡Por la virgen santa, que no nombres esa maldita construcción!

     

  • ¿Qué pasa en ella?

     

  • …allí mora… él.

     

  • ¿Quién?

     

  • …el Estruch.

     

  • ¿Pero no dicen que le asesinaron?

     

  • ¡Acompáñame! – y dicho esto, me asió la mano con inusitada fuerza y

tiró de mi persona, hacia un oscuro portal. Que negro era su estómago, y como

apestaba a orina. Me obligó el niño a sentarme con él en un suelo de paja

seca, que picaba que ni mil liendres.

  • …hablemos bajo… que es espíritu, y…puede estar ahí en la tiniebla…o

bajo este suelo…tal vez colgado del techo cual negro murciélago.

  • ¿Es un vampiro?

     

  • ¡Síííí!  …pero no de los que vuelan o parecen bestias engendradas por

demonios… aparece y desaparece, como curso de manantial.

  • ¡Háblame más cosas de él!

     

  • …en vida fue viejo huraño y no era amigo de limosnas. Apenas salía, y

si lo hacía, era de madrugada, cuando la noche es más vieja que la luna.

  • ¡Sigue!

     

  • Lo mataron, y se cuenta que fue por no llevarse bien con el mismo rey

Alfonso. Mas nadie de por aquí así lo cree. Fue el demonio, que se lo llevó al

infierno, y fue su maestro en las malas artes. Resucitó como Cristo; mas corría

la campiña como un fuego fatuo. Violentaba a nuestras mujeres, y cuanto

preñadas las dejaba, que cuando parían, mejor no sepas lo que vaciaban sus

entrañas. Gracias a dios que nada de lo que venía al mundo, vivía para

contarlo.

  • ¿Pero un verdadero vampiro, no es aquel que chupa la sangre hasta

dejar secas a sus víctimas?

  • ¿Y acaso piensas que no lo hacía?  Lo que ocurría era que entraba

en forma de niebla por los recovecos, y les mordía en el cuello o en las

muñecas; mas lo hacía muy suave, y no las secaba. Según la noche, volvía, y

así en lo sucesivo, a sorbitos, como el que goza un buen vino.

  • Hablas en pasado… ¿Qué ya no se encuentra ese engendro en la villa?

     

  • Encontrarse… sí. Pero lleva un tiempo sin aterrorizarnos. Allí arriba,

sobre la loma, donde el castillo. Sabemos que lo habita, pues cuando la noche

se calla, él aúlla como un lobo herido tras sus muros.

  • ¿Y te atreverías a acompañarme?

     

  • ¿Andas loco de la que piensa? ¡Qué soy mancebo; mas no memo!

     

  • ¡Iré solo, entonces!

     

  • … me he negado a acompañarte, no a ayudarte. Así que sígueme.

El muchacho me agarró de nuevo y tiró de mí. Qué alivio sentí al volver a la

calle. Atrás quedó la claridad, ya que el sol se disfrazaba de naranja y se

escondía a lo lejos, allá por los picos nevados de los Pirineos. La luna aparecía

novicia ella, anunciando la pronta llegada de la noche, en un mar de nubes y

estrellas. La Tramontana se hacía sentir, llevando con ella murmullos que más

parecían ecos procedentes de tenebrosas cavernas. El niño (del cual no sabía

ni su nombre)  tal confianza depositaba en mí, que me llevaba calle arriba y sin

mediar palabra. Mientras, entretuve la vista en las construcciones que se

alineaban. Las casas se adosaban, como la resina a la corteza. Predominaba

la piedra argamasada y también el cemento de cal. Las vigas de madera

tratada, sobresalían de las altas paredes, como queriendo refrescarse con el

relente, y algunas tejas coloreaban de arcilla la empedrada vía. Decenas de

ventanas y puertas vi; pero ninguna abierta, y las que sí, al pasar nosotros se

cerraban como endemoniadas. Miré muy atrás, donde antes la campiña, y sólo

vi el manto verde moviéndose al son del viento. Elevé la mirada al cielo, y si

abajo la tierra parecía desierta, arriba no volaba ser vivo. No puede haber vida

después del sol, si un vampiro espera su momento. En esos turbios

pensamientos andaba enfrascado yo, cuando el infante casi me empuja contra

una puerta cerrada. Me di de bruces y fruto del topetazo, alguien acudió a mi

brusca llamada. Unos pasos ausculté tras la negra madera de la puerta. No

tardó en llegar y un chirriar de goznes huérfanos de engrase, precedió a la

abertura, y el umbral se llenó con la figura de su inquilino.

  • ¡Qué malas me traes, joven Santiago!  Que no son momentos de abrir la

puerta, y menos cuando te acompaña alguien, y percibo su olor a gran ciudad.

Lo primero que vi en él, era lo que no tenía, la vista. Sus ojos eran dos copos

de nieve, y su enjuta cara, nada tenía que envidiarle en blancura. Se diría que

aquel pobre hombre, era ajeno a la luz del día. Hasta pensé que era más

vampiro que el mismo conde. Poca agua quedaba en aquel cuerpo y enseñaba

más arrugas que mi cama de la facultad. Vestía de camisón largo y botines de

dormir. Pronto le puse edad, y doy fe de que le habían contemplado setenta o

más inviernos.

  • Es un amigo. Y valiente y temerario él, quiere visitar el castillo del viejo

Estruch.

  • ¿Sí? ¿Y cómo se llama tu amigo?

     

  • Onofre de Sort. – respondí yo, antes de que el muchacho quedara en

franca evidencia, ya que ni yo me presenté ni sabía él mi procedencia.

  • Vengo de Barcelona y curso estudios de medicina en la facultad.

     

  • ¿Y que busca un futuro médico en una villa olvidada de dios, y donde el

maligno regenta? – esa pregunta ya me la habían formulado antes. Bella Sara,

no te he olvidado.

  • ¿Ese maligno es el conde Estruch?

     

  • ¡El mismo que duerme el día y ronda la noche!

Qué curioso. Aquel anciano no mostraba el color del miedo y cuando

mencionaba a ese que llamaba el maligno, su talante tranquilo se mantenía,

como si no le temiera.

  • ¿Andas seguro de hurgar en el misterio de esa alimaña?

     

  • Alimaña es palabra de mucho peso, para definir a un conde.

     

  • Corto me quedo, y si no, que se lo pregunten a todos los que ha secado,

y a las que parieron lo que parieron, de su infame simiente.

  • Ello me seduce aún más si cabe.

     

  • Tu enfermiza curiosidad te puede llevar a la tumba.

     

  • ¡Y también un vil bandolero asalta caminos, en cualquier dehesa!

     

  • ¡Cuánta razón tienes! ¡Me has convencido!  Pero no voy a llevarte al

castillo de noche. Sería un suicidio. Como tampoco es menester, hacerlo a

pleno sol, y no por ti sino por mí. Soy ciego; pero lo que tengo por ojos, sufren

de dolor cuando se enfrentan a mucha claridad o a una luz muy cercana.

  • ¿Entonces?

     

  • Al amanecer. Este mismo si aún lo piensas.

     

  • ¡Me muero de ganas!

     

  • ¡Entrad pues!  El joven Santiago es huérfano. Sus padres sucumbieron a

extrañas enfermedades, hace ya un tiempo, y yo le acogí en mi casa. Le doy

cobijo, comida y la escasa protección que un ciego puede dar. Él, me ayuda en

todos los quehaceres diarios. Nos necesitamos mutuamente. – apuntó el ciego.

No me lo pensé. Los fuertes vientos que asolaban la zona, con la llegada de la

noche, le robaban nieve a las cumbres pirenaicas, y esos gélidos corpúsculos,

eran para mi cara, pequeñas bofetadas de la madre naturaleza. Fue traspasar

aquel parco umbral, y mi nariz se impregnó de raros aromas. No procedían de

ninguna parte, sencillamente estaban allí. Pertenecían a la casa, como nuestro

sudor a la piel. No supe distinguirlos, pues se entremezclaban. Claro me

quedó, que aquel hombre a pesar de invidente, conocía los bosques. Y esa era

mi primera sensación al entrar, estar en medio de una foresta. No vi ni una

mota de polvo; algo impensable en las casas del campesinado. Buena ayuda

tendría de Santiago, o de limpio que él era. La sala era un espacio diáfano,

dónde pugnaban por sobrevivir a la carcoma, una amplia mesa, dos sillas, un

par de arcones, una alacena y la misma puerta de entrada. Un fuego a tierra

daba tenue luz y mejor calefacción, y pronto me reconforté.

  • Me falta una silla. Aquí no niego la hospitalidad; más nadie nos visita.

     

  • Puedo sentarme en uno de esos arcones, si tengo el permiso.

     

  • Coge el que quieras de los dos. Son robustos y la madera, buena.

Antes de darme cuenta, Santiago había armado la mesa para tres comensales,

y el ciego traía un par de truchas, abiertas de tripas y enharinadas. En sendas

varas fueron clavadas, y estas, apoyadas en un tronco, algo alejado de las

brasas, para no ser quemado. Al poco, un nuevo olor pugnó con los residentes,

el de la sal gorda dorándose entre brasas. En la mesa aguardaban tres

hogazas de pan, un cuenco con aceite macerado en finas hierbas y una jarra

de arcilla, que no veía su contenido, y sí olía su aroma. Era tinto, y hacía tanto

que no enjuagaba mi boca con él, que el paladar se me llenó de jugosas

sensaciones. Me agencié una de las truchas enteras, y sólo salvé la cabeza.

De la otra, dieron buena cuenta Santiago y el viejo. La jarra de tinto se secó, y

nuestras gargantas se mojaron. Aquel licor de uva y el empacho truchero, me

arrastraron a un necesario descanso, y es que mucho era lo que había

caminado, y juntas las emociones, en un tan corto periodo de tiempo.

Evocando el virginal rostro de Sara, me dormí. Muy entrada la madrugada, y

cuando mi sueño era más placentero, un desgarrador grito que se auscultó

desde la calle y muy cerca de nuestra puerta, rompió el silencio reinante y nos

despertó a los tres. Vino continuado de un segundo, y ahora eran palabras.

  • ¡Mi Leonor! ¡Qué me la han matado! ¡Viejo Estruch… yo te maldigo!

Dado que yo caí en sueño sin haberme desvestido, hice acopio de valor y salí

el primero. Justo asomar medio cuerpo, vi a mi izquierda la dantesca imagen.

Una mujer mayor y que en su tiempo fue muy hermosa, yacía con el cuello casi

cercenado por un brutal mordisco, que no procedía de la boca de un vampiro.

Era mucho más probable, que la herida fuera causada por un lobo. Entre

borbotones de sangre de su infortunada mujer, lloraba el hombre.

  • ¡Soy medio médico! – fue lo único que se me ocurrió decirle en tales

circunstancias. Y no perdí la vista de su desmesurada corpulencia.

  • …nada puede hacer ya, la medicina. Está muerta.

     

  • ¿Puedo?

Resignado se arrodilló, y en una de sus rodillas, apoyó la cabeza de la difunta.

Le busqué el pulso y no lo encontré. Estaba fría. Ya no había vida en aquel

cuerpo inerte. La miré y bajé el mentón, confirmando la muerte. El hombre la

abrazó como si velara su sueño. Un sueño que se extendería eterno.

  • ¡Conozco tu voz, Rodrigo! ¿Han matado a nuestra Leonor? – el ciego

entraba en escena, con su camisón largo y los pelos, tiesos como escarpias.

  • ¡Sí!  Juan de Orduña… se nos ha ido.

Así supe los nombres de ambos; aunque hubiera preferido una simple

presentación. Desde las ventanas de las casas vecinas, se escuchaban

mujeres sollozar, y no era para menos. La muerte había vuelto al pueblo.

  • Rodrigo… coge a Leonor y aquí tienes mi casa y lo que necesites.

Entremos, que más reconfortados, veremos las cosas más claras (Y lo decía

un invidente).

Una vez dentro, envolvió el cuerpo con una manta que le cedió Juan de Orduña

(nuestro ciego), y se la sentó a su lado, como si estuviera viva.

  • ¡Juan de Orduña!  ¡Juro por lo más sagrado, que esta muerte no queda

libre de venganza! ¡Y esta vez, nada ni nadie me va a parar!  Todos los del

pueblo os hicimos caso, y no nos movilicemos para acabar con ese engendro.

Ha llegado el momento. Leonor era mi esposa y vecina y amiga vuestra. Sólo

por el respeto que le debéis, no pongáis impedimento a una batida.

  • ¿Y quién soy yo, para evitar que ocurra?  Al contrario, esta vez apoyó tu

empresa, y me presto para lo que necesites.

  • ¡Os necesito a vos, que veis mejor en la oscuridad, que nosotros a plena

luz del día!

  • ¡Iré!

     

  • ¡Yo también!  Sí es que me dais oportunidad. – dejé ir yo, y si me lo

hubieran negado, no sé que habría hecho.

  • ¡Yo, Santiago de Calatrava!  Aporto mi espada. – el avezado muchacho

se nos unió a la causa.

Y así pasemos el resto de la noche: Juan de Orduña, consolando a Rodrigo,

que no dejaba de abrazar a su amada esposa; Santiago, sacándole punta a

unos maderos a la sazón de improvisadas lanzas, y yo, pegado casi al fuego

del hogar, y hojeando aquellos infantiles tratados sobre vampirismo.

Un gallo cantó a la mañana, y al mirar a través de la única ventana que daba al

Este, vi asomar la calva rosada del rey sol. Amanecía en la villa de Llers, y no

iba a ser para sus lugareños, un día más. Y como despertadores de la

naturaleza, no quedó ni un gallo sin saludar al nuevo día. También empecemos

a escuchar puertas que se abrían y cerraban; ruidos de pasos en el

empedrado, y voces que se alejaban. Era el pueblo, que se desperezaba.

  • ¡Santiago!  Nos falta una cuerda y el añadido de un garfio. – el viejo

señaló hacia un rincón de la estancia, donde aguardaba una cuerda liada y un

garfio en su remate.

  • ¡Perdóneme la temeridad, Juan!  Pero no va a ser necesario. – le apuntó

el muchacho.

  • ¿Y cómo diantres, piensas superar los altos muros del castillo?

     

  • ¡Conozco una entrada secreta!

     

  • ¡Maldito mancebo de la peste!  ¡Ha estado el pueblo en vilo, a causa del

vampiro y de su confinamiento, y ahora nos dices que podíamos haber entrado

en su guarida, con esa tamaña facilidad!

  • … soy joven, y me pudo la inexperiencia.

     

  • ¿Sabes a dónde lleva esa entrada? – pregunté yo, para alivio del niño.

     

  • ¡No!  Pero sí sé, que es harto profunda, pues una vez osé entrar en ella

a la luz de una vela, y doy fe de que llega muy al interior del castillo.

  • ¡En marcha pues!  No nos demoremos, o poco podré ayudar, si el sol

sale radiante.

Las postreras palabras del invidente, nos sonaron a grito de guerra, y con rabia  

contenida, y no un verdadero plan, ya caminábamos en hilera, calle arriba.

Después de un tiempo de culebrear entre eses de casas y cabañas, la vía

empedrada moría en una senda de arena chafada. Picaba en franca pendiente

y serpenteaba lo que quedaba de la alta loma. Hollemos con la vista, su

meseta, y sobre ella se alzaba imponente, que no majestuoso, mi final de

viaje, el castillo.

 

 

 

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