La parte oculta del iceberg

La parte oculta del iceberg

La primera vez que oí hablar del mundo onírico fue en el bar de Celestino. Pedro y yo habíamos bajado a desayunar a las diez, en la media hora del café. Pedro había quedado con un paisano del pueblo, que tenía que darle un paquete para su mujer. Fue también en ese momento, cuando oí hablar por primera vez de Alfonso. 

Pedro es mi compañero, y mi mejor amigo de la oficina. Después de presentarnos, hicieron el inevitable repaso de los últimos acontecimientos del pueblo. Las pequeñas disputas, romances y demás cuestiones sin importancia, que cambian de dimensión cuando se transmiten entre paisanos en la lejanía.

Ahora recuerdo solo de forma vaga el comentario referente a Alfonso, amortiguado entre los murmullos de las conversaciones que nos rodeaban y las miradas aburridas que dedicaba a las personas que de forma apresurada se movían por el bar, buscando los preciados huecos que quedaban en la barra, y que se cubrían rápidamente en la hora común del desayuno de las oficinas del entorno, mientras esperaba el café con leche y la tostada.

Habrían de pasar varias semanas, cuando de forma espontánea recordé la conversación de Pedro con su paisano, que ya casi no recordaba, pero que me obsesionaría en los días siguientes. Ocurrió una noche, en un día de media semana, tan monótono y aburrido como otro cualquiera. Pero esa noche, tan  indefinida, cambiaría mi vida para siempre.

Pedro se asustó cuando aparecí en su casa, pasadas las once de la noche, con la expresión cansada y la mirada ansiosa, apremiándolo para que me hablara de Alfonso. Una vez superada la sorpresa inicial, me preguntó sobre qué Alfonso quería que me hablara, y su expresión de sorpresa cambió a la de incredulidad, cuando le dije de forma apresurada, que era ese nombre que había aparecido en una conversación de hacía casi un mes con el paisano del pueblo, en el bar de Celestino.

Tuve que asegurarle que no estaba bebido, ni drogado, y que tampoco estaba especialmente desequilibrado, al menos esa noche. Pedro me pidió que fuéramos al salón y nos sentáramos a tomar un té o un café. Estábamos en medio del pasillo, y no quería que despertáramos a los niños.

Pedro sabía que no había terminado de asumir la separación de Laura. Aunque desde el primer momento me había mostrado falsamente despreocupado, a él no le había engañado ni por un momento. Cinco meses antes habíamos decidido “darnos un tiempo para recomponer nuestra relación”, eufemismo habitual en las parejas que no funcionan, y se auto-engañan convencidos de “que nos queremos un montón, pero no nos soportamos”, confiados en que pasado un tiempo las piezas van a volver a encajar. En nuestro caso no era así. Ambos sabíamos que no volveríamos a encajar nunca, y que la separación sería definitiva.

Aunque yo fui el responsable de la ruptura, los dos habíamos sido culpables de haber dejado que la relación fuera muriendo. Ambos fuimos culpables de no darnos cuenta de cómo la sólida conexión que nos unía, construida día a día en los primeros tres años de nuestra relación, se había desecho poco a poco en los diez siguientes.

No teníamos hijos, aunque tampoco nos habíamos planteado tenerlos. Nos conocimos cuando Laura tenía veintiséis años, y yo veinticuatro. Un año después nos fuimos a vivir juntos. Hasta los treinta nuestra relación fue apasionada. A los treinta y siete nos sentamos en una silla tras una discusión no excesivamente acalorada, y decidimos que lo nuestro no funcionaba. Hice una maleta con mis cosas, me fui a casa de mi amigo Alberto, y se acabó. 

Ahora pienso que lo más doloroso fue darme cuenta de que cuando llegué a casa de Alberto, lo que sentía era alivio, no por recobrar ninguna libertad perdida o ansiada, porque no iba a saber qué hacer con ella,  tampoco por recuperar ninguna felicidad, porque fui feliz con Laura hasta el último momento, sino alivio por un sentimiento de honestidad conmigo mismo. Conmigo y con ella.

Le había sido fiel a mi manera. Es cierto que había tenido alguna relación esporádica, escasas pero habituales; no porque las buscara, sino porque aparecía la oportunidad, y me dejaba llevar. Alguna compañera del trabajo en las convenciones anuales de la empresa, o algún ligue circunstancial de barra de la última copa en el hotel en un viaje de trabajo, y poco más. Pero nunca busqué nada más que el sexo de circunstancias, ni me encapriché más de la pasión del momento. No necesité más amor del que tenía por Laura, y si la viera hoy, seguiría queriéndola. Pero cuando estás con una persona, aunque estés enamorado, si sientes que no puedes estar con ella el resto de tus días, lo honesto es romper la relación. Esas fueron mis motivaciones, y por eso nunca lo conseguiré superar. Así que de la relación con Laura pasé al vacío. Nunca podré querer a otra persona, y eso me condena a la soledad, sentimiento terrible que cada día afronto con mayor inquietud.

Ella se impuso recomponer su vida desde el primer momento. Yo no la había vuelto a ver, y ni siquiera había hablado con ella. Yo desconocía lo que pensaba de nuestra relación, ni las motivaciones por las que deseaba nuestra ruptura definitiva, pero por amigos comunes, y sobre todo por su hermana y su madre, con las que hablaba de vez en cuando – aunque cada vez menos – sabía que tenía una nueva pareja, y que incluso se estaban planteando tener hijos, tras solo cinco meses de nuestra separación.

Mentiría si dijera que me alegré por ella, porque sería falso. Tampoco me alegraría que estuviera apenada por nuestra ruptura, pero había sido mi mujer, y conocer su felicidad me hundía más – si cabe – en la soledad y la amargura que sentía.

Pedro me había contado que un día, poco después de nuestra separación, le llamó para saber qué tal me encontraba, y él le había respondido que estaba superándolo, mentira piadosa que Laura creyó con toda certeza. Sin duda, hizo que tranquilizara su espíritu y tuviera la excusa para poder olvidarse de mí. Ella podría sumergirse en su nueva relación, rompiendo definitivamente todos los lazos que podían unirla a su antigua vida.

Con estos antecedentes, Pedro relacionó de inmediato mi estado con alguna cuestión relacionada con Laura. Cuando le aseguré que no tenía nada que ver con ella, y volví a urgirle a que me hablara de Alfonso, se quedó callado analizándome con mirada inquisitiva, calibrando hasta qué punto debía hablar a esas horas de la noche de una historia que le parecía disparatada. Finalmente, suspiró resignado, y comenzó a hablar de Alfonso y de su extraña historia.

La historia de Alfonso

El chico había nacido hacía veintiocho años. Sus primeros años habían sido de absoluta normalidad. Iba a la escuela, ayudaba a su padre en las labores del campo, y jugaba con los otros muchachos del pueblo haciendo las travesuras habituales de los niños de su edad. Su padre, Emilio, era un labrador humilde pero con la riqueza propia de la gente de los pueblos. Trabajaba sus tierras, cuidaba de unas cabezas de ganado, y no tenía más pretensiones que las pequeñas actividades habituales que hacen felices a los campesinos; la partida de dominó en la sobremesa, con el sol y sombra y el purito; el aperitivo con su mujer en el casino los domingos, o el paseo diario a la caída de la tarde del verano por la avenida hablando con los vecinos. No albergaba ninguna ambición especial, más allá de terminar de pagar el tractor, y que sus hijos, Alfonso y María – dos años menor que Alfonso – estudiaran alguna carrera en la capital.

La madre de Alfonso, Lurdes, era una mujer entrada en carnes, simpática y alegre, que desplegaba la energía característica de las mujeres de pueblo. Diariamente desarrollaba una gran cantidad de actividades relacionadas con la casa, el campo, la matanza o la conserva de los productos de la huerta y los frutales. 

Alfonso creció de forma normal. En el colegio sacaba buenas notas, y su comportamiento no difería de lo habitual en los chicos de su edad. En numerosas ocasiones, Don Marcial, el maestro del pueblo, había asegurado a Emilio que el chico tenía capacidad suficiente para continuar estudiando en la capital, y que si se aplicaba, podía aspirar a hacer una carrera superior. Emilio siempre le restaba importancia, y aunque aseguraba que no quería presionar a Alfonso, estaba profundamente orgulloso de su chico.

Emilio era feliz en el pueblo, pero no podía dejar de pensar en el futuro de sus hijos lejos de allí. Desde que nacieron, había ido llenando de forma periódica dos cartillas, una para Alfonso y otra para María, destinadas a su educación.

Pero cuando Alfonso cumplió dieciséis años, algo empezó a torcerse. De ser un chico alegre y hasta extrovertido, comenzó a mostrarse más retraído y huraño. Lurdes lo advirtió al instante, y daba constantes avisos a Emilio, que achacaba el cambio en su comportamiento a las cosas de la edad. Pero un pueblo es una sociedad muy pequeña, y un cambio de comportamiento anormal empezó a ser advertido en primer lugar por los compañeros de Alfonso, y más tarde por las madres de estos, que empezaron a tratarlo de forma reservada. Esta situación duró un año y medio, hasta que Emilio no pudo seguir obviando los signos evidentes del cambio de su hijo, y lo extraño de su comportamiento. Aunque restaba importancia a los cada vez más alarmantes comentarios de Lurdes, decidió tener una conversación privada con Don Marcial.

El maestro lo recibió en su casa. Desde el primer momento, y frente a las confesiones iniciales de Emilio, Don Marcial se mostró extrañamente reservado. Emilio no solo dedujo que Don Marcial había notado los cambios de su hijo, sino que sabía algo. Por ello, se mostró cauto, y sondeó continuamente al maestro mientras hablaba.

La vida de Don Marcial había sido una incógnita, aunque su padre había nacido en el pueblo, y su madre en el de al lado. Se habían conocido en las fiestas, y cuando se casaron tras terminar la guerra, emigraron a Barcelona en busca de un futuro mejor. Los abuelos de Marcial habían muerto de forma prematura, por lo que no volvieron en demasiadas ocasiones a la zona, aunque era raro el año que no pasaban una semana en verano, pero se quedaban en la casa de su madre, pues la de su padre estaba vacía y necesitaba reformas urgentes, por lo que no estaba en condiciones de ser habitada.

Marcial estudió Filosofía y Letras allá por los años cincuenta. En el pueblo se rumoreó que se había metido en política y problemas, al haber elegido las siglas de un partido clandestino en la dictadura. Más tarde, se rumoreó que tras un prometedor inicio como profesor en la Universidad, había caído en desgracia. La realidad era mucho peor. De hecho, había terminado en la cárcel al ser descubierto, por no tener padrinos, ni dinero, ni posición, mientras sus compañeros de clandestinidad huían al extranjero. Después pasaron muchos años sin que nadie tuviera noticias de él. 

Lo cierto es que un día apareció como sustituto de Don Leandro, el maestro de toda la vida que se había jubilado de forma prematura, al sufrir un infarto. El nuevo maestro se instaló en la casa de su abuelo, tras reformarla. Don Marcial cumplía su función con eficacia pero sin pasión, y si bien era cierto que había sido un revolucionario, no lo demostraba ni en el desempeño de su función, ni en su vida privada. Aunque nunca había rehusado una conversación con los vecinos, no daba pie a hacer ninguna revelación de los oscuros años hasta su llegada al pueblo, a pesar de los continuos asaltos de los lugareños, ávidos por corroborar los rumores descabellados que se habían alimentado durante años, y que su negativa a hablar sobre ellos no hacía más que acrecentar.

Se le suponía soltero, pero su presunta tendencia revolucionaria lo hacía candidato a las más abyectas perversiones, asignándole hijos ilegítimos, y a los escasos foráneos que fueron a visitarlo, se les catalogaba como los peores criminales, que debían haber planificado conspiraciones secretas, crímenes horrorosos o cualquier tropelía de la peor especie. Pero era parte del pueblo, y como los niños no mostraban ningún cambio negativo, y se les veía avanzar más que con Don Leandro – que chocheaba bastante al final de su carrera – hizo que la gente se tranquilizara respecto al hijo pródigo, aunque, no obstante, no dejara de existir un punto de recelo inevitable.

De lo anterior se deduce que Don Marcial era una persona culta, reservada, amante de su trabajo, aunque desengañado de la política, los revolucionarios, los camaradas, y la madre que los parió a todos.

Y es que el antiguo revolucionario tenía clavado al rojo vivo el recuerdo de cuando sus supuestos amigos, camaradas o compañeros de revolución marcharon al extranjero – al exilio, decían ellos ahora – mientras él huía de una casa supuestamente segura a otra, mientras el cerco se iba cerrando, hasta que no tuvo puerta a la que llamar, y cayó finalmente detenido, olvidado por todos.

Nunca había dejado de creer en la revolución, ni había renegado de sus ideas, pero había aprendido a odiar a los pequeño burgueses que no tenían decoro en utilizar los medios contra los que decían luchar cuando cambiaban las tornas, y tenían que enfrentarse al sistema, olvidándose de la camaradería, de los principios y del respeto sagrado a los lazos que debían unir a los compañeros de lucha.

Cuando Emilio había ido a hablar con él, estaba a punto de cumplir los sesenta. Muchos años antes, al empezar a dar clases a Alfonso, había encontrado a un chico despierto, soñador, y con una determinación para conseguir lo que se proponía fuera de lo común, aunque no fuera especialmente inteligente. Sacaba muy buenas notas, pero sabía que tenía que dedicar muchas horas de estudio para obtenerlas. Tampoco era especialmente listo, cualidad que Don Marcial valoraba en alto grado, sobre todo por sus experiencias negativas a este respecto. ¡Cuánto mejor le habría ido a él en la vida si hubiera sido un poco, solo un poco más listo!

Emilio contó a Don Marcial las razones de su preocupación por Alfonso. Como habían pasado juntos muchas horas, pensaba que podía haber seguido la evolución de ciertos comportamientos del muchacho. En los estudios seguía sacando buenas notas, pero parecía estar todo el día cansado y no mostraba apetencia por las banalidades que debía mostrar un chico que se acercaba a la mayoría de edad. A pesar de que Emilio le empujaba a que fuera al cine o a que saliera con alguna moza, él cada vez se mostraba más retraído. Lo que más le preocupaba, eran los períodos en que permanecía abstraído, en que se le hablaba y no hacía ningún caso, y ni siquiera escuchaba.

Emilio miraba a Don Marcial, y notaba que no mostraba ninguna extrañeza. Se limitaba a escuchar atentamente, como si oyera una historia conocida.

– Dígame, Don Marcial, ¿qué está pasando? Lurdes va a volverme loco, y aunque siempre he restado importancia al asunto, no puedo seguir engañándome por más tiempo. Alfonso me acompaña al campo a menudo, y últimamente ni le reconozco. Sus amigos apenas se acercan a casa a buscarlo. Aunque sondeo constantemente a María, dice que no sabe nada, y se limita a decir que lo dejemos en paz, que no le pasa nada.

– Ya sabe, Emilio, respondió Don Marcial, la inconsciencia de la juventud se oculta con la despreocupación de la pubertad. Pero en seguida se dio cuenta de que el comentario había sido estúpido, y un denso silencio cubrió el ambiente haciendo el aire irrespirable. Don Marcial asintió, apoyó en la mesa la copa de coñac que estaba bebiendo, se levantó y se acercó a mirar por la ventana. Estaba claro que no servirían escapatorias, y que tenía que ser franco con Emilio. 

– No crea que sé nada especial, y mucho menos que tenga información que pueda ayudarlo. Sé que ha obligado a Alfonso a hacerse una analítica completa, que ha resultado negativa. Emilio movió afirmativamente la cabeza, confirmando las palabras de Don Marcial, animándolo a continuar.

– Pero no es por ahí por donde van los tiros, continuó el maestro. Al poco de conocer a Alfonso, cuando tenía poco más de diez años, recuerdo que llegó un día tarde a clase. Al terminar la jornada lo regañé y le recordé la hora de entrada. Él no dijo nada. Al día siguiente volvió a llegar tarde, y al siguiente también. Al tercer día me enfadé con él y lo urgí a que me contara por qué se retrasaba todos los días. Él me contestó que había un lagarto en el camino de las huertas, y que quería cogerlo. Cada día se apostaba, y aguardaba pacientemente a que los rayos del sol calentaran lo suficiente para que el lagarto saliera de debajo de la piedra en que estaba escondido, para acercándose lentamente intentar cogerlo. Pero hasta ese momento el lagarto siempre había sido más rápido que él, y había tenido tiempo de esconderse. Así pasaron ocho días hasta que finalmente apareció con el dichoso lagarto metido en una bolsa. El animal estaba vivo. Cuando le pregunté qué pensaba hacer con él, me contestó que cuando saliera de la escuela, volvería a dejarlo en el mismo lugar donde lo había cogido. Yo había desistido de regañarlo y enfadarme, porque sabía que no haría otra cosa hasta que no consiguiera coger al lagarto. ¿Te das cuenta, Emilio?, se había propuesto coger el lagarto, y no desistiría hasta conseguirlo, ¡con diez años!

– No, dijo Emilio muy despacio, sin dejar de mirar a Don Marcial. Vengo a contarle mi preocupación por Alfonso, y me sale con una historia de hace ocho años de un maldito lagarto. No sé qué tiene que ver una cosa con la otra.

– Emilio, tiene que ver y mucho. No debiera ser yo quien le hable de Alfonso o de lo que teóricamente le pueda pasar, pero sí es cierto que hemos pasado mucho tiempo juntos, y hemos intimado. Esto tenía que pasar tarde o temprano, y solo puedo aconsejarle que hable seriamente con él. Yo solo puedo decirle que lo que le pasa a Alfonso tiene que ver con su increíble tenacidad, y porque es un chico de una sensibilidad enorme.

Emilio empezó a ponerse nervioso con tanta palabrería, y Don Marcial no encontró manera de demorar más lo que tenía que decirle, apreciaba a Alfonso, y sabía que sino era él quien abriera el fuego entre Alfonso y su padre, Emilio no encontraría la forma de desbrozar el camino para llegar a comprenderlo. Don Marcial sabía que el muchacho necesitaba ayuda, y aunque él había intentado dársela, ni era la persona adecuada, ni tenía la preparación necesaria para hacerlo. Alfonso tenía casi dieciocho años, y lo que al principio parecía un juego de niños, se había transformado en una amenaza real para la estabilidad emocional del chico. Aunque sabía que hablando con Emilio, Alfonso podía pensar que lo había traicionado, no veía otra manera de ayudarle.

En cierta ocasión, Don Marcial había notado que Alfonso estaba especialmente cansado. Casi se caía de sueño encima del pupitre, y daba de vez en cuando unas cabezadas que provocaban la distracción y el jolgorio de sus compañeros. Esto no era en absoluto extraño – de hecho era bastante habitual – sobre todo en las mañanas de invierno, en que a pesar de la frialdad de la sala, el contraste con las heladas del exterior hacía muy confortable la sala de estudios. Al finalizar la clase, Don Marcial preguntó a Alfonso si se encontraba mal, o sino había descansado bien. Alfonso le contestó que había tenido uno de los sueños más placenteros que recordaba en los últimos tiempos, y que no le había importado rememorarlo una y otra vez. Por eso se encontraba tan cansado. Don Marcial no dio mayor importancia al comentario, como es obvio, aunque no dejó de resultarle extraña la forma de argumentar del muchacho. Poco después, cuando necesitó un ayudante para ordenar y organizar la biblioteca que había dejado hecha un desastre su antecesor, pensó en Alfonso, dado que era uno de los chicos más despiertos de la clase, y a que era una actividad que pensó le gustaría. Alfonso aceptó, y de esta forma Don Marcial comenzó a conocer mejor al muchacho.

El maestro descubrió una extraña obsesión en Alfonso en referencia a los sueños, las pesadillas, y la noche en general. Sin duda era su tema preferido. Alfonso podía pasar horas hablando sobre estos temas mientras catalogaban, ordenaban y hacían las fichas de los libros. Fue de esta forma como Don Marcial fue enterándose de las experiencias del muchacho, o más bien convendría llamarlas vivencias, que Alfonso intentaba sentir cada noche, y que cada amanecer anotaba en un cuaderno, a modo de diario. Nada más despertarse, hacía esfuerzos ímprobos para recordar hasta el más mínimo detalle de los sueños que había tenido a lo largo de la noche, buscando de forma paralela en su memoria los movimientos de los últimos días, para unir la realidad con el sueño, y establecer los puntos de conexión.

Al principio, había encontrado muchas relaciones, y los pocos retazos que conseguía recordar no eran más que miedos, fobias, o puntas emocionales que emergían de su subconsciente. Cada mañana hacía anotaciones meticulosas en su Diario de Sueños. Don Marcial no había visto nunca ese diario, pero conocía su existencia porque en alguna ocasión Alfonso lo había comentado de pasada. Don Marcial tampoco le había dado mayor importancia, a pesar de ser una costumbre tan extraña como sorprendente. Estaba convencido de que con el tiempo el chico se preocuparía de asuntos más relacionados con su edad.

Una vez terminado el trabajo en la biblioteca, y con la llegada de las vacaciones de verano, Don Marcial perdió el contacto con Alfonso. Fue al reencontrarse en Septiembre, cuando el maestro percibió que algo había cambiado en el muchacho. Su mirada parecía perdida, como si estuviera drogado, y apenas prestaba atención cuando se le hablaba. Cuando lo llamaba, reaccionaba como si regresara de un mundo lejano. No había atendido a la última parte de la conversación, y tenía que repetirle siempre la pregunta, pero estos cambios no eran demasiado explícitos, y podía ser fácil interpretar cambios importantes allí donde no había más que variaciones más allá de lo normal en jóvenes de esas edades.

Don Marcial conocía la fuerte frustración que experimentan los chicos jóvenes en poblaciones pequeñas, donde se sienten marginados, pueblerinos hijos de labriegos frente a los muchachos de su edad en las ciudades, con más oportunidades. Todos los veranos, veía la insufrible superioridad con que los trataban los hijos de los emigrados, que volvían a pasar las vacaciones a las casas de sus mayores. También veía como las pocas chicas que había en el pueblo corrían entusiasmadas detrás de los descendientes de la Paca, el Timoteo o la Damiana, generando un clima de tensión que aumentaba a cada hora los viernes o los sábados en el bar de Manolo y en el Mesón, los únicos locales abiertos para tomar un vino, una cerveza, un cubata y poco más.

Pero Alfonso no buscaba gresca los sábados por la noche. Tampoco cortejaba a la hija de Doña Paca, la chica guapa del pueblo, como el resto de los mozos. De hecho, cuando no estaba en el campo ayudando a su padre, se lo veía caminar solo por los caminos, con paso cansino y ausente.

Finalmente, Don Marcial había pedido a Alfonso que le visitara en su casa. Se había convencido de que si bien no tenía un comportamiento descabellado, sí había cambiado en exceso, y aunque seguía siendo un chico aplicado, cada vez mostraba más distracción en el seguimiento de las clases.

Don Marcial atacó el problema dando los rodeos típicos de una persona mayor que intenta obtener información personal de un muchacho. Comenzó a hablarle de lo difícil que es la convivencia entre las personas adultas, entre padres e hijos, o de lo difícil que es cortejar a la chica que nos gusta. Pero Alfonso no se daba por aludido con ninguno de los temas que deshojaba el maestro buscando tocar la fibra sensible de Alfonso. Don Marcial no podía estar más desanimado. Era incapaz de obtener alguna información referente a los problemas de un chico de poco más de dieciséis años. Estaba empezando a preguntarse si no habría visto problemas donde no los había, cuando Alfonso adoptó esa expresión suya tan habitual en los últimos tiempos, y preguntó al maestro si había viajado alguna vez al Océano Índico y a los Mares del Sur, ¡un viaje fascinante!

Don Marcial se quedó perplejo, pensando que Alfonso había caído en el oscuro poder de las drogas. Él hablando de banalidades, problemas conyugales y el correteo detrás de faldas, y el problema eran las drogas duras, algo de lo que él tenía tanto conocimiento como de la teoría de la relatividad.

Mientras Don Marcial seguía perplejo, sin poder articular palabra, Alfonso le habló de selvas impenetrables, de la amabilidad de las gentes, de la claridad de las playas, de los habitantes negros como el ébano y de la miríada de islas, en que el paisaje, la vegetación y la costa eran diferentes y mostraban paisajes idílicos, tan diferentes de la dura estepa que rodeaba al pueblo.

Don Marcial escuchaba confuso. Alfonso describía sensaciones, y no documentales de la dos. Se aventuró a preguntar sobre el origen de ese conocimiento, y Alfonso se le quedó mirando como sin verlo. En realidad,  había estado hablando consigo mismo. El muchacho despejó su mente, y contestó con otra pregunta. ¿Cuál es el origen de los sueños, Don Marcial? Yo conozco el Océano Índico, los Mares del Sur, y mil sitios más porque he estado allí. He conocido a infinidad de personas porque he convivido con ellas. Cada noche quiero visitar un lugar diferente, o conocer a una persona concreta, o cambiar de época. Unos días lo consigo y otros no. Depende de muchos factores que no controlo y ni siquiera conozco, pero he avanzado mucho desde los primeros intentos, cuando intentaba recordar con curiosidad los sueños que había tenido la noche anterior.

El muchacho explicó que al principio se había limitado a aprovechar cada salida a la superficie sensorial en medio de un sueño o una pesadilla para escribir los recuerdos o vivencias que acababa de tener, de los que por la mañana no tendría ningún recuerdo. Esta experiencia lo había fascinado, y había movido toda su tenacidad hacia la satisfacción de esta extraña curiosidad. Alfonso no había sido nunca especialmente introvertido, pero este análisis continuo debía de haberle producido los cambios que habían percibido sus amigos, padres, vecinos y Don Marcial, al ocupar poco a poco la mente del muchacho.

Como ya le había explicado anteriormente, Alfonso apuntaba en una parte de su diario los pequeños hechos cotidianos de su vida. En otra parte apuntaba hasta el más mínimo detalle de los recuerdos que le quedaban de los sueños que tenía cada noche, para posteriormente establecer las conexiones que había entre los dos mundos. En un principio el resultado había sido desalentador. Los recuerdos oníricos eran muy fragmentarios y de difícil interpretación, pero con el tiempo, y con disciplina, su diario pasó de pequeños flashes, a recuerdos cohesionados, que si bien no cubrían extensos períodos de tiempo, permitían imágenes más consistentes.

Según profundizaba en sus investigaciones, fue modificando los datos que apuntaba en el diario, dado que las vivencias y pensamientos que en un principio creía más triviales, no siempre eran los generadores de imágenes nocturnas. En un principio escribía en el diario los hechos que le ocurrían, pero se dio cuenta de que lo importante eran los sentimientos que generaban esos mismos hechos. Sobre todo, estuvo especialmente atento a los conflictos internos que percibía entre su nivel consciente, y los sentimientos internos que generaba un determinado comportamiento, y que estaba en contradicción con lo que pensaba que era lo correcto.

Este ejercicio requería una gran disciplina, porque a nadie le gusta la autocrítica, pero en sus investigaciones se había dado cuenta de que era el principal generador de imágenes oníricas.

En esta fase, era poco lo que había cambiado en el muchacho. Alfonso lo había vivido como una curiosidad obsesiva, y como un objetivo a conseguir de los que ponían a prueba su tenacidad.

En este punto de la exposición de Don Marcial, Emilio estaba ya muy nervioso. No entendía qué le estaba contando el maestro, ni adonde quería ir a parar. Su vida se regía por un mundo muy tangible, donde si llovía, llovía, la cosecha se recogía en fechas concretas, y la feria de la capital era siempre en el mismo mes. Lo que estaba contando el maestro se escapaba de su comprensión y no entendía en qué podía influir esa historia de sueños y vivencias en el comportamiento de su hijo. ¿Que quería anotar lo que soñaba?, pues que lo hiciera, ¿que decía haber estado en un sueño en los Mares del Sur?, pues eso que se ahorraba, si afirmaba haber estado ya allí. No estaba ni confuso ni extrañado, solo enfadado por una narración tan absurda. Don Marcial lo escuchó serio y silencioso hasta que Emilio se hubo desahogado. Sin más dilación ni circunloquios tendría que pasar al final del relato que estaba desarrollando.

Los problemas de verdad comenzaron de forma natural cuando Alfonso tenía una buena serie de conexiones documentadas, y se preguntó qué ocurriría si modificaba sus pensamientos y los mensajes que enterraba en su subconsciente. La pregunta que se hizo fue, ¿podría influir en los sueños de una forma dirigida si los preparaba previamente? Los jugueteos iniciales le habían abierto un mundo inabarcable, con unas oportunidades tan inmensas como increíbles.

Don Marcial concluyó afirmando que Alfonso se había obsesionado con guiar sus sueños nocturnos. Sonaba sorprendente, pero era así. Por el día disciplinaba su mente, y por la noche pretendía obtener los frutos. Esto provocaba su ensimismamiento y el cansancio que parecía no abandonarlo nunca, al pasar una parte de la noche en vela, e intentar continuamente generar sueño tras sueño. De momento, por lo que sabía de Alfonso, los resultados que había obtenido eran más bien efímeros, pero conociendo la tenacidad del muchacho, estaba convencido de que no dejaría de profundizar más y más en la idea fija que se le había metido en la cabeza.

Él había hablado cada vez más a menudo con el muchacho para persuadirlo de su propósito, pero al no obtener ningún resultado, quería transmitirle su preocupación a Emilio. Además, consideraba que no estaría de más que buscara ayuda especializada, porque si bien no creía que el problema fuera especialmente grave, sí creía que era suficientemente complejo para que fuera un profesional el que le quitara esas extrañas ideas. Él no estaba capacitado para ayudarlo.

Emilio estaba perplejo. Una mezcolanza de consciencia, subconsciente, sueños y realidad se escapaba de su comprensión, pero no pudo por menos de inquietarse porque respetaba el criterio de Don Marcial. Había estudiado en la Universidad, y eso lo convertía en una persona instruida.

Los acontecimientos posteriores, continuó Pedro, confirmaron los temores de Don Marcial. Alfonso se fue hundiendo más y más en su obsesión, y aunque Emilio logró convencer a su hijo para que visitara a un psicólogo, poco pudo hacer, al cerrarse Alfonso en banda y no admitir ninguna injerencia en el proyecto que estaba desarrollando.

Alfonso no fue a la Universidad, aunque terminó sus estudios, tras los cuales se puso a trabajar con su padre, pero se fue desconectando progresivamente del mundo real, para sumergirse en el proceloso y desconocido mundo de los sueños y el subconsciente. Vivía estas experiencias como si se tratara de droga dura, y aparentemente esto lo hacía feliz, viviendo en un mundo propio de tinieblas y penumbra.

Tras terminar sus estudios, y una vez demostrada la inutilidad de la intervención del psicólogo, Emilio y Don Marcial decidieron dejarlo estar, enterrando la extraña situación de Alfonso, por miedo a que alguien pretendiera utilizarlo como un caso de estudio o un monstruo de feria.

Esto, en parte, porque hasta ellos que eran profanos en el mundo secreto de la mente, se daban cuenta de que Alfonso había conseguido resultados notables en su empeño, e intuían que eran logros nada fáciles de dominar.

No obstante, debido a que estas experiencias eran únicamente personales, nadie sabía exactamente los conocimientos y logros que Alfonso había adquirido en sus años de estudio y experimentación, pero de forma inevitable, en el pueblo se había ganado la fama de loco, y que cuando los lugareños se encontraban y repasaban los últimos asuntos de la vecindad, se preguntara por “cómo iba Alfonso”.

De esta forma, Pedro concluyó la extraña historia del “generador de sueños”, como le llamaban de forma jocosa en el pueblo. – Y bien, Jaime, dijo finalmente Pedro, son más de las doce y media de la noche, ¿puedes decirme por qué me has tenido más de una hora contándote una historia absurda que ni te va ni te viene?

Yo apenas lo escuchaba, pues estaba intentado encajar la historia de Alfonso y ver en qué medida podía serme de utilidad. Por lo pronto, había un hecho positivo, y es que tras los últimos días que había pasado, el escuchar la historia de un semejante que había tenido ese tipo de experiencias me transmitía la tranquilidad del “mal de muchos, consuelo de tontos”.

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