Bernardo, el último Ministro de Justicia

Bernardo, el último Ministro de Justicia

Bernardo,  el último Ministro de Justicia.

  JOSÉ  LUIS  CARAMÉS  LAGE

Capítulo Primero.

EL HOGAR.

Nació entre los valles del Mendo y del Mandeo en un contexto de romerías profanas en las que las barcas se dejaban ir por el río, mientras que sus marineros por un día comían, entre muchas risas y voces altas, empanadas de berberechos, sardinas y bonito en lata, vertiendo sus vasos de vino sobre las faldas y pantalones del pasaje cuando las barcas chocaban muy suavemente contra los matorrales y las piedras de las riberas de las que desembarrancaban con el empuje de los remos. Le pusieron un nombre bien elegido y varios días pensado, aunque las iglesias más cercanas estaban dedicadas a San Pedro y San Nicolás, con la intención de distinguirlo de las costumbres más tradicionales que en aquel Pazo se daban los domingos y días de guardar.

Había nacido el 20 de agosto del primer año del siglo XX y su hermano mayor, Jesús, se dio cuenta que era el día de San Bernardo, el cisterciense y doctor de la Iglesia, considerado como uno de los personajes más importantes de la Europa del siglo XII, y el último Padre de la Iglesia. Aquel nombre lo tendría que llevar a mundos nuevos, sacarlo de aquellos valles tradicionales tan agobiantes y hacerlo un personaje importante en cualquiera de los nuevas tierras que en aquel momento se colonizaban. Su hermana María Luisa se fijó en sus grandes ojos y en que había nacido alegre, muy despierto hacia todo, y de manos y caricias amables. Sería un hombre guapo, atractivo y daría que hablar en aquellos valles, y aún en las montañas que rodeaban a la gran casona, llenas de árboles que se volvían verdes, muy rojizos y muy callados con el paso de las estaciones: Todo el entorno del Pazo de los Camacho, que así se apellidaba su abuelo materno, se había puesto de su lado para que lo viviese intensamente, puesto que aquel mundo ya sabía que su destino, antes o después, era el de marchase del lugar a descubrir la vida y sentirla como suya.

Bernardo creció despacio, saboreando cada momento en el que oía crujir a sus huesos cuando se estiraban echado en su sofá favorito, y aunque le dolían, pensaba que estaba creciendo, y que así sería tan alto como su abuelo, el coronel que había estado en Marruecos y en algunas guerras más de las que nunca hablaba. En unos años, realmente hasta los doce, no salió mucho de la aldea, dado que allí lo tenía todo. Su hermana María Luisa lo adoraba y le consentía demasiado, aunque le reñía cuando lo veía muy desordenado, tirado su pantalón en el suelo de la habitación, y ni siquiera encima de la alfombra; las sandalias colocadas de tal manera que cualquiera que entrase en el cuarto iba a tropezar con ellas, o su camisa colgada de una de las bolas de bronce viejo del pié de la cama antigua en la que dormía como si estuviese en un gran lago sin olas, lo que le permitía calentar un lado de la cama, y en el verano desplazarse para el otro lado para buscar un sitio más frío. Claro, en invierno no se movía del lugar en donde había colocado su cuerpo al entrar bajo las mantas de aquel gran lago, casi siempre de color azul y húmedo, algo que le hacía buscar el océano en sus sueños, y como consecuencia, provocar sus ganas de viajar.

Bernardo hizo la primera comunión en la iglesia de San Nicolás a tres kilómetros de su aldea. Don Ernesto, el cura relativamente joven encargado por el obispo de introducir a los niños de aquellas parroquias al Catolicismo, pertenecía a la otra iglesia, la de San Pedro, aunque había dicho que para todos los actos solemnes era mejor aprovechar la belleza gótica de la primera, con su planta basical y sus tres naves. Además, quizás fuese una mera coincidencia, aunque parecía que alguien lo hubiese pensado con tiempo, la puerta de la fachada principal de la casi basílica gótica tenía dos pares de columnas y un tímpano en el que aparecía la figura de Cristo con las imágenes de San Bernardo y San Benito a los lados. Y, su mejor amigo, quizás el único que tenía, se llamaba Benito y ahora entraba vestido de marinero a su lado, él iba de frac negro y pantalón a rayas muy grises, a recibir al cuerpo y sangre de Cristo.

Bernardo se pasó casi toda la ceremonia mirando para el juego de luces que iban y venían a través de los ventanales ojivales de la iglesia, y cuando se cansaba de fijarse en las luces, sus ojos se iban, sin levantar mucho la cabeza para que nadie se diese cuenta, hacia las bóvedas de crucería en abanico que tenía encima. De todas formas, al comulgar se sintió limpio por dentro y dispuesto a comerse, al menos, dos cuencos de fresas con nata que había dispuesto su madre para los dos amigos, sobre todo si se portaban bien y hacían que aquella ceremonia tan importante, eso dijo su madre, no tuviese ningún inconveniente, ni sufriese avatar alguno. Y, la verdad, aparte de desviar sus ojos hacia lo más bonito de la iglesia, él y su amigo, que había mantenido la cabeza mirando para el suelo y para el respaldo del banco siguiente, no se habían apartado lo más mínimo de las exigencias de una ceremonia como aquella en la que se había pedido dignidad y respeto.

Por eso, los dos tazones bien colmados de fresas con nata, todo natural, supieron a gloria, impidiendo poder cambiar impresiones hasta tener bien limpio, usaron la lengua ya que estaban solos, el cuenco de porcelana blanca que les habían llenado dos veces con aquel manjar al que habían echado bastante azúcar.

––¡Vaya rico que está esto! -dijo Benito.

–Mi madre lo mandó preparar para que nos portásemos bien – dijo Bernardo.

–Hicimos todo lo que nos dijo don Ernesto – aseveró Benito.

––Si. Y tú más que yo. Tú crees más que yo. A ti te gusta que exista Dios y a mi no me importa mucho. Debería haberlo, digo yo -dijo Bernardo.

––Creo que ya hemos hablado de esto. Y no me has contestado a mi pregunta ¿Quién ha creado el mundo? ¿Quién ha hecho a los caballos, las vacas y a los cabritos, y claro, a las personas y a las flores? – preguntó Benito.

––A lo mejor se hicieron ellos solos, -dijo Bernardo mirando para su amigo.

––Vaya, yo pensaba que doña Leonor nos lo había explicado bien. Venimos de las relaciones entre células que se unen para crear a los seres vivos, pero por mandato de un Ser Superior -mencionó Benito empezando una clase bastante metafísica de ciencias naturales.

––Si. A mí me cae bien la profesora pero no tiene por qué saberlo todo. A lo mejor en eso se equivoca -señaló Bernardo.

––Tú hablas de esto para llevarme la contraria. Pero hoy estamos de fiesta y yo creo en lo que creo y tú cree en lo que quieras -dijo Benito.

––Tienes razón. Era para saber si ya teníamos sentido común, pues todo el mundo dice que al hacer la Primera Comunión ya te viene el sentido común -manifestó Bernardo.

––¿Estaban buenas las fresas? -preguntó la madre de Bernardo.

––Si. Y la nata también -observó Benito con los ojos iluminados.

––Bueno, me alegro. Iros a jugar, pero dejar aquí la chaqueta y ya os llamo para la comida  -dijo la señora Camacho, doña Adela, la del Pazo, la madre de Bernardo, sonriendo.

Los dos amigos jugaron a todo lo posible durante otros siete años, hasta los catorce, aprendiendo el tute, la brisca, el dominó, algo el ajedrez y a pescar. Lo que mejor se le daba a Bernardo eran las cartas, mentía y no se le notaba; apostaba una invitación a un boliche de naranja o de limón y ganaba siempre. Lo hizo aquel día en el que se sentó -debía tener reciente los trece años- en la mesa redonda del bar de don Ernesto con el médico, don Justo,  y el pintor de brocha gorda con mucha experiencia en dar varias manos de cal a las casas del lugar, que se llamaba Eladio. Los tres presumían, Bernardo el que menos, no estaba en la edad, de ser expertos en el tute cabrón y jugaron durante más de tres horas. Hasta invitaron a Bernardo a una copa de Soberano para ver si se le subía a la cabeza y dejaba de cantar tanto las cuarenta. No hubo forma y el muchacho ganó derrotando a los máximos expertos del lugar y de los alrededores, algo que le supuso cierta fama, aunque no siempre positiva, al menos dentro de su familia. Por eso, su hermana le reñía cada vez que llegaba un poco tarde a casa, ya que pensaba que venía de jugar.

A los quince años, aprobada la reválida de cuarto, los dos amigos se desplazaron al instituto para seguir con el bachillerato superior. Bernardo eligió letras y su amigo Benito, ciencias, lo que supuso cierto alejamiento al menos físico, ya que seguían viajando hasta Betanzos juntos e inseparables. Se trasladaban de ida y vuelta, eran unos cinco kilómetros, de varias maneras. Las más en bicicleta que tenían los dos desde los doce años y que se las habían comprado bastante grandes para que les sirviese cuando creciesen.

Los colegios privados de segunda enseñanza aparecieron en Betanzos con la revolución de 1868 y el destronamiento de Isabel II y el sexenio democrático. Unos años más tarde se crearon los Institutos Libres o Municipales en donde se impartía el bachillerato con validez académica. La matrícula costaba, era para las familias que podían pagarla, 320 reales y los dos amigos la abonaron conscientes de que otros no podían hacerlo. Al instituto que iban se le había llamado hasta el año 1891, Colegio de Primera y Segunda Enseñanza Santa Teresa de Jesús, aunque no había sido de monjas, sino que el nombre se debía a que la Santa era considerada una doctora de la Iglesia, más por sus ocurrencias que por su sabiduría, aunque decían que ésta era mucha.

Durante el bachillerato, Bernardo estudió Latín, Castellano, Psicología, Retórica, Lógica y Ética, mientras que Benito se introdujo en el Álgebra, Geometría, Trigonometría, Física, Historia Natural e Higiene. Los dos tuvieron buenos profesores. Entre ellos, Martínez Araujo de latín y castellano, y León y Robledo de retórica que le habían dicho a Bernardo que, uno de los mejores profesores que habían conocido era un antepasado suyo llamado H. García, docente en Psicología, Lógica y Ética. El antepasado sabio se llamaba Hipólito y había nacido en el año 1836 en el mismo Betanzos. Obtuvo brillantes calificaciones, algo que Bernardo debería emular, cursando enseñanza secundaria como alumno interno en el Seminario Conciliar de Santiago. En 1862 obtuvo el grado de doctor en la Academia de Sagrados Cánones con una tesis titulada La poligamia considerada como opuesta al derecho divino, asunto que llevó al joven Bernardo a discutir tal tema en profundidad con sus compañeros de clase y con Benito de vuelta del instituto hablando desde la bicicleta. El título de doctor se lo concedieron en Sagrada Teología, siendo, dos años después, nombrado profesor sustituto permanente, nombramiento que parecía contradecirse, y que a Bernardo le suponía cierta rotura en su idea del sentido común y de la lógica de los que presumía desde su Primera Comunión. El nuevo puesto le supuso a Hipólito un sueldo anual de seis mil reales y trabajo en la Facultad de Teología. Además, impartió clases de religión, psicología, lógica y ética en el Instituto Libre, del que llegó a ser su vice-director. También, y desde 1874 a 1881, tuvo a su cargo la dirección del Colegio Privado en Betanzos, ejerciendo su docencia en psicología. Debemos señalar que algo de herencia genética debía haber producido tal personaje en Bernardo dada la gran afición que éste poseía hacia la psicología y la retórica, materias en las que obtenía muy buenas notas.

Hipólito ejerció de ecónomo en San Martiño de Tiobre, algo parecido a lo que, como veremos, realizó años más tarde el joven Bernardo. Hipólito durante la década de los años 1870 obtuvo el curato de la iglesia parroquial de Santiago, fue capellán del Hospital de San Antonio y presidió la cofradía de la Congregación del Clero, todos empleos en donde había que realizar una gran labor diplomática, llena de rigor, pero también plena de comprensión, virtudes que parece influyeron en la futura trayectoria de Bernardo.

Como ejemplo de su herencia y tendencia hacia el equilibrio que recibió Bernardo contaremos una historia de su antepasado. Así, en el año 1886, catorce años antes de que Bernardo naciese, Hipólito formó parte del jurado del Certamen Literario promovido por el periódico, que también llegó a anunciar el nacimiento de Bernardo, titulado Las Mariñas, para el que se ofreció un premio consistente en una Lira de plata para galardonar al autor que mejor desarrollase el siguiente tema: Memoria histórica acerca de los establecimientos de beneficencia y fundaciones a favor de las clases pobres que existen en Betanzos. Y, esta labor tan social, como señalaremos más tarde, ejerció también influencia en la vida de Bernardo.

Benito eligió como su mejor profesor al señor García Sánchez que enseñaba varias materias: física, química, historia natural, fisiología e higiene. El profesor García Sánchez llegó a ser el director del Colegio Privado de segunda enseñanza en donde se daban los cursos pertenecientes a la enseñanza secundaria. Sea como fuese, las comparaciones entre don Hipólito y el señor García Sánchez eran inútiles dada la diferencia de las materias y la guerra, consciente o no, entre las letras y las ciencias.

En el año 1918, Bernardo y Benito contemplaron sus diplomas de bachillerato superior con bastante nerviosismo, leyendo en voz alta que se certificaba que cada uno de ellos había obtenido la calificación de Sobresaliente en el bachillerato de letras y de ciencias. Comprobaron que salvo en esas dos palabras lo que se decía en el título era igual, salvando, claro está, sus nombres y su inclinación científica.

El día del reparto de diplomas, volvieron para casa más rápido que de costumbre, quizás pensando al compás del pedaleo que ahora, realmente, eran ya unos hombres con sentido común. En las dos casas salió a relucir el orgullo familiar y una invitación de Bernardo a su amigo Benito para volver a tomar dos cuencos de fresas con nata montada, algo que, entre risas nerviosas, los llevó a recordar su primera comunión. 

––Enhorabuena por el título, Bernardo – dijo Benito.

––Lo mismo te digo, amigo – contestó Bernardo.

––Ahora, tendremos que pensar en el futuro -señaló juicioso Benito.

––Si, es verdad. Pero primero nos queda el verano y tenemos que pasarlo bien – anunció Bernardo.

––¿Lo prometes? – preguntó Benito.

––Si, lo prometo. ¡Vivan las fresas con nata! – dijo Bernardo.

––¡Viva la madre que te parió! – exclamó Benito, levantando su cuenco.

––¡Viva! – sostuvo Bernardo, muerto de risa.

Aquel verano fue el mejor de su vida para los dos amigos. Enseguida se dispusieron a no perderse baile y romería de la comarca. Empezaron con la fiesta de la Merced del segundo domingo de julio en la parroquia de San Pedro de Oza, para acabar en la festividad de la Benditas Ánimas en el último domingo de agosto en la parroquia de Porzomillos. Pero en donde lo pasaron realmente bien fue en las fiestas de San Roque y durante su jira fluvial en una lancha entoldada, pintada y engalanada con guirnaldas y farolillos estilo verbena que, con el motor apagado y mesas en la cubierta entre la proa y la popa llenas de gente que comía y bebía todo lo inimaginable de una fiesta campestre muy pagana, se dejaba llevar por la corriente del río Mandeo. Esta gran romería profana había comenzado a celebrarse en el año 1889 durante la fiesta de San Roque pequeño, cuya festividad es el día 17 de agosto y cuyas ceremonias se realizan en la capilla del convento de Las Cascas. En el lugar se sacaba en procesión al santo, se comía mucho y lo que sobraba se consumía al día siguiente. Era el momento en el que se construía un gran globo de papel y se soltaba en la Plaza del Campo al llegar la noche. 

Los dos amigos, como no tenían barcaza propia, se subieron a una de las públicas, votadas por el ayuntamiento. Era de color azul claro y muy llamativa por lo adornada que estaba. En ella se encontraba un grupo de jóvenes de ambos sexos que no paraban de reír y de comentar como les iba en la fiesta.  Los dos amigos participaron con unos buenos bocadillos de chorizo, aún blando pero bien frito; con una tortilla de patata con bastante huevo y con un buen trozo de carne asada aún caliente, que les habían cocinado la madre de Benito, que era más partidaria de ese tipo de fiestas populares, alejadas de la sofisticación que se palpaba en el Pazo. Todo ello, estaría regado, así lo dieron a entender a los demás pasajeros, con tres botellas de vino de Betanzos, un tinto bastante espeso que manchaba los labios hasta ponerlos morados.

En la barcaza, el grupo de jóvenes llevaba varias gaitas y algunas muchachas que no llegaban a los veinte años y que tenían horas de asueto, ya que al celebrarse la fiesta de día, era más fácil que las dejasen salir de casa. Comenzaron a tocar la gaita y a cantar y los dos amigos se unieron a ellos, sacando una botella de vino que corrió de boca en boca muy rápidamente. Entre trago y trago, sacada ya la comida de los cestos que había por el suelo y de la bolsa que llevaban los dos amigos, pronto se comprobó que las muchachas traían diferentes tortillas de patata; empanadas de bonito y de rajo de carne, algo que derribó cualquier barrera de timidez entre los pasajeros. Al irse la desconfianza todo comenzó a inclinarse hacia la exaltación de la amistad para acabar entre abrazos poco maliciosos, mientras se metían la comida, unos a los otros, en la boca. Benito tenía de compañera de banco marino a Rosalía y ya le recitaba poemas diciéndole:

  Mi ser, arde con tus dardos de hielo

  Y estando muerto, no muero.

  Dulce veneno inoculaste en mí,

  Regocijándose en mi dolor…

A lo que la muchacha solamente contestaba, ¡eres un gran poeta!, ¡eres un gran poeta!, entre las risas de los que oían a Benito recitar. El muchacho se agarraba a ella y los dos se acariciaban la cara despacio y sin tocarse demasiado.

  Bernardo se había sentado al lado de una joven algo mayor que él, quizás sobre los veinte o veintidós años. Vestía con falda negra y camisa verde oscura, quizás, eso lo pensó Bernardo, para que no se notasen las manchas ante la perspectiva de comer como paganos. Era morena y tenía los ojos con ciertos matices verdes, sobre todo cuando le daba el sol, o se echaba para atrás riéndose. Comía despacio y antes de que apareciese la comida había cantado muy bien, conociendo las letras de las canciones y entonándolas con gusto. Reía con ganas pero no de forma exagerada; no bebía demasiado y cuando lo hacía solamente tragaba sorbitos. Le dijo que se llamaba Clara y que era de una villa de cerca de Betanzos, a quince kilómetros, que se llamaba Ares, lugar en donde las fiestas eran en el Corpus Christi durante el cual las calles del pueblo se convertían en mantos de flores hechos por los vecinos. Su padre era pescador por la ría de Ares y la de Betanzos, y vivía en una pequeña casa con huerta al lado del mar, sin cuyo olor, eso le dijo a Bernardo, no podría vivir.

  Bernardo le comentó de donde era él y ella le interrumpió diciéndole que ya sabía quien era, pues ser del Pazo de los Camacho implicaba ser conocido, aunque no siempre admirado. Y, de momento, nadie tenía nada en contra de él, que ella supiese, ya que no había nada malo que echarle en cara. De todas formas, quizás para dejarlo en su sitio o para tenerlo controlado, Clara apostilló que aún era muy joven para hacer faenas o cosas malas a los demás humanos. A Bernardo no le supo demasiado bien tanta seriedad en un día tan profano y pensó en cambiarse de sitio, ponerse al lado de una rubia gordita que no dejaba de guiñarle el ojo, quizás como resultado del vino tinto bebido. Pero, se contuvo. La razón para tal contención no era otra que aquella chica le gustaba, eso se dijo y haría lo posible por conquistarla.

––Y, ahora que has acabado de estudiar el bachillerato, ¿qué vas a hacer? – preguntó Clara.

––No se si es el momento para hablar de eso – dijo Bernardo.

––Claro que si. Lo es. Y, ¿sabes por qué? Porque me estas gustando y si te marchas en un mes me dejarás el corazón roto y moriré de dolor en la ventana de mi casa, la que da al mar más azul – confesó con chispas en los ojos la muchacha.

––Desde que me senté a tu lado me estás tomando el pelo y me dejo porque a mi si me gustas – dijo Bernardo mirando para ella fijamente.

––Si, estoy de broma, pero no tanto como quisiese, ya que también me gustas un poco – dijo Clara.

––Me iré a Santiago, a la universidad, pero no está en otro país, solamente a unos kilómetros y volveré los fines de semana, claro está – dijo Bernardo.

––Me alegro por ti. Yo acabé el bachillerato hace cuatro años pero no pude ir a Santiago. En casa hago falta. Soy hija única y mi madre me necesita, pues mi padre se va a pescar casi a diario y no va a quedarse sola – señaló Clara.

––Lo siento. ¿Qué te gustaría haber estudiado? – preguntó Bernardo.

––Enfermera, seguro. Pero ahora puedo practicar con mis padres y no me arrepiento de la decisión que he tomado – dijo Clara.

––Y, tú, Clara, ¿me esperarías los fines de semana a que volviese de Santiago?  – inquirió Bernardo, bastante serio.

––Es pronto para decirlo. Te acabo de conocer y no se nada de ti. Quizás si nos vemos algo más antes de que te vayas a Santiago, podría contestarte a la pregunta. De todas formas hoy estamos de fiesta y nos hemos alejado de los demás – dijo Clara.

––¡Oye!, ¡Vosotros dos! No vale eso. Hay que estar en la fiesta – gritó la rubita que había dejado de guiñarle el ojo a Bernardo con voy chillona y algo celosa.

––¡Vale! ¡Vale!, me estaba preguntando por la orquesta – dijo Clara a su amiga.

––Y si le ibas a dejar bailar apretado, je, je – dijo la rubita.

––Olivia, ¡calla la boca! ¡Te está sentando mal el vino! – dijo Clara con voz suave pero muy intensa.

Calmado el ambiente, Bernardo se arriesgó y le cogió la mano por debajo de la mesa a Clara y ésta, no la separó aguantando sus caricias por momentos, hasta que la subía para coger algo y después de unos segundos, la volvía a bajar, para que el muchacho se la volviese a coger. Se miraban poco para no llamar la atención y los dos dejaron de beber vino, quizás para ser más conscientes del momento por el que estaban pasando.

A media tarde, alejándose la luz del día, descendieron de la barca, alguno de los muchachos dando traspiés, agarrados a dos de sus amigas, para dirigirse al embarcadero del Puente Viejo y asistir a los fuegos artificiales. Bernardo y Clara no hablaban pero apretados entre la gente se había cogido de la mano, juntos sus cuerpos de lado para esconder tal atrevimiento.

Los fuegos no duraron mucho y la gente tenía más miedo a que cayeran las varillas encima de ellos que a los ruidos que producían aquellos petardos voladores que hacían callar a la gente. Se acabaron a los veinte minutos y el grupo de la barcaza se dirigió hacia el merendero en donde tendría lugar la fiesta. Antes de llegar ya se oían los sones de El Beso, ese pasodoble en el que se dice varias veces Olé.

–  Voy a bailar hasta que me caiga de rodillas – anunció Benito, haciendo reír a Rosalía.

–  ¿Sabes? Bernardo es el que mejor baila de todos. Empezó a los siete años y no ha parado – afirmó Benito dirigiéndose a Clara.

–  Tendrá que demostrarlo – dijo Clara mirando para su nuevo amigo.

Bailaron hasta las dos de la mañana. Lo hicieron bastante agarrados y siempre cogidos de la mano de una manera especial, con los dedos entrelazados y moviéndolos para sentir más. Había mucha gente y nadie se fijaba en ellos. Se dieron cuenta que los demás también iban a lo suyo y el mismo Benito y Rosalía se abrazaban en las lentas para disimular después en las más bailables entre risas y saltos.

La verdad es que Bernardo y Clara estaban encantados de haberse conocido, y aunque había muchas cosas que decirse, casi no hablaban. No se soltaban la mano cuando acababa la pieza y mientras no empezaba la otra se decían cosas breves sin mucha importancia. Parecía que los sentimientos no debían ser formulados en el baile y tenían que ser guardados para una mejor ocasión en la que estuviesen solos o en un espacio más reducido, quizás a la orilla del río y merendando con bocadillos de tortilla con mucha patata, ya que el huevo mancha; galletas de coco, y para beber, leche hervida y algo templada. Así pensaba Bernardo, mientras apoyaba toda su mano, muy estirada, en la espalda de Clara a la que apretaba hacia sí, de vez en cuando.  Llegó el popurrí final con los músicos moviéndose en el palco al son de su música y dando un espectáculo que hacía parar de bailar a las parejas, y reír a todo el que los mirase. Nuestra pareja dejó de bailar y cogidos de la mano reían al ver a los dos saxos pegarse y separarse soplando hasta ponerse colorados, escapando de las tres trompetas que sonaban muy fuerte.

El baile acabó y Bernardo acompañó a Clara hasta el autobús que la trasladaría a Ares. Al lado del bus estaban Benito, Rosalía y Olivia, la rubia y gordita, dirigiendo a todos.

–  Os dejaré ir juntas a Rosalía y a ti – le dijo Olivia a Clara. Supongo que tendréis muchas cosas que contaros.

–  Gracias, Olivia. Eres buena. ¿Verdad Benito, qué es buena? – preguntó entre sonrisas Rosalía.

–  Gracias por esta tarde, bueno, día casi completo – observó serio Bernardo, mirando para las tres muchachas.

–  Si. Lo he pasado muy bien y ahora ya tengo amigas en Ares – declaró Benito que venía todo sudado de los brincos que había dado bailando con Rosalía.

–  ¡Seremos amigos para siempre!  – anunció Olivia.

–  ¡Eso, lo juramos! – aseguró Rosalía.

–  Vamos a subir el autobús que ya da las luces – anunció Clara.

Como si fuese algo muy natural, Clara se acercó a Bernardo y lo besó en una mejilla, al tiempo que decía,

–  No me olvides  ¿vale? –señaló seria.

–  No pensaba hacerlo. Nos veremos pronto -prometió Bernardo.

–  Ven aquí que te voy a morder – dijo Olivia a Bernardo. Como trates mal a mi amiga, te persigo por todas las rías gallegas – expuso sonriendo.

–  Tú, ten cuidado con ese ojo que guiñas tanto, te vas a quedar tuerta – declaró Bernardo entre las risas de los demás.

–  Dame a mi un beso también – dijo Benito.

–  Te lo doy yo que Clara ya tiene quien se los dé – anunció Rosalía besando en las dos mejillas a Benito,

–  Nunca más me lavaré la cara – dijo Benito.

–  Cochino. Hazlo, que falta te hace – mencionó la rubita y gordita ya desde la ventanilla abierta del bus. 

–  Adiós. Ser buenos – dijo Clara.

–  No le dejaré que sea malo – contestó Benito agarrando de los hombros a Bernardo.

–  Adiós, Rosalía – se despidió Bernardo. Has hecho feliz a mi amigo – señaló el muchacho.

–  Espero que sí y que continúe la historia – contestó Rosalía.

El autobús comenzó a dar marcha atrás y todo eran manos diciéndose adiós. Bernardo miró para Clara y se atrevió a decirle con los labios, sin voz, “te quiero” algo que iluminó la cara de Clara que asintió dos veces con la cabeza. El autobús se paró, raspó un poco la marcha y comenzó a andar despacio hasta desaparecer por la curva. Bernardo se sintió emocionado de una forma extraña y por primera vez en su vida, algo se le quebró dentro, algo que le ahogaba, dándole ganas de llorar. Claro, se dio cuenta que eso no lo podía hacer allí delante de toda aquella gente y comenzó a respirar profundamente para poder volver a la normalidad. Mientras tanto, Benito no paraba de hablar de Rosalía a la que tendría que ver muy pronto.

Pasaron tres semanas antes de volver a verse. A principios de septiembre los dos muchachos habían tenido que ir varias veces a Santiago de Compostela, a las oficinas de la universidad para matricularse. Benito se decidió por las Ciencias Químicas y Bernardo, sin mucho que pensar, lo tenía claro hacía tiempo, se matriculó en Leyes. La Facultad de Derecho era un antiguo edificio de los jesuitas, de cuando la Compañía de Jesús fue expropiada por mandato de Carlos III en el año 1769. En el año 1844 se había creado el Colegio de Abogados de Santiago y la abogacía, con todas sus múltiples ramificaciones, había dado un gran impulso. 

La historia de la universidad había que saberla. A los dos amigos se les había metido en la cabeza que, por lo menos, tenían que conocer quien la había fundado y por qué. Por supuesto, y tratándose además de Santiago de Compostela, la había puesto a andar el arzobispo Alonso III de Fonseca, buen amigo de Erasmo de Rotterdam poco años antes del comienzo del siglo XVI. Al inicio se habían constituido tres Colegios, el más famoso, como era de esperar,  el de Teología, para ir creándose, poco a poco, otros Colegios como el de Leyes y Medicina. Desde el primer momento hubo gran cantidad de estudiantes que se reunían muy a menudo en plazas, bares y mentideros por un lado, o por el otro, de la ciudad. Esta camarería la habían concretado hasta en un Batallón llamado Literario para luchar en contra de los franceses en la Guerra de la Independencia española.

Esta parte de la historia de la Universidad de Santiago se la contó a nuestros amigos don Manuel, el dueño del Hostal Casa San Nicolás sito en la calle Sar de Afora, número uno, que fue el lugar que contrataron como pensión casi completa a 30 pesetas al mes desde octubre a finales de junio. Por ese dinero, doña Juana, la esposa y cocinera ahorradora del hostal, les daba el desayuno y la cena de lunes a domingo, facilitándoles una habitación a cada uno con cuarto de baño compartido. La verdad es que la Casa, situada en las cercanías de la catedral y entre las calles rúa das Hortas y rúa das Carretas, era de piedra con un solo piso en donde sobresalían cuatro ventanales pintados de verde oscuro de esos que tienen ocho cristales por donde entra el viento y el frío en el invierno y el aire caliente en el verano. Tenía un patio en donde había una fuente que antiguamente parecía haber hecho de abrevadero para el ganado y que ahora correspondía a la de un lugar ajardinado con fuente antigua incluida. Las habitaciones espaciosas tenían madera en el suelo. Los techos que poseían un par de vigas que los cruzaban eran también de castaño. Los zócalos de las habitaciones estaban pintados de marrón oscuro y las paredes de un color cobrizo amarillento. Cada habitación tenía su armario, silla, mesa y una alfombra de colores apagados, entre rojizos y amarronados, que parecían hacer juego con el color oscuro de la madera barnizada hacía poco tiempo. La cama era grande y con una colcha marrón también oscura, guateada para que pareciese pretenciosa y ser considerada antigua. Una lámpara con tres bombillas colgaba en el cruce de las dos vigas del techo y un flexo en la mesa daban luz artificial a la habitación, aunque la que entraba por la ventana era suficiente hasta bien llegado el atardecer. Por eso, la luz natural se aguantaba bien varios meses al año. Lo peor era el frío en los meses de invierno pero, cuando eso llegaba, Bernardo tenía aquella chaqueta azul viejo forrada y de buena lana tupida que le había hecho su madre para que el futuro estudiante de Derecho no pasase frío sentado y leyendo Derecho Administrativo. La habitación de Benito era la contigua y eran casi iguales, aunque en vez de dos vigas de madera cruzando todo el techo, tenía una sola viga, quizás más ancha, partida en forma de cruz en donde se aguantaba bien la lámpara.

Las Ciencias Químicas habían aparecido después de la expulsión de los jesuitas por Carlos III y su Facultad ya llevaba varios períodos de iniciativa en la ciencia de la alquimia y sus derivados. Benito, lleno de romanticismo, y sobre todo, de juventud, le había dicho a su amigo que, en vez de química lo que le habría gustado estudiar era la Alquimia. Claro, Bernardo le había contestado que bajase de la nube lo antes posible.

Algo que les habían comentado en la oficina de las matriculaciones fue que ya verían a mujeres universitarias de una manera natural, puesto que las primeras se habían matriculado en el año 1913 y estaban en el 1918. Les gusto, sobre todo a Bernardo, que hubiese una Biblioteca de América para leer libros sobre la conquista española y los problemas de la independencia de los países americanos. Además, estaba seguro de ello, sería un lugar de encuentro entre estudiantes. El Derecho en Santiago había entrado bastante antes, casi en el inicio de los Colegios, pero se enseñaba principalmente Derecho Eclesiástico  para, poco a poco, adentrarse en el Administrativo y Penal.

–  Estaréis muy bien aquí – señaló don Manuel.

–  Esperemos que sí – respondió Benito. No es barato.

–  Ya, pero doña Juana os dará bien de comer y tendrá que lavar las sábanas, las toallas y todo eso. Aquí cuesta dinero hasta el agua – observó el dueño del Hostal.

–  Bueno, habrá que ser un poco héroes – dijo Bernardo.

–  Hombre, para héroes los del Batallón Literario que lucharon en contra del francés –  mencionó don Manuel.

–  ¿Quiénes eran esos? – preguntó Benito.

–  ¿No sabéis la historia? Bueno sois jóvenes y nuevos aquí, en la universidad  -afirmó don Manuel.

–  Os lo cuento: El Batallón Literario se formó en el año 1808 en un claustro presidido por el arzobispo de Santiago de nombre Rafael Muzquiz. Eran estudiantes de la universidad que decidieron luchar en contra de la invasión francesa. Estaban mandados por un coronel que era el marqués de Santa Cruz de Rivadulla. Se incorporaron a las tropas españolas que mandaba Joaquín Blake y con el grado de cadete lucharon hasta el 1816.  Entre sus hazañas, que fueron bastantes, se cuenta que entraron en la ciudad de La Coruña disfrazados para reconocer las baterías y qué tipo de ejercito mandaba el mariscal Ney que estaba en la ciudad. Sobresalió entre ellos un muchacho de 18 años llamado José Ramón Rodil, alumno de Teología y del pueblo de Santa María de Trobo en Lugo. Al acabar la guerra se fue a Perú para seguir su carrera militar, llegando a capitán general y a ministro.

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