I.  La encomienda

Al llegar a la oficina me encontré con la mirada compasiva de Yadira, la secretaria de Don Doroteo Martínez y mi compañera de trabajo, lo que me hizo suponer que el jefe estaba disgustado conmigo; ahora lo importante era saber la razón, pensé.

-Bueno, días, Yadira, ¿A qué viene esa mirada de misericordia?- Ella, haciéndome una señal con el dedo apoyado en sus rubicundos y voluminosos labios me indicó que me callara y me señaló, agitando la mano, para que siguiera mi camino de frente. Entonces me encaminé al despacho del Sr. Martínez para darle los buenos días. Estaba de muy mala humor y echaba humo por la nariz, la causa de lo primero me era desconocida, la segunda era por el cigarro que mantenía muy apretado entre sus opacos dientes mientras bufaba como un toro.

-¿Qué tal está?- le pregunté, aprovechando que tenía la mirada dirigida hacía unos documentos que leía con atención.

-¿Ya se enteró?- me inquirió, sin responder a mi saludo ni levantar la vista.

-¿De qué?- contesté de forma inocente sin imaginar en absoluto de lo que se trataba, aunque las últimas semanas había cometido errores garrafales  en los trámites y gestiones de documentos oficiales o demandas, como era lógico pensar, el resultado era que ya le estaba colmando la paciencia a don Doroteo por los disgustos que le habían ocasionado los clientes al quejarse de mi ineptitud para realizar cosas tan simples como las que se me encomendaban.

-Pues, ¿de qué va a ser? Otra vez metió la pata con los documentos de los Domínguez,- se levantó bruscamente, arrojó su cigarrillo a la papelera con extrema puntería y me cogió por la solapa de la chaqueta.- ¿Sabe cuánto dinero vamos perder por sus tonterías?- me miró y soltó la cifra de cinco mil pesos deletreándola con ironía.

-Lo siento de verdad, Señor Martínez, no sé qué me pasa. Eso nunca me había sucedido antes, es que… -No me dejó explicarle que me encontraba un poco turbado emocionalmente y que le había perdido el interés a la abogacía.

-Mire, le voy a dar la última oportunidad de que se reivindique conmigo, pero esto lo hago más por usted que por mí. Hay una gran herencia de muchos terrenos, casas y cuentas de banco que no se pueden cobrar porque el difunto, que en paz descanse, nunca se preocupó de poner  los documentos en orden y, claro, ahora no se puede hacer nada. Mejor dicho,-aclaró mirándome con una mirada penetrante-, sí se puede hacer mucho, tanto que quiero que se ocupe usted del asunto y hasta que no lo resuelva no quiero verlo por la oficina. Yadira le explicara lo que tiene que hacer, vaya y pregúntele por los detalles.-Me miró con los ojos anegados de sangre a punto de explotar, sentí su aliento con olor a tabaco, aroma de vainilla y su bilis agria, así que me di la vuelta y fui a ver a Yadira.

Por un cortísimo instante pensé que había llegado el momento de tirar la toalla y dejarlo todo para hacer lo que realmente me interesaba. Tal vez, me había llegado mi hora y lo mejor sería irme dejándole tirado todo el trabajo a don Doroteo y no volver, pero un pequeño destello de amor propio me obligó a sacar las agallas y no darme por vencido, me prometí a mi mismo que esa sería la última tarea que cumpliría antes de renunciar con todas las de la ley. Traté de no dejarme llevar por los recuerdos de mi infancia pero la imagen imperiosa de mi padre apareció de nuevo diciéndome, cuando era un mocoso, que de grande sería abogado y que tenía que cumplir con los requerimientos de la ley para hacer justicia aun tuviera que morirme en el intento. Sus palabras resonaron como platillos en mis orejas, hasta que llegué al escritorio de Yadira que levantó la mirada para darme una carpeta de color amarillo.

-Mira,-dijo con su hermoso acento habanero y su voz aguda-, aquí está toda la información, por desgracia hay muy poca  cosa, chico, y todo está patas arriba. Los documentos,- continuó diciendo, mirándome con sus enormes pestañas rizadas y acomodándose el incomodo sostén que contenía el fuerte empuje de su respiración, dicho hábito era una forma automatizada que repetía varias veces durante el día, algunos clientes adoraban esos movimientos y tardaban más de lo habitual en saludarla o despedirse cuando se aparecían sin motivo alguno por el bufete,- solo muestran.-continuó- el nombre del tatarabuelo, el cual, por desgracia, no lleva el apellido de sus descendientes, aunque todos afirman que eso está relacionado con las peripecias que el rico hacendado tuvo que urdir para engañar a sus enemigos durante el paso del porfiriato a la revolución y de ésta a la guerra cristera, así que ármate de paciencia y empieza a buscar algunas pistas que te lleven al meollo del asunto y no te corra el jefe. Ah, perdona- gritó de pronto-, que no te lo haya dicho al principio, pero es que con tantas prisas, una tiene que hacer maravillas, mi amor, tú sabes, pues que se trata de una gran herencia de muchas tierras, ganado y haciendas en Zacatecas y Aguascalientes. Mira y estudia los documentos,  si no entiendes, llámame y ya te lo investigo, papito. -Le di las gracias a la mulata cubana con la esperanza de que esa no fuera la última vez que la trataba como colega, ella me mando un beso soplando sobre sus dedos de forma muy sensual y fue cuando entendí por qué nuestro vecino, el señor Pedrito, la adoraba tanto.

Salí del edificio donde se encontraba nuestra oficina y bajé por una calle hasta llegar a la cafetería donde se reunían los abogados para comentar los chismes del día. No sé si exista en otro lugar un sitio tan peculiar como la cafetería El águila, que no tiene nada de particular, salvo que fue fundada a principios del siglo XX por un comerciante muy poderoso y con el paso de los años había perdido su opulencia para servir de punto de reunión de los letrados, jubilados y en función, que se daban cita todos los días, incluyendo los fines de semana, para acordar transacciones, decidir juicios, crear conspiraciones y hacer todo tipo de chanchullos para que los jueces en los juzgados decidan las sentencias a su favor. Un ser muy característico en este local era el licenciado Chepeque era astuto y se las sabía todas, usaba el pequeño comercio de café como oficina personal y no le importaba dar consultas a cualquiera que se lo pidiera a cambio de un café con leche o una sabrosa comida, todo dependía de lo complicado del caso que se le planteara. Don Chepe ni siquiera era abogado pero de oídas habría podido presentar una tesis en cuestiones laborales, civiles o penales y defenderla sin lugar a dudas con mención honorífica, era por eso que las personas que no tenían dinero para pagarse un abogado de renombre se dirigían a él y en la mayoría de los casos salían victoriosos de sus disputas legales gracias a la sabiduría y enorme experiencia del simpático anciano.

Entré y le pedí a una camarera baja y fortachona unos huevos fritos bañados con salsa picante, un café con leche y un bísquet e inmediatamente me fui a sentar a la única mesa que quedaba libre cerca de la ventana. En cuanto me senté, la mujer colocó un plato con los huevos y un platito con  el bísquet. Cualquiera habría pensado que el servicio  del establecimiento era el mejor del país, sin embargo el que me hubieran atendido tan rápido se debía, en primer lugar, a que a esa hora el menú consistía de tres combinaciones de platos y en la repisa que había a un lado de la cocina surgían las porciones de huevos como las flores en primavera los preparaban con salsa,  fritos o con jamón,  así  las que las camareras solo iban por lo que necesitaban y lo servían al instante. La ceremonia del café iba acompañada de un chorro semejante a una serpiente  liquida que dejaba caer la camarera desde lo más alto que le permitía su brazo levantado, el sonido del choque del café con la leche producía unas burbujas deliciosas y excitantes que se agrandaban vistas a través del cristal de los vasos, los cuales dejaban entre ver la liga de los muslos que cada encargada descubría al estirarse tanto, entonces era imposible comprender qué causaba más deseo el muslo regordete o la ansiedad de ingerir cafeína. Le di las gracias a la complaciente camarera.

En ese momento Don Chepe, quién estaba sentado a dos mesas de distancia debajo del  enorme y elevado candil  luminoso del salón, estaba contando una de sus famosas anécdotas que le había dado una envidiable popularidad. Había varios practicantes de derecho riéndose a sus costillas, pero en el momento en que el anciano comenzaba a remedar  e interpretar las voces de los jueces, clientes y abogados que conocía, que le salían casi idénticas, cerraban el pico para disfrutar más de lo cómico del espectáculo. Como me sabía al dedillo las historias de don Chepe decidí echarle una ojeada a los papeles contenidos en el folder que me habían dado en la oficina, sin embargo las pocas hojas en manuscrito con mala caligrafía y las viejas copias de documentos oficiales que contenía, me hicieron desistir. Me relajé y oí las divertidas historias de don Chepe, solo para confirmar que me las sabía de memoria y que el divertido octogenario bonachón gozaba aun de buena salud y sentido común.

Don Chepe era muy bajito y llevaba una barba al estilo de Alonso Quijano que en su fino rostro de afilado perfil  se tornaba en medieval caballeresco, sin embargo cuando se le veía paseando por la calle era muy fácil asociarlo con un gnomo travieso, dado su andar enérgico, rítmico y alegre. Escuché por enésima vez la historia del juez que no entendió su chiste cuando le propuso que resolviera un acertijo muy popular en los juzgados, pero que por desgracia, era desconocido por ese ilustre magistrado y el final fue trágico.

-Mire, señor juez,- decía don Chepe con un aire de majestuosidad imitándose a sí mismo- nuestro caso es como el del hombre al que le propusieron salvarse dando únicamente la respuesta correcta a un acertijo cuando fue apresado por una tribu africana. La situación era esta, escuche con atención.

Un  explorador cayó en manos de los aborígenes  y para morir con honor se le ofrecieron dos  posibilidades, debía decir una frase que de ser cierta moriría envenenado y de ser mentira moriría en la hoguera, sin embargo con la frase que dijo el hombre no pudieron condenarlo. ¿Sabe Ud. cuál fue, señoría? 

-Don Chepe hizo una pausa para recibir las ovaciones de los presentes, al igual que lo había hecho entonces en aquel juzgado,- Todos disimulaban la risa,-susurró con voz chillona don Chepe, – mientras todo mundo reía por lo bajo, el juez con su actitud heló cualquier intento de burla o escándalo, puesto que estaba muy pensativo. Pasaron unos segundo y toda la gente notó que el juez, en realidad, estaba tratando de resolver el acertijo, con gran sorpresa lo miré,- decía don Chepe  como si estuviera contando una historia de terror,- sin poder creer que tan alta autoridad se tomara la molestia de resolver una nimiedad la sabían, incluso los niños, entonces se me escapó la siguiente frase,-agregó aullando como lobo-: “Vamos, hombre, ¿no se lo estará usted tomando en serio, verdad señor juez? Sí todos saben que…No pudo terminar porque el juez dijo: “Moriré envenenado”,  -Por un instante don Chepe sintió que había llegado demasiado lejos proponiéndole ese tonto acertijo al juez, y éste aprovechándose de la ocasión para sacar alguna sorpresa con su característico ingenio, había dado la respuesta incorrecta. No obstante, el temor de don Chepe era infundado porque el  juez estaba hablando en serio y estaba convencido de que su respuesta era la correcta. Luego don Chepe sin pensarlo explicó:

“Señoría, el explorador dijo que  moriría  en la hoguera y como para morir en la hoguera la frase tenía que ser falsa no pudieron meterlo a  la hoguera y para morir envenenado la frase tenía que ser verdad por lo tanto también se salvo del envenenamiento.  No es posible que sea usted tan tonto.”

De pronto, el juez advirtiendo que estaba quedando en ridículo, tomó lo primero que tenía a mano, que era un martillo de madera, y se lo lanzó a don Chepe, éste alcanzó a esquivarlo pero se cerró la sesión y después, como era de esperarse,  don Chepe perdió el caso. A partir de ese día todos los que se lo encontraban por las salas de los juzgados, en la calle o la cafetería, en lugar de saludarlo, le decían:

 “Don Chepe morirás de un martillazo, ¿eh?”

Después de disfrutar del divertido chascarrillo pagué la cuenta y me fui a hacer una llamada para quedar con María, pues habíamos quedado para ver una película que nos tenía en ascuas por la publicidad que se le había hecho y además, aparecía en el papel principal Al Pacino, quién tenía según palabras de María, un parecido enorme conmigo. Yo pensaba que eran figuraciones de ella y que de ser ciertas tendría que comparar al revés, pues siendo tan famoso Al Pacino, lo normal era que me compara a mí con él y no a la inversa, pero a ella eso no le importaba nada. En realidad, no éramos muy adictos a ver películas en el cine, pero como habían llevado a la pantalla la historia de un hombre que se metió a robar un banco para hacerle a su amigo la operación de cambio de sexo, sentíamos el morbo de verla para satisfacer la curiosidad y pensamos, por otro lado, que merecía mucho  la pena verla, puesto que habíamos leído una crítica de Tarde de perros en un suplemento del periódico y creíamos que esa película sería muy reconocida en las premiaciones del Oscar en Hollywood cuando se celebrara dicho evento.

María era diez años mayor que yo y, a pesar de que tenía sus malos ratos, nos compaginábamos muy bien, además salíamos sin ningún compromiso moral o sentimental. Lo que más nos importaba era pasar un rato agradable obteniendo cada uno la ansiada satisfacción y placer que nos podíamos proporcionar mutuamente.  Ella estaba divorciada, no tenía hijos y trabajaba como secretaria en una oficina de venta de electrodomésticos, tenía mucho tiempo libre y le gustaba leer, fue precisamente ese amor a los libros lo que nos había unido por casualidad porque un día fui a su oficina a entregar unas facturas y mientras esperaba que me los revisaran, entablé conversación con ella,  unos cinco minutos después ya habíamos hablado de Franz Kafka, Guy de Maupassant  y Antón Chejov como si hubiéramos conversado sobre el estado del tiempo.  Luego supe que esos cuentistas eran sus escritores preferidos y decidí regalarle unos libros de otras historias cortas  que consideré adecuadas para su temperamento práctico y  realista. Un día me llamó a la oficina para invitarme a comentar un libro que en especial le había gustado y quedamos de vernos en una cafetería muy popular de la zona rosa. Llegó muy ataviada con un pañuelo blanco con dibujos de flores y un vestido rojo entallado que realzaba su esbeltez y lo largo de sus piernas, el pelo recogido y el maquillaje modesto la hacían semejarse a una bailadora de flamenco.  El libro que me comentó fue el de  los cuentos misóginos de Patricia Hightsmith, luego tratamos el tema de El varón domado de Ester Vilar, la romana de Alberto Moravia,  después, por el calor de la conversación y alguna palabra que nos hizo remitirnos a Xaviera Hollander , el aire y la luz se tornaron más íntimos y seductores, volaban sobre nuestras cabezas ideas que entibiaban la atmosfera impregnándola de deseo y algunos vecinos de las mesas contiguas comenzaban a sentirlo, fue por eso que decidimos que lo más prudente sería continuar la conversación en un sitio más íntimo, así que María me propuso acompañarla a su casa.   Vivía en una habitación alquilada que era parte de una casa con patio y zaguán rojo, no estaba lejos del centro, según María era una ganga porque el alquiler era ridículo y además, la dueña, una viejita muy modesta la tenía en gran estima y la consideraba su amiga o, tal vez, su propia hija. Pasamos una noche romántica llena de roces, quejidos y sudor.                 A la mañana siguiente salimos, ella para ir al trabajo y yo para la universidad. Muchas ocasiones prefería quedarme con María acostado en la cama que ir a escuchar las lecciones de derecho romano que nos impartían en la universidad profesores de segunda. Llevábamos dos años juntos y teníamos una amistad que nos satisfacía en todos nuestros deseos y necesidades, por eso la relación iba avante.

En realidad salíamos poco porque a mí me daba un poco de vergüenza que me vieran con una mujer que me sacaba, sin tacones, diez centímetros de altura. María era muy bonita, tenía unas facciones que habría envidiado cualquier actriz o fotomodelo, pero no fue tan agraciada en otros aspectos porque  tenía más cintura que cadera y los hombros tan anchos como los de un atleta, a parte su voz que era un poco masculina y en muchas ocasiones nos tomaron por un par de amigos que se habían encontrado para tomar una cerveza y conversar en el bar. Ella era muy femenina en sus maneras, pero por las dimensiones de su cuerpo a algunos hombres les parecía que era un travesti cuando la miraban  de espaldas, no obstante, era suficiente que alguien viera su fino rostro de adolescente tardío en el que la tersura servía de prohibición  al paso del tiempo para que quedara prendado de su belleza.

II.  Datos preliminares

-Buenos días Adalberto, ¿Qué tal estás?-Fue el saludo menos cordial y más lleno de ironía que había recibido de la casera hasta entonces, bien sabía que era por el retraso que llevaba con las mensualidades del alquiler y que se le estaba terminando la paciencia a la casera.

-Más o menos, señora Chelo, sigo esperando que mi jefe me dé el adelanto que me prometió, pero no veo el día.-Pareció que esas palabras fueron suficientes para que entrara al trapo y me dio el embiste.

-Pues, hijo, lo siento mucho pero si este mes no me saldas tu deuda tendré que sacarte de patitas a la calle.

-No se preocupe, ya verá que el día veintiocho le traigo todo el dinero.

Pues más te vale que así sea porque mi marido ya me la sentencio, tú ya lo conoces, que pierde la paciencia y anda aporreando a quien  le quiera ver la cara de tonto o a quién le deba dinero. Hazme caso, no vaya a ser la de malas y acabes en el hospital, que conste que te lo he advertido, ¿eh?

-No se apure, señora Chelo, ya sabe que soy hombre de palabra y de ley.

-Bueno, ándale, ya vete a descansar que traes una carita de desvelado que no puedes con ella.

Subí por las estrechas escaleras de cemento, caminé hasta el fondo de la segunda planta y abrí la puerta de mi pieza, cerré la puerta metálica con cristales cuadrados, típica de este tipo de viviendas, y me eché en el pequeño diván que me servía de cama. Me quedé dormido.             Cuando desperté era de noche y en el patio de la casa los niños de la señora Chelo estaban armando una trifulca con el perro que no dejaba de ladrar. Entonces me acordé de que llevaba dos días sin ni siquiera leer los documentos que me había dado Yadira. 

Abrí la carpeta. Había una fotografía muy vieja y obscurecida de un documento  que, pensé, sería de finales del siglo XVIII porque en el sello que tenía se mostraba un águila posando de forma frontal, mirando a la derecha, con las alas abiertas y un  gorro de frigio figurando como gran sol, idéntico al que se usaba en la época de Porfirio Díaz, por desgracia, la letra con que habían escrito el documento era muy lúcida pero inteligible por lo borroso de la imagen, ya que, con seguridad, se había tomado de prisa y con una cámara que requería de mucho tiempo para su instalación. Había otra foto más pequeña y mucho más nítida que era un retrato en colores sepia, sucia, muy arrugada con las esquinas desgastadas, en la que aparecía un hombre de unos veinticinco años, llevaba el pelo corto, tenía la frente amplia, los ojos redondos y cercados por unas cejas muy espesas, la boca bastante pequeña, pero con el labio superior protuberante, la nariz respingona y tenía un hoyito en el mentón. Su aspecto era la de un joven bastante lúcido e inteligente, llevaba puesta una chaqueta oscura, una camisa blanca y una corbata que tenía el nudo pequeño y medio oculto por el ancho  cuello de la camisa que estaba sujeto por dos botones pequeños y no tenía puntas. Al reverso estaban escritas las iniciales J L M R y el apellido Luévano.   Acopladas con un clip estaban  tres copias de las actas de nacimiento de los hermanos Zurita Granada, Adrian, el mayor, Heraclio el medio y Teclo el menor, que habían sido registrados en el estado de Aguascalientes  entre los años 1940 y 1945. Aparte había unas cartas dirigidas a María de las Nieves y otras a M N Rosaura firmadas por José Luis Luévano. Por último, garrapateados en un papel amarillento, que estaba a punto de deshacerse, estaban escritos los últimos deseos de José Luévano de que se le adjudicaran sus propiedades a su esposa María de las Nieves Rosaura Miranda Díaz y a su hijo Juan José María Luévano Miranda. El papel tenía unas manchas de sangre, tinta aguada o café que por el color era imposible de adivinarse.

Después de analizar con calma los papeles que me habían encomendado llegué a la conclusión de que la foto borrosa era de alguno de los documentos de propiedad del señor Luévano, que la otra foto era el retrato del mismo testador, la hoja amarilla manchada era un testamento improvisado y las cartas eran las misivas de amor que le había enviado Luévano a su prometida María de las Nieves. No había ninguna relación con los Zurita, cuyos padres habían nacido en la época de la revolución y no eran, supuestamente, descendientes de Juan José María Luévano Miranda que, como sería lógico debería figurar como su abuelo o, en último de los casos, como tío abuelo. Lo cierto es que tenía claras dos cosas, la primera era que había un vacio insalvable entre los hermanos Zurita y los Luévano en la historia de esta herencia y que mi jefe se estaba burlando de mí.   Tuve un intenso deseo de llamar a la oficina y decirle a Don Doroteo Martínez que si de esa manera quería echarme del trabajo, sería mejor que me lo dijera en mi cara y yo lo aceptaría con todo el dolor de mi corazón. Por fortuna, lo entendí mucho después,  no podía hacerlo, ya que para llamar a la oficina tenía que ir a la cantina que teníamos enfrente de la vecindad y pedirle de favor a don Nacho para que me permitiera llamar desde su teléfono y no quería hacerlo. Además la posibilidad de pedirle a la señora Chelo que me permitiera hacer la llamada delante de su fortachón  y furibundo marido, más a aparte el tema de la conversación que mantendría con Don Doroteo y las trágicas consecuencias que todo esto acarrearía, me quitaron toda la intención. De tal forma que esperé hasta el día siguiente para hablar directamente con mi jefe.

Llegué a la oficina a mediodía, Yadira me saludó sorprendida porque no esperaba que apareciera por ahí, me sonrió como solo ella sabía hacerlo, mostrándome sus enormes dientes blancos y sus sensuales labios que al pronunciar el “Buenos días” parecía que estaban expectantes y sedientos de un beso. La saludé y, al darme cuenta de que el jefe ya estaba en su despacho, me fui directamente a verlo.

-Oiga, Don Doroteo,-le dije sin saludar-, la verdad es que no entiendo nada del asunto que me ha dado, ni siquiera me imagino cómo se podría encontrar una relación familiar entre personas de diferentes apellidos. Además, solo tengo unas cuantas cartitas de amor, un testamento a punto de desintegrase y dos fotografías, ¿qué puedo hacer con eso? Él me miró con ironía y apretó con fuerza su cigarrillo, señal de que se disponía a darme una cátedra, se acomodó en su sillón provocando rechinidos en su butaca y me indicó con la mano que me sentara en la silla que tenía destinada a los acompañantes de sus clientes.

-Mire, Adalbertito, durante el período del porfiriato  y hasta que se terminó la revolución, incluyendo el desmadre que se armó con la guerra cristera, sucedieron en el norte de México infinidad de cosas que en nuestra época resultan muy difíciles de creer. Hubo hombres que robaron, que murieron por defender una causa, que traicionaron a su patria, que aprovecharon el ajetreo para sacar algún beneficio como violar mujeres o robárselas o engañar a los incautos y matar a sus enemigos, así son las revoluciones aparecen las lacras humanas para recordarnos que la humanidad no es perfecta. ¿Usted se imagina la situación, verdad?  No quiero darle una cátedra de historia porque se supone que todo eso ya lo debía usted de saber. Lo del ostracismo de Porfirio Díaz, los asesinatos de Madero y Pino Suarez, la usurpación de Victoriano Huerta, el oportunismo de Carranza y el manco Álvaro Obregón y las muertes trágicas de Pancho Villa y Emiliano Zapata. –Se aflojó la corbata y apagó su cigarrillo en el cenicero apachurrándolo con saña y  mirándome como si yo fuera la colilla que estaba comprimiendo en el cenicero. Le pidió un café a Yadira y continuó.      -Los documentos que tiene pertenecen a la familia de José Luis Rubio Luévano Miranda que durante la época de Porfirio Díaz era un burgués con muchas propiedades y tierras en el norte del país que le fueron concedidas por el futuro secretario de Hacienda, el señor José Ivés Limantur, quien en su puesto de Presidente de saneamiento, allá por 1902, hizo una gira por los estados de  Zacatecas y Aguascalientes y, al conocerse con José Luévano entabló amistad con él y le regalo grandes parcelas de tierra en las que luego fueron construidas grandes haciendas, sin embargo cuando empezó la revuelta, primero para echar del poder a Don Porfirio y luego otra por el asesinato de Madero y la usurpación de Huerta, el señor Luévano se las ingenió para que sus propiedades siempre le pertenecieran a las personas en las que se iba convirtiendo según las circunstancias y necesidades, ¿sabe lo que le quiero decir?- me preguntó con un aire de superioridad digna de un catedrático y no me quedó más remedio que asentir con movimiento leves de la cabeza.- Pues, eso quiere decir, querido Adalbertito, que es muy posible que de aristócrata, don José Luévano, haya pasado a ser villista, luego con la llegada de Carranza, se haya vuelto carrancista y en la guerra cristera eclesiástico o callista.  El asunto,-continuó con acento prepotente y cada vez más alto,-  es que por esas peripecias que realizó don José  como cambiarse de  nombre varias veces en los registros civiles, falsificar actas de defunción y unirse  en matrimonios ficticios para mantenerse vivo durante el oleaje de violencia que arroyó a México en aquella época y poder salir a flote en el momento en que llegara la paz a nuestro país y,  que por fortuna así fue, ahora están en peligro de expropiación todas las propiedades.                      Lo peor es que cuando el demente anciano se disponía a poner en regla sus documentos, un enfisema pulmonar se lo impidió, al menos eso es lo que cuentan los hermanos Zurita. Para lo único que tuvo tiempo, dicen, fue para dejarle a sus descendientes un testamento improvisado en el que decía que por voluntad propia les dejaba a sus descendientes toda su riqueza y que se las arreglaran como pudieran sus herederos.                  Entonces, lo que le toca a usted es irse a escarbar en todos los registros civiles e iglesias donde haya testimonios de los artilugios del astuto anciano para demostrar que los hermanos Zuritason los dueños de todo lo que tienen, ¿me ha entendido?  –Afirmé murmurando primero y luego para que se me escuchara mejor dije que sí.-

-Oiga, Adalberto, por cierto, ¿ha leído el boletín oficial del estado?, ¿No? Pues le aviso que va a haber una nueva reforma agropecuaria en Durango, Zacatecas y Aguascalientes, así que apúrese y que no me lo sorprendan con las manos vacías en el momento en que empiecen los registros de propiedad, hay mucho dinero de por medio y sería una lástima que esos mañosos hermanos Zurita quisieran tomar represalias contra nosotros, es decir, contra el ahora responsable del asunto que es usted, ¿no cree?- De nuevo asentí balanceando la cabeza pero esta vez con el estomago retorcido porque estaba claro que me habían metido, sin deberla ni tenerla, en un gran lio del que me resultaría difícil salir.

Por último, don Doroteo le pidió a Yadira que me trajera un fajo de billetes para los gastos que tendría en breve, ya que me había dado la orden de irme inmediatamente en un autobús al estado de Aguascalientes para ponerme en contacto con la madre de los Zurita, la señora Nacha. Yadira llegó muy alegre acompañada de su alegre taconeo rápido y corto que era característico en ella en los mementos más álgidos donde el dinero era el principal protagonista. Una vez confirmada mi partida, le di las buenas tardes a don Doroteo, le guiñé el ojo a Yadira y salí.

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