Amparo voluntario: la misma madera…

Amparo voluntario: la misma madera…

“Lo que hay que hacer es dar más/ sin decir lo que se ha dado/ lo que hay que dar es un modo/ de no tener demasiado/ y un modo de que otros tengan/ su modo de tener algo”  (Andrés Eloy Blanco, 1955)

 

Alguna vez un hombre, un niño o una mujer desconocida como yo, me ayudó en mi vereda imaginaria de hojas secas.  No recuerdo su rostro.  Nunca supe su nombre.  Sin embargo, guardo -en la piel de mis ojos- su mirada: Aquel brillo inolvidable y generoso sosteniéndome el alma, que en ese entonces era pequeñita pero tendía a hundirse entre mis lágrimas.  De lo que estoy segura es de la buena madera con la que esa persona estaba hecha.  Apuesto a que es la misma con la que ha sido construida Amparo…

Aunque no forma parte de los cinco millones de españoles que son víctimas de la exclusión social extrema, Amparo comparte con ellos un dolor genuino. Dispuesta  a vaciar los platos de vacío, los bolsillos de nada, la garganta de nudos y la voz de desierto, sale cada mañana a aportarle luz a sus silencios.

Algunos todavía no entienden que ella no busca el premio ni el aplauso.  Sólo ansía llegar al corazón de los vecinos, despertarlos y hacer que tomen conciencia para recorrer juntos el camino, sin sospechas inútiles.

Enarbola un compromiso -consigo misma y con los otros- que jamás se desdibuja, aunque sobren razones para no creer o hasta para enojarse.  Un compromiso duradero y auténtico.  Ese que hace tanta falta en su barrio, en el mío, en el mundo…

El abismo ha caminado muchas veces al borde de esta muchacha que, por fortuna, no ha decidido arrojarse al mar atroz de una botella, ni encerrarse para siempre entre sus garras. 

Cuando mira a su hijo, Amparo renueva su firme vocación de servicio. Siente que su retoño podría ser uno más entre los dos millones de pequeños nacidos en hogares que no alcanzan siquiera el umbral mínimo para dejar de ser llamados pobres. 

Por eso defiende la justa causa de los que aún no han sido oídos  y -con su trabajo- la convierte en noble. Los invita a ser protagonistas de los sueños contados tantas veces en secreto a Ñandutí, aquel muñeco tejido que su madrina compró para ella en Paraguay.  Es su juguete predilecto: no sólo por haber sido el primero, sino por ser también el único regalo recibido en su infancia desolada, sin el estreno previo en manos de otro niño.

La lluvia de injusticias cesa y los molinos de viento -grandes bestias feroces- se desarman cuando llega su risa a construir futuro entre las ruinas que deja la pobreza en los rincones. La equidad es su objetivo.  La fe en la solidaridad, su arma, su sostén y su alimento.

Cada tanto -mientras barre o cocina en un hogar que alberga familias carenciadas- comienza a pronunciar las verdades que le inundan la boca.  Lo hace con cierto pudor e inquietud, como si estuviese escribiendo en paredes ajenas a escondidas.

Amparo también ha sufrido, pero no pide que le ofrezcan disculpas, pues nunca alcanzan para aliviar el dolor de haber estado a punto de perderse a sí misma. Si las aceptara sin más, serían, para ella, como esas medallas entregadas a las viudas de los héroes después de una guerra innecesaria (como todas), un recuerdo extra de aquel sufrimiento.

Ignoro su edad.  En el pueblo donde nació nadie habla de los años que se tienen, sino de lo que se es capaz de hacer. Estar en edad de bajar de los brazos maternos, de gatear, de ir a estudiar, de ayudar con la labranza, de buscar un empleo, es lo que marca si alguien ha crecido ya lo suficiente o aún no.  De manera que desconozco cuántas décadas carga sobre sus espaldas, pero intuyo que ha vivido bastante. Mientras otros dejan que el tiempo los surque con la única convicción de estar envejeciendo, ella crece. Es que a pesar de su juventud, Amparo sabe muchas cosas, casi tantas como mis abuelos o los suyos.

Sabe cuándo golpear puertas, cuando pintar un letrero y cuando escribir una carta.

Sabe cuándo reírse de sí misma, cuándo ahorrarse las lágrimas y seguir caminando por abismos sin bordes.  Y cuándo callar, rogar, cosechar lo sembrado con sus manos o atar sus pesares al poste que sostiene su precaria vivienda.

Sabe poner el grito en el cielo sólo cuando hace falta, para lograr que la escuchen y que quien corresponda se digne a dar lo que deba darle, a quien bien se lo merece.

Sus antiguas heridas no han dejado de cicatrizar desde que encontró distintos modos de brindarse a los otros. A quienes -como ella, en otros tiempos- carecen hoy de abrigo, alimento, salud o compañía.

Ahora mismo, por ejemplo, va a visitar a un niño rico que ha tenido un accidente y necesita hacer reposo. Él vive en un barrio elegante, diferente a los que Amparo suele recorrer acarreando botellas de leche, impecable ropa usada o medicinas. En este caso, nada de eso es necesario, pero ella sabe que en ocasiones no es tan grave el mal que aminora la energía del cuerpo, como el sufrimiento de estar solo. Por eso va, acompañada por un grupo de chicos del comedor comunitario, a calmarle la soledad con júbilo y frescura.

Por el camino, llaman su atención las calabazas que adornan las puertas, las ficticias telarañas suspendidas de las ramas, las calaveras con dientes de cartón en los faroles y el color negro dominando los ambientes de las casas.

Menos extraño le resulta tropezar con un puñado de chiquillos pidiendo golosinas por la calle, desierta a esa hora del último sábado de octubre.

-“¡Es Halloween!”, justifica un vecino, asombrándose -tal vez, por su sorpresa-  y encogiéndose de hombros.

Amparo no logra descifrar si su tono es de reproche o de disculpa. Intenta averiguarlo pero aparece de nuevo ese nudo que a veces le impide a su angustia formular las preguntas que quisiera en el momento exacto.

“¡Como si ellos tuvieran ganas de festejar algo que no les pertenece!”, reflexiona,  pero dice: -“Ah, no sabía, gracias” y finge que comprende. 

¡Como si no sintiese todavía su propia oscuridad metida entre los huesos! Tantas veces ha hecho -salvando las distancias- lo mismo que esos niños, con sus cuatro hermanitos.  ¡Si sabrá de mendigar mendrugos, palmadas cariñosas en el hombro, sonrisas o monedas, para calmar el hambre de alimento y ternura!

Rodeada de recuerdos permanece inmóvil en el cordón de la vereda, como si hubiese divisado un mar enfurecido desbordándose frente a sus ojos.

Quienes la ven allí, imaginan que ha llegado demasiado tarde a la cita perfecta, que ha equivocado el lugar o que la persona a la que quizás espera ha hallado ridículas razones para no presentarse.

Amparo observa a esos pequeños que se alejan con sus capas relucientes y no puede dejar de pensar en sus acompañantes.  También ellos fabrican capas aladas algunas veces cuando nieva y deben dormir casi a la intemperie.  Lo hacen con las bolsas de nylon -que la gente deja, llenas de bollos de papel, en los canastos- luego de advertir que en su interior no existe nada que pueda ser útil cuando sus “madres-magas” se dispongan a inventar la cena.

Uno de cada cinco españoles es muy pobre. Ella misma lo ha sido durante mucho tiempo. Cerrando sus ojos, vuelve una y otra vez a sus preguntas, con esa forma que tiene, tan humana, de desesperanzarse cada tanto:

¿Qué hacer para olvidar el dolor y construir futuro?

¿Cómo dejar atrás lo que lastima y pensar en lo que otros necesitan?

¿Dónde recuperar la fortaleza después de haber caído tantas veces?

¿De quién aprender a soportar con creatividad la incertidumbre?

¿Cómo calmarse cuando, aún sabiendo qué se quiere decir, brotan de la boca verdades malheridas en el más absoluto desorden?

¿Cuántos intentos hacen falta para que el porvenir no sea sólo una frase inconclusa en los renglones del mañana?

¿Cuándo aceptar que nunca el esfuerzo resulta suficiente y sin embargo vale la pena hacerlo?

Amparo conoce de memoria sus utopías pendientes.  Dice que no sabe, pero sabe. Coloca signos de pregunta allí donde otros sólo pueden garabatear, torpemente, certezas. 

Admira a quienes han logrado enfrentar la exclusión, la pobreza y la cruel indiferencia, defendiendo la igualdad a pura música, abrazo o alma, con sus anónimas proezas cotidianas.

Se inspira en la Madre Teresa, en Gandhi y en Mandela, pero también en Yunus, Menchú, Pitt, Bono, Karman, Albino, Carr o Barenboim…

Su lista se mueve del presente al pasado y viceversa, trayendo a su mente, cada vez, nuevas imágenes de aquellos que transmiten valores con sus actos.  Cada uno, a su manera, encarna a ese audaz Quijote soñador que ella ha conocido curioseando libros en bibliotecas rústicas (cajones de manzana), en épocas de páginas arrebatadas a su destino inmerecido: ser combustible ante la crudeza amenazante del invierno.

Después de varias noches de activo insomnio, Amparo descubre que tal vez sea la pasión, la fe o el compromiso, el puente imaginario que une a todos esos nombres con ella misma y que podrían sumarse muchos otros.

Como quien encuentra una lámpara mágica cuyo genio se ha tomado vacaciones, se siente absurdamente afortunada.  Tiene ante sí un espacio virgen, desértico, vacante, reservado; tiene una voz apasionada que ha resistido múltiples embates, pero está sola.  O al menos eso es lo que cree.

De modo que bucea un largo rato en sus recuerdos, enlazándolos con sus proyectos enormes o pequeños, presentes y futuros.  Pinta con la acuarela de sus anhelos -sobre el lienzo del mundo- las maravillas que ve allí donde otros han percibido puro desaliento.  Y después sale, convencida, a buscar voluntarios.

Cita frente a ellos, de memoria, las frases que desde Cáritas, Manos Unidas, Médicos sin Fronteras, Pobreza Cero o la Cruz Roja eligen para invitar a los jóvenes a ser más solidarios con los que tienen menos.

Como sabe que a veces los argumentos no alcanzan y se vuelven enigmas, vidrios empañados o frazadas demasiado pequeñas frente a las dudas obstinadas, se propone ofrecerles a sus propios discursos un descanso.  Pone, en tanto, sus ideas al servicio de las obras, para que luego regresen con más fuerza a nombrar todo aquello que definen y abarcan.

Es que teme que con el tiempo, se le vayan perdiendo -junto con la juventud o la memoria- las palabras y le queden solamente los acentos, como un manojo de énfasis vacíos.

Redobla, entonces, su apuesta a la SOLIDARIDAD.  Un término que, de tanto ser usado, ha ido perdiendo el filo. Como esa tijera añeja que ya no corta y hace que nos cueste entender para qué sigue guardada en el costurero de la bisabuela. Tal vez porque ella vislumbra -no por vieja, sino por haber comprendido aquello que los años siempre enseñan- que habrá de cumplir una función cuando llegue el momento. Aunque ya no recorte a la perfección un género rígido, es posible que sí pueda hacerlo con el hilo molesto de una confianza a punto de deshilacharse.

Amparo riega esperanza a cada paso, pues está dispuesta a hacer visible lo invisible y sabe que será importante la cosecha.

Por eso sigue -paso firme, sonrisa luminosa, manos abiertas como quien da o recibe chocolates- arrojando semillas a medida que marcha.  Algunas, muchas, prenden y ella agradece.

Abrazada a su incansable compromiso, organiza un grupo de voluntarios en su ciudad.  Ellos llevan a los pequeños al comedor social, luego a la escuela y más tarde, se van turnando para procurar que además de alimentarse o aprender, jueguen. 

Es que Amparo reconoce su derecho a ser niños.  Por eso le pide a su hijo que les preste a Ñandutí.  Ya lleva cientos de estrenos ese entrañable muñeco heredado con cuerpo de encaje, construído con hilos amables de colores que se cruzan. Mientras, aprovecha la lúdica escena para explicarles a los otros voluntarios lo importante que es trabajar en red, apasionados, juntos.

Ella suele ser, en pleno otoño, el abrigo cálido que cubre la desnudez del desamparo con auténtico optimismo. Tal vez por esas razones -y algunas otras que ya no recuerdo- somos tantos los que aceptamos treparnos a sus mismas causas solidarias. Causas que jamás serán perdidas mientras alguien abrace, como ella, la trascendente decisión compartida y firme del voluntariado ante las múltiples fragilidades cotidianas. ¡Tanto Quijote suelto hay en el mundo!  Sólo hace falta aprender a verlos… y Amparo sabe muy bien cómo.

Alguna vez un hombre, un niño o una mujer desconocida como yo, me pidió ayuda en su vereda -real o imaginaria- de hojas secas.  No recuerdo su rostro.  Nunca supe su nombre.  Sin embargo, guardo -en la piel de mis ojos- su mirada: Aquel  brillo agradecido inolvidable sosteniéndome el alma, que en ese entonces era pequeñita pero empezaba a crecer junto conmigo.  De lo que estoy segura es de la buena madera con la que esa persona estaba hecha.  Apuesto a que es la misma con la que ha sido construida Amparo.

Silvia Gabriela Vázquez

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus