Doce minutos. Alguna vez incluso once y otras veces trece, pero sé que son doce minutos lo que tardo en llegar a casa desde el Metro porque en cuanto se abren las puertas del vagón miro la hora, y en cuanto he cerrado la puerta de casa vuelvo a mirarla.

Otra cosa que hago durante este trayecto a pie es fijarme en la cara de cada persona con la que me cruzo. Es una manía. También un juego. Me gusta contar la gente que me devuelve la mirada. Un día conseguí seis, pero hace ya algún tiempo.

Hoy es miércoles, 10 de septiembre de 2014. El reloj marca las 20:09 horas en el momento en el que he salido del vagón. Al salir a la calle un muchacho me entrega una octavilla. La guardo mecánicamente en el bolsillo a la vez que simulo un fugaz vistazo aéreo de su contenido. Corre un aire muy ligero y la temperatura es agradable. Comienzo a andar a mi paso, con mi cadencia habitual. Me gustaría poder verme a mí mismo caminando, ver qué transmito. Me parece un rasgo totalmente definitorio. Intento erguirme un poco más en los pasos siguientes.

Al cabo de un rato mis hombros han descendido hasta su posición natural y llevo recorrida ya casi la mitad del camino. No tengo ni la más remota idea de por qué voy a hacer lo que estoy a punto de hacer. Ha sido un día más, no he recibido ninguna noticia ni estoy nervioso por ningún acontecimiento. Me encuentro estable y tranquilo, pero bastante decaído. Como la mayor parte de los días.

Pero al llegar a la altura de la calle Alzola, en lugar de continuar a la izquierda, giro repentinamente a la derecha. Sigo caminando e imprimo un mayor ritmo a mis pasos. No miro caras. Cruzo un par de calles más, luego un paso de peatones, y al otro lado abandono la acera. Bajo por un pequeño terraplén de arena hasta el parque. Una pareja está tendida en el césped haciéndose arrumacos y se me quedan mirando al pasar demasiado cerca de ellos. Me ha parecido ver que él vestía un mono verde y amarillo de barrendero. Sigo adelante contrariado por cómo este pequeño pulmón del barrio se me hace prácticamente irrespirable, atestado de paseantes, deportistas, borrachines, carritos de bebé, tipos solitarios, familias numerosas, inmigrantes, potenciales emigrantes, chonis y toda otra fauna imposible de catalogar.
Describiendo una especie de diagonal, avanzo como un robot programado hasta que salgo del parque y desemboco en un descampado. Ahora la vegetación es cada vez más abrupta. Camino otros pocos minutos sorteando con urgencia cuanto la naturaleza dispone a mi paso. De repente, sin pensarlo, me coloco de costado y paso por un hueco bastante frondoso entre matorrales, rozando mi ropa contra las ramas.

Me detengo al fin. Con los brazos en jarra y encorvado exhalo unos jadeos que no sé si provienen del ímpetu de mi caminata o del estado de excitación ante el derrotero que han tomado mis actos en los últimos minutos.

Recobrado el aliento alzo la cabeza y me topo primero con el amarillo de los jaramagos, que salpican las ramas con intensidad. Por encima y al fondo se elevan los edificios. La altura de las matas impide ver o ser visto por la gente que sigue discurriendo por sus itinerarios cotidianos. Por sus cauces civilizados. Ahora me encuentro fuera de pista. He ido a parar a una especie de isleta natural entre la M-40 y la A-42. Estoy en mitad del tránsito, pero quieto. Próximo a mi casa, pero al raso. Cerca de la gente, pero solo.

El sol ha bajado un poco, pero mi frente brilla de sudor. Observo todo detenidamente a mi alrededor mientras me siento ridículo, incluso temeroso de ser descubierto aquí por alguien. Ahora mismo me iré. Me fijo en que estoy en una especie de pequeña plaza, de forma irregular, pero la maltratada vegetación se ha empeñado en delimitarla y darle sentido. Echo la vista al suelo en una primera y desagradable impresión. Es evidente que hace años que no han pasado por aquí jardineros ni limpiadores.

Centrándome con más detalle en el paraje, tampoco es tan sucio, lo que ocurre es que hay muchas bolsas. Bolsas vacías y arrugadas. Ahora no corre nada de aire y descansan quietas respirando a duras penas su última reserva de oxígeno. Un día contuvieron algo, quizá cosas prácticas, o tal vez alimentos básicos, o bien chucherías, hasta puede que ilusiones en forma de caprichos o de regalos. Hoy esas bolsas yacen avergonzadas, escondidas de la vista del ciudadano de a pie. Un geriátrico plastificado. Incluso distingo una que me llama especialmente la atención, una bolsa que podríamos llamar de coleccionista, ya que lleva estampado el anacrónico logotipo de Pryca.

Doy unos breves pasos al son de los crujidos que emite esta alfombra de hierbajos y piedras. He visto de pasada un ejemplar del 20 minutos, a un lado, abierto y doblado a la mitad. Me acerco y manteniéndome de pie leo lo que mi vista alcanza a distinguir. Hay un titular sobre las cifras del paro, con datos estadísticos y comparativos. Datos de esos que impactan y que a la gente le encanta sacar a relucir en sus conversaciones. Los números siempre aportan más credibilidad que las palabras. Además es una de esas noticias con doble efecto: instigadora, porque incita a la indignación con los poderosos; y también analgésica, porque el sufrimiento de tus semejantes mitiga el tuyo propio, aunque dé vergüenza el reconocerlo.

Pero lo verdaderamente interesante es la entradilla de la noticia. Al parecer los estudios de veterinaria tienen tasas de ocupación laboral superiores al noventa y dos por ciento. Así que se supone que en el futuro los animales vivirán cada vez mejor, con buenos profesionales a su servicio, mientras que muchas personas viviremos cada vez peor. Me parece justo. Surrealista pero justo. Cuanto antes nos igualemos al resto de los animales, mejor.

Dejo la lectura y doy unos cuantos pasos enérgicos, como si mis piernas hubieran recobrado fuerza. He alcanzado la zona más resguardada del perímetro, un rincón flanqueado por setos aún más altos. Rastreo de nuevo, pero esta zona está más cuidada, más limpia y mullida, como si alguien se hubiera molestado en allanarla y adecentarla. Hasta que me fijo con más precisión en los costados, justo en la base de los matorrales, y una mueca desagradable me asalta el rostro al ver unos cuantos condones usados.

No sé qué hago en este lugar infecto y sórdido. Me voy a ir ya mismo. No sé qué tipo de gente habrá pasado por aquí. Seguro será uno de los escondrijos que usa una puta barata medio yonqui, y estos condones podrían pertenecer a una cuadrilla de tipos dignos de una rueda de reconocimiento policial.

O puede que esa puta demacrada tenga un único cliente fijo, un tipo retraído, feo y medio tarado.

Aunque quién sabe, tal vez este rinconcito pertenezca a una atrevida pareja de adolescentes, y no sea más que un edén hecho realidad. Una cama de tierra, con doseles de hojas, bajo un techo de cielo. Un vergel lleno de aromas y manjares.

Como si hubiera pisado Tierra Santa, retrocedo de espaldas unos cuantos pasos.

En el horizonte el sol comienza a tomar tierra y una luz teatral y plomiza lo cubre todo. El atardecer y muy especialmente el ocaso suele tener un efecto relajante y reparador sobre mí. Pero hoy se invierte su efecto y soy un manojo de nervios.

Me detengo un rato tratando de calmarme. Aprieto los dientes mientras mis ojos se cruzan con colillas de cigarros, esparcidas sin orden ni concierto. Cabizbajo y apoyándome en unos pequeños pasos sobre mí mismo, describo una panorámica de trescientos sesenta grados. Veo al fondo unos cuantos cartones amontonados, y a unos metros distingo una caja vacía de pastillas. Se me viene automáticamente al recuerdo Inés. La pobre vino hace dos veranos desde Vigo para estar conmigo, cuando se me acabó el paro. Aquellas pastillas no hubieran servido de nada sin los cuidados y el cariño de mi hermana. Si ella me viera aquí y ahora se me caería la cara de la vergüenza.

Desangelado y aturdido doy unos pasos torpes hacia el hueco por el que entré en este pedazo de tierra prometida.

Siento un leve zumbido en la cabeza y noto un vahído que se acentúa por los olores que desprenden las plantas. Necesito tomar aliento unos segundos antes de salir de aquí y volver a casa. Aprovecho el único pedrusco grande a la vista para tomar asiento. La luz es ya débil, la noche pide paso. Trato de dejar la mente en blanco y centrarme sólo en mi respiración. Transcurren unos minutos y me calmo un poco, aunque no consigo relajarme. Es momento de regresar.

Apoyo la mano en el lateral de la piedra para levantarme y entonces lo veo.

Me acerco bien, en cuclillas y observo algo escrito con rotulador negro sobre la piedra. Pone I.C.L. No puedo creerlo, son mis iniciales seguidas de la fecha 9-9-2014.
No puede ser, eso es ayer.

Sigo examinando la piedra por su parte posterior y veo repetidas mis iniciales una y otra vez, con distintas fechas que abarcan varias semanas atrás. Habrá quince o veinte de estas rúbricas. Con tremendo esfuerzo trato de escarbar en mi memoria. No encuentro nada registrado, ni un solo indicio de haber pisado con anterioridad este lugar. Mis sienes laten frenéticamente. Miro a mi alrededor asustado, enervado e indefenso. No entiendo cómo han llegado hasta la piedra esos patéticos epitafios míos. Noto cómo las piernas me fallan, pero consigo sobreponerme e incorporarme a duras penas.

Está ya oscuro, pero los últimos estertores del sol aún me sirven de lamparita de noche.

Sacando fuerzas de flaqueza echo mano al bolsillo y saco la octavilla que me dieron a la salida del metro. Mis manos tiemblan mientras leo atropelladamente.
Después dejo caer el papel al suelo deslizándolo entre mis dedos.
A continuación saco mi rotulador negro del interior de la chaqueta. Me agacho bien y casi a tientas busco un hueco vacío y liso sobre la piedra. Mi vista se emborrona mientras escribo con irregular caligrafía:

ICL, 10-9-2014.

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