EL VIAJE

 

            Me entregó una manita cálida y dijo:

             –Ahora es tú responsabilidad.

            Cogí al chiquillo, podría tener unos seis o siete años de edad, y me dirigí hacia la terminal de llegadas. Pasé aduanas y nos introducimos en el recinto para recoger la pequeña maleta donde traía lo poco que le habían dejado sus parientes allá en la Galicia mas profunda.

            Salimos de allí con la esperanza de encontrar a alguien que reclamara su personita. Nadie hizo ademán de conocerle o de acercarse a él.  Yo le hacía preguntas:

           – ¿Ves a tú mamá?

            –¿Alguien ha venido a buscarte?

            El muchacho, asombrado y triste, me miraba sin responder.

            Lo llevé a las oficinas de la compañía aérea donde trabajaba de azafata de tierra.  Entre mi jefe y yo buscamos por todas partes un contacto que el chico pudiera llevar en su maleta, ya que en los papeles que me había entregado la sobrecargo que traía al chico a su cuidado, no había ni teléfono ni domicilio particular.  Solo encontramos una dirección de un puesto en el mercado de Guaicaipuro en Caracas.

            El avión había tomado tierra a las ocho de la noche, con lo cual, que un mercado estuviera funcionando a esa hora era imposible, en cualquier parte del mundo los mercados trabajan solo de mañana y en Venezuela era igual. ¿Es que nadie pensó que el niño llegaría a esas horas a Caracas?, los familiares lo dejaron en el avión y se desentendieron del crio.  El muchacho hizo transbordo desde Santiago de Compostela hasta Madrid y de Madrid a Caracas, había estado volando unas diez o doce horas seguidas.

            Eran los años sesenta, los de la emigración española para encontrar una vida mejor pagada.  Los padres se iban del país dejando atrás a sus hijos, quizá recién nacidos o muy pequeños.

            Hablé con mi jefe y le dije:

            –Si a usted no le importa yo me llevo al niño a mi casa y mañana por la mañana lo traslado al mercado a ver si encontramos a sus padres.

           –¿Está segura que quiere hacer eso? –Inquirió asombrado de mi decisión. Yo apenas tenía veintidós  años, pero la vida me había hecho fuerte.

            Contesté:

            –Claro que sí.

            –Bueno, me parece bien, téngame al corriente de lo que suceda.

            Me llevé al niño a casa. Lo bañé le di una frugal cena y lo acosté.  Al taparlo en la cama le di un beso, me parecía tan indefenso. No sé si durmió algo. No decía nada, me contestaba con un sí o un no, quizás no me entendía. Me miraba con sus grandes ojos oscuros, no lloraba, apenas comía. Llegaba a un país extraño, sin nada ni nadie conocido a su lado que le hiciera compañía. Así era en aquella época, no emigrábamos para hacer grandes fortunas, como la gente piensa, solo queríamos comer, vivir, ser libres.  Muchos países acogieron a los españoles que salían con lo puesto a buscar una vida mejor a otros sitios.

            Me levanté temprano, desperté al chico, se vistió, desayunamos y salimos con aquella maleta a cuestas.  Tomamos el carrito por puesto y llegamos, muy temprano al mercado.  Comencé a preguntar por el puesto número 32, me fueron indicando hasta que di con él.

            La señora que había tras el mostrador comenzó a gritar:

            –¡Es mi hijo!, ¡Es mi hijo!

            El niño, asustado, reculaba asiéndome la mano. Ella, su madre se acercaba tratando de abrazarle, lloraba, lloraban ambos. El pequeño no la conocía.

 

P.D. Esta historia es verdadera.

           

           

 

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