“Lo que dio fuerzas a la mujer encaramada sobre esos peripatéticos pies

mientras cruzaba selvas, ríos, montañas,

se apretujaba en canoas, sentinas de barcos,

en calabozos y pestilentes albergues infestados de ratas

 era su voluntad de escapar,

 no de las flechas, las balas o las enfermedades,

sino del hambre.”

“Los pies de Fataumata” Mario Vargas Llosa

Ya es sábado. El sol entra a raudales por los altos ventanales; los vidrios muestran, como el resto de la casa, una pulcritud absoluta. La sirvienta no levanta la vista de las prendas. Sus ojos, sumisos, siguen el vaivén de sus rudas manos. Es que a la patrona no le gusta encontrar manchas u olores en la ropa y Fataumata se esmera para que todo quede perfecto. Teme perder este trabajo. Las miradas despectivas de las otras señoras hacen que su corazón tiemble ante la idea de volver a la calle.

Anda lento. Sus pies llagados le impiden moverse rápidamente, pero no hay detalle que escape a su meticulosa mirada. Cuando moja sus manos piensa en aquel otro lugar en el que el agua nunca alcanza. En un juego cruel, la memoria la lleva hacia su aldea, a los días de su infancia, a la sed, el dolor, el hambre y la miseria. Vuelve a sentir el sol duro y caliente en su rostro, la sequedad de su boca, el agrietamiento de su piel y el enrojecimiento de sus ojos que ya no querían ver.

Han pasado veinte años desde que sus padres decidieron su partida: “Será más fácil, le dijeron, cruzando las aguas”. Y hacia otro mundo partió Fataumata, buscando aliviar esa perpetua punzada que, por las noches, la despertaba con el rostro bañado en lágrimas. El hambre se ha calmado, pero los dolores persisten en esos domingos que la devuelven a su oscura realidad.  El domingo, ese día tan amado y tan odiado.

Recorrer la distancia hasta su casa se transforma, cada vez, en un derrotero infinito. Las voces y los gestos ofensivos de aquellos con quienes se cruza en el camino le lastiman el alma.

―Es una negra sucia ―escucha con tristeza y rencor, y debe apurar sus pies para llegar a destino.

―¿Para qué vienen? A sacarnos el trabajo, eso es lo único que saben hacer ―le gritan, a viva voz, jóvenes bien vestidos y mucho mejor alimentados. ―¿No están mejor en su país?

―A estas hay que subirlas en un barco y mandarlas de vuelta para su casita ―resopla enfurecida una mujer, mientras sorbe lentamente el largo trago que está saboreando en aquel club exclusivo. Su amiga, con cierta lástima, mira pasar a Fataumata y piensa en la chica que limpia su casa y que, tan inteligentemente, ha ocultado a sus amigos.

―¿Y los críos? Porque se llenan de críos; uno no puede caminar dos cuadras sin verlos allí, sucios, mocosos, hambrientos y pidiendo ―apunta la otra mujer.

―¿Quién sabe? Tal vez, algún día, entiendan que esos pobres niños estarían mejor en su país, yendo a la escuela y viviendo con sus familias…

Poco a poco, las voces de la ciudad se desvanecen y Fataumata se acerca al oscuro caserío en el que viven otros miles como ella. A lo lejos, distingue a sus hijos. Ésos que, día a día,  recorren las calles de la ciudad buscando el modo de resistir en un mundo que los ha dejado de lado.

Los niños la esperan deseando sus caricias y sus palabras de aliento, pero ansían, sobre todo, las sobras que trae como preciados tesoros. Codician esos restos de carne, pescado, pollo y frutas maduras que vienen escondidas en el bolso de su madre. A veces, como un regalo divino, llega perdida en el fondo una porción de algún postre que saborean como al más exquisito manjar.

El hombre, que joven y fuerte, creyó poder llevarse el mundo por delante hoy, viejo y cansado, siente en su cuerpo la maldición de su raza. El padre, que día tras día acepta cuanto trabajo aparezca para intentar saciar las necesidades de su familia, aguarda las noches de esos domingos y, lágrima tras lágrima, comparten tristezas, fracasos, mezquindades y rencores. Detrás de la cortina que separa al viejo colchón de las mantas desparramadas en el suelo, los niños intentan no escuchar. Se miran entre sí, rebuscan en el bolso arrumbado en el suelo algún otro resto exquisito de la casa de la patrona y cierran fuerte los ojos para apagar el lamento de sus padres.

No hay lugar entre esas cuatro paredes para esconder el dolor. No hay sol que entre furioso por unas ventanas que no existen. Las tres paredes lindan con las piezas de los otros vecinos. El baño, al final del pasillo, sí posee una pequeña ventana, un poco oscura, con un vidrio opaco que apenas permea las escasas luces del sol matutino.

Fataumata no levanta nunca la vista. Ha aprendido a tener miedo y a no esperar nada de nadie. Sólo sabe trabajar, obedecer y proveer. Y ahora, fregando las prendas de su patrona, siente cómo crece en sus entrañas esa nueva vida que sumará más pena, dolor y miserias a su existencia. Mañana por la mañana, antes de ir a su casa, pasará por lo de esa curandera, la que le dijo que podría quitarle de las entrañas esa nueva boca que no puede alimentar.

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