—Naciste en el mar, hijo. Naciste libre—. Era lo que a Maduba siempre le decía su madre. Se lo estuvo diciendo hasta que un día se la encontraron entre dos subsaharianos, muerta y con una jeringuilla en el brazo en un callejón sin nombre del barrio norte de Marsella.

Maduba vio la luz por primera vez en la despensa de un barco mercantil. Su madre huía con su padre de una incipiente guerra de la independencia angoleña, que a la postre se convertiría en el conflicto bélico más prolongado de la historia reciente de África. Aquella contienda nació entre las garras de la Guerra fría y la colonización portuguesa y se desangró entre los legítimos moradores de aquella tierra.

En aquel barco que huía viajaban treinta personas que se escondían. La madre de Maduba lo parió cuando la nave brincaba sobre aguas de nadie. Tuvieron que asistirla entre tres adolescentes que no rayaban los catorce años mientras su marido hacía todo lo posible por amortiguar los gritos y jadeos que amenazaban por desbocarse. Las treinta personas que compartían escondite aguardaban silenciosas entre el miedo, con ojos encendidos, a que la madre de Maduba no estallara en gritos que pudieran alertar a nadie. Un ruido a destiempo, una queja en el silencio, y la llegada de una vida nueva podría costar la vida de treinta personas que lo habían dejado todo atrás. Todos la miraban y sus ojos eran como sesenta lunas rodeándola, esperando a que empezara a alborear la mañana y otros ruidos inundasen la tensa calma de la noche. Al final, Maduba vino y con él el alivio. A la mañana siguiente, un marinero descubrió al retoño ensangrentado entre los brazos de una mujer cualquiera de un hatajo de treinta personas que habían comprado su libertad. El marinero no se sorprendió ante tal situación puesto que aquella vicisitud se presentaba con más asiduidad de la deseada entre los disidentes clandestinos. El marinero, que miró con más indiferencia que interés al recién nacido, advirtió de que el retoño había sido engendrado en medio de aguas internacionales. Maduba había nacido en un mar libre, lejos de los límites de cualquier país o región. Oficialmente y ante cualquier situación legal, la cartilla de nacimiento de Maduba, si alguna vez conseguía tener una, debería de apostillar no sin asombro: nacido en el mar.

Pasaron los años sobre las manecillas de un reloj carcomido. En el habitáculo de un piso de Marsella, Maduba escuchaba el tintineo viejo y desacompasado de un reloj de pared que su madre había encontrado tirado en la calle. Sus primeros años de vida transcurrieron entre las paredes de una casa habitada por extraños. Su padre era el continuo vaivén de desconocidos que vivían o transitaban el tálamo de su madre. Solo tiempo después habría de preguntarle por éste y su madre, no se sabe si entre el resentimiento o la pena, no quiso nunca esbozarle, al menos mínimamente, quién había sido aquel hombre sin rostro que huyó con ella y por qué motivo había desaparecido de sus vidas. Su padre se convirtió pronto en una sombra proyectada en una pared de barro. Aquella duda repiquetearía para siempre un vacío anegado de necesidades.

—Hoy comemos aire, Madi—. Le decía su madre cada vez que Maduba la miraba en las tardes donde la tripa lloraba como un gato en la noche. La lengua se retorcía a escondidas como una serpiente que intentaba morir mientras el hambre corneaba las costillas de su barrio y los que eran como él morían lejos de su tierra por la misma razón por la que huían.

De aquella manera creció entre los adoquines medio rotos de un barrio de inmigrantes marsellés. Las mañanas las recordaría cálidas entre un balón de cuero y un grupo de niños que soñaban con lo mismo: que el aire fuera más espeso para poderse masticar.

La gente de color se disecaba al sol en las plazas improvisadas de una ciudad ajena. Había gente que luchaba su día para continuar al siguiente y gente que se dejaba morir, que se entregaba a la piedra con los cartuchos de esperanza gastados.

Los viejos del lugar comentaban que su barrio era un cerco de bueyes; una pira de gente arremolinada a la espera de la brea rojiza que los embadurnara y de la chispa anaranjada que los redujera a ceniza.

El gobierno miraba hacia otro lado cuando entre los callejones se saldaban cuentas pendientes y entre los portones los niños engullían el aire de las corrientes. El mercado de la droga empezaba a gobernar los suburbios de inmigrantes y Marsella se convertía poco a poco en una capital del narcotráfico en Europa.

Para huir de aquello, Maduba bajaba al puerto con dos amigos más. Allí esperaban los cargamentos que venían de España y el norte de África. Cuando el hambre aprieta el ingenio saca los cuchillos. Los fardos de comida venían marcados con unas pintadas enormes de color blanco que avisaban de su contenido. Maduba y sus amigos saludaban con el estómago a los embalajes nada más asomar por puerto y era justo ahí cuando el hambre movía ficha y la pillería hacía el resto. Con una pequeña navaja oxidada rajaba la tela marrón que contenía frutas de diversa índole. Sólo necesitaban distraer a los grumetes que se encargaban de descargar los alimentos a tierra. Eran sus amigos los que, con una picardía lozana, entretenían a los mozos con juegos de pelota y fruslerías que ganaban tiempo a Maduba para que, con aquella daga oxidada que había encontrado en la cómoda de su madre, apuñalara el tejido grueso del saco con ternura, como cuando con un palo hendía con delicadeza la arena en la orilla intentando escribir su nombre. Sólo el azar, si es que se le puede otorgar alguna entidad, sabía lo que regalaría aquel trozo de tela. Los días de más suerte, la providencia alargaba su mano y de los fardos caían como gotas de rocío naranjas, manzanas y uvas. Los días en que el tiempo apremiaba y los marineros ya advertidos de sus picardías lo buscaban entre los cargamentos, debían de conformarse con lo que aparecía: a veces limones, a veces toronjas híper ácidas que Maduba no soportaba.

Las tardes las pasaba solo. Sentado en los peñones del puerto, Maduba miraba el mar arrebujado en su misterio. Aquel infinito despliegue de ondas líquidas era su casa. En algún momento él había nacido sobre un punto concreto de aquel tapiz imposible y, en ese punto preciso, perdido en su inmensidad, se encontraba su hogar. No podía entender cómo era posible que alguien pudiera pertenecer al mar cuando ningún ser humano, por extraordinario que fuera, podía vivir allí de forma permanente. Eso le dejaba en una situación indefensa donde aquella libertad que su madre le repetía de noche en noche se enfrentaba con el desconcierto que provocaba formar parte de un lugar sin límites.

Pero su rincón favorito se encontraba en la playa, donde había un tronco clavado en la orilla que, retorciéndose como un dragón herido, se adentraba en el agua para morir ahogado. Maduba se imaginaba ser ese dragón moribundo que intentaba luchar por pertenecer a dos mundos diferentes; dos mundos que parecían negarle con el ceño fruncido la entrada. Y entre aquellas divagaciones Maduba se dejaba cubrir los pies en la tierra para que el mar peinara la arena y en su piel se juntaran los universos negados. Ya cuando el Sol empezaba a esconderse y el cielo satinaba el día de un índigo incipiente, Maduba corría hacia su casa por las calles empedradas de adoquines y descalzo, lamiendo el aire que provocaba al moverse mientras en su cabeza soplaban vientos de hambre que nunca morían.

Los días siguieron sucediéndose uno tras otro hasta que una mañana las miserias empezaron a derrumbarse como los amores gastados. Aquella mañana en la que el Sol ejercía su tesón recalcitrante, Maduba jugaba como siempre a la pelota intentando disimular la ausencia de aire. Todo pasó inopinadamente rápido. Una comitiva que pertenecía a una organización que luchaba por la desigualdad social y la pobreza infantil le dio a él y al resto de chicos del barrio una oportunidad para poder jugar al fútbol en un espacio adecuado para ello junto a veteranos jugadores de tercera fila ya retirados que dedicaban su tiempo a reclutar niños de las calles, entrenarlos en un campo viejo de tierra con dos porterías destartaladas y darles comida después del entrenamiento. Fue ahí donde la vida de Maduba cambió para siempre aunque su madre nunca lo vería.

Hubo un día que amaneció en su cama con el olor a muerte en el nervio. Lo supo antes de que le informaran que su madre había aparecido muerta entre dos hombres que no la querían. Esas cosas se presienten, dicen. Maduba se despertó con aquella sensación punzante en la nuca como el que despierta y sabe que no hay nadie en casa. Las ventanas estaban abiertas y el aire llenaba las ausencias que buscamos reemplazar y nunca conseguimos. Minutos después, un vecino con la cara turbada, le daba una noticia ya consabida. No hubo lágrimas, sólo un tiempo inamovible en aquel reloj carcomido y un  viento que dolía en las mejillas.

Tampoco había miedos que royeran la carne. Había rabia y hambre, dos carburantes que mezclados ejercen una insospechada energía. La historia de Maduba hoy la pueden encontrar en cualquier lugar. Hoy, Maduba es un futbolista profesional que juega en la élite de su país de acogida, Francia, y que lucha por matar al hambre en las calles de la Marsella que le vio crecer y que vio morir a su madre.

Una vez le preguntaron que qué recordaba de su infancia en Marsella a lo que Maduba respondió: “Lo primero que se me viene a la cabeza es un balón y algunos niños que jugaban conmigo y ancianos en una silla masticando tabaco. Lo que sí recuerdo bien es que cada patada a la pelota me servía para olvidar el hambre”.

“Hoy comemos aire, Maduba”.  “Hoy comemos aire” se repetía; y retumbaba entre las paredes de su cabeza y aunque hubieran pasado tantos años seguía mirándose la barriga y abría la boca como un impulso incontrolable, como un reflejo del ayer que pellizcaba la espalda. “Hoy comemos aire”; “hoy comemos aire, Maduba”; “hoy comemos aire”.

No habría de olvidarlo jamás ni tampoco aquellos labios de arena quemada que lo pronunciaban. Unos labios resecos que evitaban mojarse con el agua de sus ojos; unos crótalos negros que percutían el dolor resignado y lo escondían en el fondo de aquellas lagunas negras donde yacían ahogados el miedo y el recuerdo de su padre.

Maduba es solo el resorte en esta historia, el ónfalo de mil universos iguales donde no todos los niños consiguen escalar un pozo con las paredes pulidas y sin salientes en los que apoyar las manos. El mundo está cubierto de niños que no saben lo que es soñar, que no saben imaginar y sólo miran al cielo con las bocas abiertas esperando a que el aire se convierta en algo comestible, en lo tangible que llene los estómagos que ríen como hienas desesperadas.

En la Tierra el infierno no es de fuego sino de vacíos, de aire y ausencia, de carencias y necesidades. Un mundo de bagatelas, de nadería ensimismada donde decidimos vivir una vez y quedarnos allí, protegidos por el silencio hueco y decidido del que oye llorar y no hace nada.

Hoy Maduba vuelve a pasar por su barrio. Un barrio que vive controlado por la mafia y el narcotráfico. Las casas y los adoquines siguen siendo los mismos. Nada ha cambiado. Pasea por las plazas y sigue habiendo niños jugando a la pelota y ancianos que miran al sol mientras mastican tabaco. Los días siguen siendo cálidos pero en los portones hay niños que abren la boca en busca de paz; bocas que quieren llenarse de comida pero no pueden, porque hoy las bocas siguen igual de vacías que antes y el mundo sigue apretando la garganta. Y mientras lo haga, siempre seguirá habiendo bocas llenas de aire.

 FIN.

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