«Seguro Martínez, de 87 años, desapareció ayer por la tarde de la residencia «Los sauces» —dice el presentador—. Lleva pantalón negro y jersey verde. Seguro padece demencia senil, estará desorientado y deshidratado. Si le ven llamen al número que aparece en pantalla».
Martes, 17. 18.30H. (10 horas antes):
Las suelas de los zapatos ortopédicos se frotan insistentes contra la acera. La respiración, cada vez más agitada, le hace daño en las costillas y siente un latido zumbante en los oídos que le grita: «¡Ahora o nunca! Corre, no te pares, es tu oportunidad, no mires atrás, sigue, sigue».
Deja atrás el hospital Doce de Octubre. El jersey le hace sudar ahora, a pesar del viento de otoño. Gira esquinas y más esquinas. Cree todavía sentirlos cerca, necesita mezclarse con la gente. Marca el paso con la punta de goma del bastón, golpea la acera perseverante, obligándose a seguir. Antes de que alguien la vea, desprende la aguja del suero que le colocaron en urgencias, todavía prendida en su dorso. Las calles anaranjadas están llenas de figuras sin rostros. Separándose de la gente, empieza a callejear buscando las sombras. Reduce el paso y trata de normalizar su respiración. Sigue con la cabeza gacha, esperando que nadie le recuerde. «Tengo que esconderme esta noche, pero antes».
Miércoles, 18. 8.00H
«…al número que aparece en pantalla». Un pitido insistente atraviesa las finas paredes del edificio. «Son las ocho, las nueve en Canarias y hoy en el mundo…».
Alguien, en el piso de abajo, desayuna viendo las noticias antes de salir. Seguro se da la vuelta. La luz empieza a entrar por las ventanas medio tapiadas. Tiembla y se da cuenta de que alguien le ha echado un trozo de manta sobre la camisa de reglamento de la residencia. El dolor en la cadera le dice que estaba durmiendo en el suelo. Trata de hacer memoria, en la penumbra distingue sus pies envueltos en los calcetines, ahora cubiertos de mugre. Recuerda. Un hombre desgarbado y tembloroso le deslumbró con la linterna al salir de la escalera. Ahora recuerda. Él en medio del pasillo trataba de forzar la puerta, estaba agotado y su aspecto debía ser lamentable. El hombre miró su bastón alzado y enfocó sus pies en calcetines. Lentamente pareció tomar una decisión. Metió una patada a una puerta próxima y reventó la cerradura. Nada en el edificio parecía sostenerse en pie, ni siquiera él o el hombre.
—Embargada, hace dos años. Nadie te molestará.
Desapareció en la puerta contigua y Seguro oyó un murmullo apenas sofocado. Tirado contra la primera pared que encontró, Seguro se estaba quedando ya dormido cuando entró la mujer. Lo último que vio antes de cerrar los ojos es la cara macilenta y preocupada de ella. Entre sueños sintió que dejaba algo cálido sobre sus hombros.
La televisión se apaga y oye una puerta cerrarse abajo. Todavía agotado saca del bolsillo una foto antigua y un recorte de periódico manoseado que se guardó antes de que la ambulancia le sacara de la residencia. Habla con cariño con la mujer algo entrada en carnes y de sonrisa radiante de la foto. El recorte cae al suelo, ya inservible tras haber cumplido su función.
«Nuevo bloque okupado por vecinos y familias desahuciadas.
Los bloques de la calle Levante, zona fantasma de Madrid, donde la mayoría de los pisos han sido embargados por el banco y llevan vacíos dos o tres años están siendo ocupados por familias sin recursos que declaran no recibir ninguna prestación…»
Por las cañerías del edificio desciende una voz furiosa de hombre. «..ejo estúpido y senil! —recuerda la voz al teléfono: su sobrino—». Distorsionada por el eco y el cansancio se mezcla con sus recuerdos. «¿Dónde está el dinero? —la voz temblaba y Seguro sintió cierto placer al jugar con él—. Las cuentas vacías, ¡una hipoteca! ¿Sabes que ahora que soy tu tutor tengo que pagarla yo? ¡Embargarán la casa! —Seguro que llevaba ya dos meses en la residencia, sin verlo, disfrutó molestándolo con incoherencias. Ya nunca le sacarían de allí. Lo sabía. Pero no le daría la satisfacción de responder—. No has podido gastarlo todo, ¿dónde está el dinero, tito Seguro? —vencido, recurría a la persuasión con voz apaciguadora—. ¿Vendrás a verme este domingo, Antonio? —gimió con timbre inocente y sintió su crispación a través del teléfono—. ¡No! —la conversación terminó abrupta, con un golpe sordo—».
Sintiendo el cansancio de la noche anterior se adormece, la conversación se repite incesante siguiendo el eco de la voz que desciende por las cañerías. Fue la última vez que hablé con él, dice sujetando la fotografía de María contra su mejilla húmeda.
Sábado, 21. 16.15H
Despierta sobresaltado cuando ella le toca. Siente un impulso desagradable pero antes de empujarla repara en que no es la pretenciosa esposa de su sobrino, Sara. Sino su comprensiva vecina que le trae algo de beber y un poco de arroz que ha preparado para la familia.
—Gracias —dice con voz reseca—.
—¿Seguro que no quiere que le lleve a un hospital? —tensa la espalda, alerta, pero tratando de no dejarlo traslucir delante de la mujer.
—No. Ya estoy mucho mejor —la mujer, delgada como el marido, tiene el pelo negro en una trenza. Le recuerda a María de joven, cuando le llevaba una sopa de pollo y el termómetro a la cama y él negaba, afirmando que al día siguiente estaría bien.
«Necesito tiempo, unos días más. Seguir en mi escondite hasta que la cosa se calme. Convéncela».
—Me temo que tras una semana al raso estaba agotado y, tal vez, un poco resfriado. En un par de días ya no les daré más inconvenientes.
—No es eso, don Fernando. —Seguro volvió a dar gracias a Dios de que sus vecinos no parecieran interesados en ver las noticias. «Ya tienen bastante con los problemas reales como para preocuparse de la televisión».— Pero ¿no tiene familia?
Seguro niega intentando contener una risa muy poco apropiada. Una punzada dolorida atraviesa su prótesis de cadera. Se ve tirado en el suelo de su pisito. Escuchando toda la noche a los borrachos en la calle; a las prostitutas del tercero llamándose por las escaleras. La luz azul de las sirenas entraba de pronto por la ventana, pero él sabía que no venían a buscarle. Recordó que al día siguiente era domingo y él había pensado cuanto deseaba una familia que le visitara. Pero su María había muerto; Carmen, su hermana, también. Y solo quedaba el estúpido sobrino. «Diez años sin verlo —pensó antes de desmayarse—, nunca me encontrarán».
Seguro palmea a la joven tratando de mostrar la seguridad de la experiencia de toda una vida. Y resultar convincente.
—Tengo un amigo que aún vive, y no muy lejos de aquí. Iré a verle pronto, él me ayudará. Me lo debe.
Aparentemente convencida la mujer se despide en el umbral.
—Pase a vernos luego, si se encuentra con ánimos.
Mientras come el arroz, arrebujado en la manta, espiando la calle por un resquicio de los tablones de la ventana se siente joven, como cuando iba al cine a ver esas películas de fugas carcelarias. Y ahora él, como aquellos fugitivos, se escondía entre los desposeídos, esperando que los otros, a quienes nada les importaba él, olvidaran su cara y su nombre. Pero por primera vez en tres años ya no se sentía solo, abandonado. Ahora era él el que los dejaba atrás.
Miércoles, 25. 18.50H
Lleva una hora sentado cerca del portal, tiene los pies entumecidos escondidos debajo del banco. Se apoya en el bastón tapándose la cara y mirando a las palomas. Nadie ha reparado en él. Las palomas ya se han ido a dormir cuando Seguro ve a un anciano encorvado, casi calvo y casi sin arrugas. Mucho más gordo que la última vez que lo vio.
Cojeando un poco, corre. Sujeta la puerta con el bastón impidiendo que se cierre tras el anciano. Se mete con él en el portal y le sigue hasta el ascensor. El anciano le sujeta la puerta.
—Buenas tardes, ¿a qué pi…?
Al levantar la cabeza tiembla asustado, como si fuera un cadáver salido del río que llama a su puerta.
—Al quinto.
Ya en el piso, los dos ancianos se miran todavía en silencio. Seguro toma asiento en el butacón frente a la ventana y coloca los pies, con los calcetines harapientos, sobre el radiador. El otro anciano se retuerce las manos alejado de él.
—Todo el mundo te está buscando. ¿Qué…? —empieza el anciano con voz estrangulada.
—Lo sé —interrumpe Seguro—.
El anciano, relajando la tensión de los músculos, ríe aliviado.
—Bueno, bueno, estás bien. Así que todo ha acabado bien —sirve dos copas de jerez y acerca una silla a la ventana.
—Todavía no. Pero lo hará —Seguro coge la copa y observa a su alrededor.
La estancia pequeña y cálida está anticuada como su dueño. Docenas de fotos familiares cubren una pared. Y el perezoso gato aún vive dormitando en el sofá.
—¿Sabes la que se ha liado, Seguro?
Asiente, contemplando los zapatos gruesos del anciano, parecen cómodos.
—¿Estuvieron aquí?
—Primero fueron a tu casa, era lo más lógico. Después, vinieron aquí, no quedamos muchos. Pero no supe decirles dónde podrías estar, como…
—Como estoy senil podía hacer cualquier cosa —el anciano, apurado, observa cómo le guiña un ojo, salvaje–. ¡Cumplí tres años, tres años de encierro y ni una sola visita!
—Yo… después de la operación nos dijeron… fui a verte al hospital pero no me reconociste. Cuando tu sobrino te ingresó en la residencia… Seguro, era lo mejor —murmura el anciano.
Oyéndole, Seguro recuerda de nuevo las voces susurrantes, siempre susurrantes, a su alrededor. Antonio, su sobrino, hablaba con los médicos de la residencia mientras le instalaban. Las manos insistentes de Sara, su mujer, le echaban colonia y lo peinaba. Y esa letanía: “Tito Seguro, tranquilo. Tito Seguro, cálmese”. ¡Demonios! ¡Tito Seguro!, pero si llevo diez años sin ver a esta gente.
Un pinchazo en la cadera le hace volver a la realidad. Marcos le está mirando, preocupado. ¡Demonios ellos y esta maldita cadera! Todo fue por su culpa. ¡No! La culpa fue de ellos.
—Marcos, ¿tienes el paquete que te di? Lo necesito ahora —se tapa la cara mientras el anciano tose.
—¿Un paquete?, ¿para qué?
—Es asunto mío. Te lo di porque sabía que este día llegaría, conozco lo suficiente a mi sobrino.
Marcos, preocupado, balbucea.
—No lo tengo aquí, está arriba, en el trastero. Tendría que ir a buscarlo y… y es tarde. Quédate esta noche y mañana lo resolveremos.
Seguro lo mira desconfiado. Pero piensa en una ducha caliente, se mesa la barba gruesa que se ha dejado crecer, e imagina una cama al otro lado del pasillo.
—Mañana —le apunta desafiante con su bastón y Marcos pega un respingo—. Necesitaré unos zapatos, esos parecen buenos.
Marcos se mira los pies, turbado se los quita.
—También algo de abrigo, algo viejo que pase desapercibido y —observa el pequeño bastón plegable que Marcos tiene aún prendido del cinturón— eso tampoco me vendría mal. Discreto. Ellos buscan a un viejo con la cadera rota.
Le deja en el baño para que Seguro se dé una ducha y preparar algo de cena, dice. En mangas de camisa, despacio para no hacer ruido, Seguro sale al pasillo de nuevo. Escucha. Está marcando un teléfono.
—¡Quieto! —de un golpe de bastón descuajeringa el teléfono—. Traidor.
Tembloroso, Marcos, levanta las manos y se recoloca la dentadura.
—Tienen que saber, ellos piensan… tu sobrino…
—¡No! No le debo nada a ese malnacido. Y tú eres su cómplice, les dejaste hacer, así que me lo debes.
—Pero Seguro, tienes demencia ¿recuerdas? Necesitas cuidados —con voz suave intenta razonar.
—Tengo una prótesis de cadera y una pandilla de mentecatos que no se pararon a escucharme cuando se pasó la anestesia—rojo de rabia, le fulmina—.
Mirándole por primera vez a los ojos duda «¿Es posible?».
—Era mejor hacerme desaparecer. Pero sabía que llegaría mi oportunidad.
—Si quieren que tengas demencia… —bruscamente su mirada se opaca y comienza a balbucear— «¿María?… La cena. ¿Cuándo has llegado, Marcos?».
Marcos perplejo titubea, el brillo ha vuelto a su mirada y le desafía.
—Solo tienes que darles lo que quieren. Y esperar.
—Pero ¿qué vas a…?
—Me lo debes —ataja, saliendo de la habitación. «Traidores. Estoy tan cansado».
Jueves, 26. 23.30H:
La luz de los faros le deslumbra una y otra vez, se refleja en la calzada y en la humedad del aire. «Traidores. Estoy tan cansado». No sabe cuántas horas lleva dando vueltas, escondido, alejándose de la gente. Pero ahora tiene que seguir, ya ve el río, un poco más adelante, y el puente. El bastón apenas le sostiene y las lágrimas recorren los surcos de su cara. Pero nada de esto importa, solo una sensación le embarga por encima de todas las demás: soledad. Recuerda los tres años pasados encerrado y los domingos. Lo peor era los domingos cuando su soledad era más palpable que nunca. Los faros veloces en la M-40, a su lado, le deslumbran tan insistentes que apenas puede ver por dónde camina. Pero por debajo del sonido de los coches grita el rio, abundante tras las lluvias. Golpea con el bastón hasta oír el sonido de la barandilla. El puente. Los domingos se alejaban los susurros y las familias tomaban la residencia. Él nunca esperó a nadie. Sabía que su sobrino nunca volvería. Y él planeaba. Planeó tres largos años este día, este momento. Apoyándose en la barandilla se quita los zapatos, se reprende al ver sus lágrimas sobre ellos, reflejando la luz de los faros. «¿Por qué lloro? No se lo merecen». Asomado al río negro titubea: «¿Será suficientemente profundo?». Al quitarse el jersey, le raspa la cara secándole las lágrimas. Coloca uno de los zapatos dentro de una manga. Deja visible la etiqueta del cuello con su nombre. Sujetando el otro zapato por encima de la barandilla, abre las manos dejándolo caer. Cierra los ojos.
Su mano toca primero el agua fría. Sumerge la cara. Al levantarla ve su reflejo en el espejo. «No es momento, Seguro». Su barba chorrea y se seca con la toalla. El pelo abundante le cambia las facciones. «Todos los viejos les parecemos iguales —masculla—».
La puerta de la entrada se cierra. Seguro sale a buscar a Marcos.
—Ya tengo el billete de autobús —le entrega el billete y se retuerce las manos.
Seguro asiente con un cabeceo. Recoge su bastón y una pequeña maleta. Marcos parece a punto de desmayarse, demasiada tensión para él.
Viernes 27, 01.20H
El autobús sale de la ciudad por la autopista oscura. La mayoría de los pasajeros duermen. El joven sentado con él escucha música estridente con los ojos cerrados. Seguro respira, sintiéndose por fin libre.
Piensa en la pequeña maleta en el portaequipajes y en el paquete de su interior, algo mohoso del trastero de Marcos, y en las cuentas vacías y la hipoteca de la casa. Seguro ríe solo. Sigue sintiéndose solo, pero al menos está libre.
Del bolsillo saca la foto de María y un recorte del periódico de hace tres días.
«Cancelada la búsqueda en el río Manzanares
Los servicios de rescate terminaron la búsqueda del cadáver de Seguro Martínez, de 87 años, en el cauce del Manzanares. Tras una semana de hallar sus pertenencias cerca del puente de la M-40. La policía cree que Seguro, que padecía demencia senil, pereció al caer al río. Su sobrino agradeció a los servicios de rescate sus esfuerzos».
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