Claudia llegó volando desde muy lejos. No era su primer vuelo. El segundo fue en la casa familiar, junto a su pequeña criatura que aferró para proteger del fuerte viento que le sorprendió durmiendo. Su madre, María Altagracia, siempre decía que se debe abrir la puerta de entrada y la de salida posterior de la casa para que el huracán pase perdiendo la intención bravía de hacer volar todo a su paso, incluida la familia. En especial debían cuidar de las niñas recién nacidas de color claro, que desaparecen por un mal viento o envidia. La más pequeña era una niña blanca de ojos transparentes, que llegó tras meses de reproches de María Altagracia a la pequeña Claudia, que era tan niña, que perdió las bragas después de que un muchachote guapo la besara y manoseara en las fiestas. Así que cuando aterrizó en Madrid, fue su tercer vuelo porque al primero asistió sin saber y voló raso. Tras la primera experiencia sufrió las secuelas de pequeñas heridas de recuerdos, que tardaron aún más en cerrar al no llegar puntual su semana del mes. La madre viuda no quería otra responsabilidad y el enfado no le permitía mirar a Claudia, que lloraba hasta que el sueño le hacía caer inmóvil en un rincón de la cama compartida con sus dos hermanas, Santa y Juana. Con la enorme barriga hacía comida, lavaba, fregaba, barría, vestía y llevaba a las hermanas a la escuela caminando una hora de ida y otro tanto de vuelta.

 El vientre creció hasta que sintió un agudo dolor acompañado de unas punzantes palpitaciones en la cabeza. Su cara redondeó hundiéndole los ojos encima de los carrillos que formaban dos bolas en ambos lados de ese rostro que no era el de Claudia. Apenas comenzaron los dolores, desfalleció y casi murió desangrada al parir una niña. A punto de perder la vida por otra vida y esto es lo que sucede cuando eres chiquita y te acuestas con un chico o vienen y te obligan…, le dijo su madre con lágrimas de culpa. Claudia se hizo mayor con enormes pechos rebosantes de leche que la criatura tomaba a cada rato del día o la noche.

 Y llegó el segundo vuelo. El viento huracanado sonó fuerte despertándole. Cogió a la pequeña de la cuna.  Fue elevándose dejando de tocar el suelo con los pies descalzos y de puntillas. Aferrada a la criatura cerró los ojos. Se mantuvo así, volando en mitad de la estancia y subiendo progresivamente. Escuchó gritos, golpes, sacudidas del viento y rezó. Convencida de que moría, se encogió más, como una rosca, rodeando a la pequeña en el refugio de su vientre y contra el pecho. Aquello sólo podía ser voluntad de Dios o el Infierno, un castigo.

 El viento se debilitó, descendió lentamente y cayó hasta dar con las nalgas sobre el suelo mojado. Se hizo un silencio sepulcral. El bulto de capas de tela entre sus brazos dormía. Comprobó que estaba intacta.

 Encontró a la madre con las hermanas en la entrada abierta de la casa, donde fue a caer el cuerpo inerte de la vecina arrastrada por el viento. El vecino lloraba desconsolado. Árboles caídos, ramas, hojas, arbustos y objetos arrastrados. La desolación de Claudia con su pequeña dormida entre trapos de supervivencia. La casa en ruinas, pero juntas y vivas bajo lluvia torrencial. 

 Anduvieron largo rato hasta la parroquia donde paraban muchas personas sin rumbo. Finalmente encontraron refugio en casa de una pariente lejana que les albergó de no muy buen grado. Una semana y media con lluvia y corte de suministros. El río se desbordó y durante días, meses, incluso años, apenas se habló de otra cosa. Se perdieron vidas, viviendas y el trabajo de años en el campo, marcando un antes y después del huracán en la vida del pueblo. 

 Pasó el tiempo, sin mejoras y Claudia despertó al interés por otras chicas que dejaban el pueblo y marchaban lejos. Oía rumores. La pequeña crecía jugando. Claudia sentía amor y vergüenza a raudales. Todo el mundo sabía que era su hija y que llegó del pecado. Se sentía mal, aunque lo olvidaba junto a la chiquita de ojos trasparentes que llamó Blanca, como su piel de leche y melocotón.

 María Altagracia logró organizar la tierra con ayuda de vecinos que cultivaban y regaban entre todos un poquito a la viudita por años de buena vecindad.  Unos cuantos plátanos eran necesarios para ir a vender al mercado. 

 Un día llegó una carta de España de su prima Elizabeth, ofreciéndole un trabajo para servir en una casa. Claudia soñaba con una vida mejor y descanso. Cuando no podía más, pensaba volar muy lejos. Pasaba el día de faena en faena y la niña revolviendo a su lado que sonreía brillándole los ojos de agua de mar, que conocía porque había visto un domingo que fueron a la playa. Les llevó en coche el vecino viudo, José, que volvía a la vida tras años de soledad, los mismos en los que Blanca cumplió seis. 

 Santa y Juana estudiaban aún. Juana andaba delicada de salud, de los nervios, les dijo el médico. Santa quería ser doctora. El profesor preguntó a la madre si podían mandarle a estudiar a la ciudad. Escribieron cartas, algunas con respuesta, otras se perdieron. Finalmente el viudo José consiguió un contacto, Santa dejó la casa y comenzó a hacer estudios de ingreso para la Universidad, sirviendo y estudiando por las noches.

 En Navidad Santa volvió a casa. María Altagracia y Claudia se empleaban a fondo para cocinar. Aunque tuvieran poco, nunca faltaba para la comida navideña. El viudo, José, se unió a la celebración para lo que se vistió un traje bien planchado y al finalizar la comida hizo una declaración:

– María Altagracia, como nos conocemos y sabe, no tengo nada más que buenas intenciones y sólo les deseo el bien a usted y sus hijas. Así que he decidido pedirle la mano en presencia de su familia porque es usted aún joven y tan buena que se me hace la mujer más hermosa del mundo.- alargó la mano para entregarle un paquetito. María Altagracia bizqueando, apenas acertó a cogerlo. Por primera vez en la vida no tuvo reacción inmediata. 

– ¿¡Un anillo!?- apenas dijo- pensé que vendría por Claudia… 

– ¡No!- exclamó Claudia bajo la mirada inquisidora de María Altagracia, convencida de que un hombre mayor podía resolver la vida a su hija.

– Está bien José, déjeme tiempo confirmarle. Mi casa es pobre, no tengo nada y mis hijas son primero. No me lo tome usted a mal.

– Ya creo que sus hijas son lo primero. Pero déjelas volar Altagracia –  se atrevió a sugerirle.

 A Claudia le quedaba poco para otro vuelo, el más largo. Escribió a Elizabeth que le mandó algo de dinero. José le prestó. También buscó un prestamista para lo que le faltaba, hipotecando la vivienda familiar. María Altagracia le hizo jurar que trabajaría duro para mandarle de inmediato el dinero a cambio de ocuparse de Blanca. Su hermana Juana cada vez más delicada, dejó los estudios para ayudar en la casa. Necesitaban más gente para trabajar las tierras, así que era imprescindible que aumentar los ingresos. Apostaron por Claudia, no había otra alternativa.

 Llegó el tercer vuelo. Un hombre le prestó dinero, le dejó un teléfono de contacto y le entregó un billete de ida y vuelta, indicándole:

– En el aeropuerto cuando llegue, llame a este teléfono y devuelva este dinero de viaje que dejo en este sobre por si la policía le pregunta. Es una turista. Hace una maleta pequeña para que parezca que va por unos días y busque este hostal del que le escribo la dirección. Si es discreta y calladita, todo irá ok. 

 Sentada en el avión recordaba las amargas lágrimas de la despedida de su familia. A la pequeña Blanca le regaló la Luna: 

– Cuando la mire en la noche, ahí estaré yo. En sus sueños la besaré y abrazaré muy fuerte para que no se me olvide. Cuando tenga pena, cierre los ojos y me verá ¿quiere probar antes?… cierre bien fuerte. ¿A que me ve?.

 En el despegue quiso también olvidar el miedo.  El avión llegó hasta lo más alto del cielo, donde su cabeza y estómago se relajaron, aunque no podía dejar de pensar en Blanca.

 Llegó a Madrid la tarde mas fría de toda su vida. En la fila del puesto de policía, esperó su turno. Tragó saliva y sintió temblor de piernas. El policía del mostrador le pidió el pasaporte y le miró por un instante. Sólo pudo ver a una chica, asustada y no más joven que sus propias hijas. Fue a preguntarle cuando a Claudia temblorosa se le cayó el billete al suelo. 

– Pase – le indicó devolviéndole el pasaporte sellado- cuídese, joven. 

– Gracias señor- apenas acertó a contestar.

 Tomó un taxi y se encaminó por una gran carretera llena de automóviles que circulaban por todas partes. Muchos carriles en ambos sentidos, entradas, salidas, un caos. Vio los edificios de Madrid extendiéndose en un horizonte infinito. 

 En la puerta del hostal esperaba un hombre, que le pareció de su pueblo.  Al saludarle fríamente, pensó que tenía que ser de otro lugar. Entregó el sobre con dinero y resultó que la reserva del hostal estaba anulada. Le invitó a su casa, pero Claudia le rechazó.  Algo oscuro intuyó en aquel hombre frío de tez morena y acento parecido.

 Las doce de la noche, sola y sentada encima de la maleta, esperaba a Elizabeth en algún lugar en la ciudad.  Pasaba poca gente y  más de un hombre la miró.

– ¡Ey… morenita! – prefirió no mirar.

 En España la gente parecía como enfadada y andaba deprisa. Mucho ruido y los coches a toda velocidad, no paraban. Pasaba día tras día trabajando, sin apenas salir. Cuidaba una casa grande con dos niños pequeños. El bebé por la noche no le dejaba descansar y a veces sentía el pellizco de no cuidar a su propia hija, que veía en los juguetes, la ropita y rincones de la casa. Cuando no lloraba el bebé, lloraba Claudia.

 Elizabeth la llevaba algún domingo a una plaza para encontrarse con mujeres de su pueblo. ¡Qué cambiadas y resueltas!. Sabían ir a todas partes y le hablaban de los rumores del pueblo que llegaban con unas y otras, recados de la familia, las madres y maridos. De cuando en cuando, llamaba a su madre y a Blanca que la recordaban donde quería estar: con ellas aunque con libertad para volar, muy raso, pero sola.

 Mandó el dinero del pasaje mes a mes. Temió enfermar de agotamiento. Dejó la casa y trabajó en un restaurante, en un hotel, otra casa y quedó una temporada sin nada. Perdió los papeles de la residencia que tanto costó conseguir. Quería volver, pero no tenía dinero y se dejó arrestar por pasear descarada por el centro de la ciudad. Le pidió un policía los papeles y se resistió, enfadándole. Se quería marchar. Había oído que si te pillaba sin papeles, te mandaban de vuelta. Así que plantó cara para que la arrestara, la llevó a la comisaría y hasta al Centro de Detención, como una cárcel. Tocaron días lentos de pena, hambre y contradicción. Se arrepintió de haber salido a la calle. Era presa sólo por querer volar una vez más. No era más que otra inmigrante sin voz tras años de lucha y trabajo sin descanso. Salió del Centro con orden de expulsión, que no se cumplió, desesperándole más en la peor de las situaciones: presa, invisible y perseguida por el gobierno con una mano fantasma que no te guía a ninguna parte más que a la autodestrucción.

 Deambuló de un lugar a otro, buscando ayuda y  encontró a Juan que le dio alimentos en la parroquia y le mandó a dormir bajo techo en un albergue. Conoció a la buena gente que le escuchaba y se interesaban, como María, Laura e Isabel, que le enseñaron junto a otras mujeres, en un taller, cómo buscar para volver a trabajar. Movimiento social en Lavapiés para indagar un sitio y dormir por la noche con otras chicas. Pedía a Dios antes de cerrar los ojos, para comer al día siguiente y llegar a mandar más dinero a su hija, cosa que no podía hacer hace tiempo. El corazón partido porque era más de aquí que de allá.

 Llegó Manuel a su vida, compartiendo cena, espacio en compañía para dormir, y la sonrisa que le enredó en vuelo raso de nuevo. Años sin Blanca. No podía ver nítidamente su rostro borrado por el recuerdo. Se le instaló Manuel en el corazón junto a sus amigos del centro okupa. Repentina e intensamente se hizo una mujer de verdad. No soñó más con volar, porque ya volaba. 

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