Las luces de la ciudad le daban miedo. En la oscuridad todo parecía inerte, distante, hueco. Los cerrojos de los portales eran pestillos de una cárcel callejera, demasiado real para ser verdad, se decía a sí misma. Los gatos la aterrorizaban, la miraban usurpándole el alma  con sus ojos de semáforo enloquecido. No quería acercarse al callejón de Santa Fuente, pero esa noche necesitaba un lugar dónde no le molestaran los endiablados gatos. 

Vivía en el número quince de la calle Cristo Rey. Las ventanas de su casa olían a aceite de coche y cuando el viento allanaba la ciudad, se convertían en el sonajero del infierno. Las paredes eran la sombra de su pasado, llena de despojados retratos y sutiles lametones de viejos conocidos. En las esquinas de las habitaciones había puesto piedras para que los santos no salieran a tomar el sol, sol que ella ya no soportaba. Los azulejos de la cocina estaban descuartizados por una guerra insonora, igual que los del baño, dónde el agua era fría y gris. No sentía prácticamente nada, sólo sentía un hambre que la devoraba. 

Esa noche se dirigió al callejón dónde le aguardaban unos viejos contenedores que daban a la parte trasera del restaurante Los Caños. Normalmente el servicio no dejaba mucha comida desparramada para que no se acercasen las alimañas, pero siempre había un par de bolsas llenas de restos medio podridos o de algo mejor, productos caducados. Esa noche Julia encontró un par de danones y una bolsa con los restos de una paella mal cocinada. Todo un tesoro para su escuálido cuerpecito. 

Julia era de estatura mediana y complexión frágil. Hacía más de un mes que había cumplido setenta años, aunque realmente ella no recodaba su edad. Se había olvidado de contar sus años tanto cómo de contar sus esperanzas. 

Volvió a su casa con el botín, se sentó en la carcomida mesa de la cocina y desenvolvió la bolsa. Puso la paella en un plato y lentamente empezó a comer. En ese momento siempre le venía a la cabeza un recuerdo de su niñez. Estaba con su madre sentada junto a la hoguera que prendían en la casa del pueblo, una pequeña aldea de Extremadura que había sufrido muchas penúrias durante la guerra civil. Su madre le explicaba que el caldo que iban a tomarse era un regalo de Dios y que debía tomárselo sin mucho miramiento. Lo mismo hizo con la comida que Dios le había puesto hoy en la mesa.

Julia había estado casada. Su marido falleció hacía años. Con los recortes del antiguo gobierno había perdido la pensión de viudedad, y al haberse dedicado toda su vida a trabajar en casa, no tenía ningún ingreso. Los pocos ahorros que le dejó su esposo Manuel se los había gastado ayudando al único hijo que tuvo, Alberto. Ese nombre yacía en su corazón. 

Había una habitación en la casa de Julia que le daba un pequeño respiro, el cuarto de Alberto. En él, había colocado una pequeña vela y un ramo de flores de plástico chino que acompañaban el retrato de su hijo, muerto por una sobredosis. Cada tarde entraba, se sentaba en la mecedora y miraba su retrato. No tenía más que hacer.

Hace tiempo los del Ayuntamiento la visitaron para ver cómo se encontraba. Iban a su casa cada cierto tiempo. Julia entendía con cada visita que alguna esperanza albergaban. Le dijero que de ahora en adelante dos veces por semana, vendría a visitarla una chica que se dedicaría a hacer trabajo voluntario para ella. Le explicaron que la chica le ayudaría con la casa y le traería comida. Pasaron dos semanas, un mes, dos meses. La chica nunca llegó. Los del Ayuntamiento volvieron al cabo de seis meses y le explicaron que había sido un error administrativo y que lo sentían mucho.

Al día siguiente, mientras la vela que iluminaba el rostro de su hijo se extinguía, Julia respiró por última vez. 

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus