El señor Pobrete, ahora que tenía un hijo en la cárcel,  pensaba que la libertad no tenía precio. Pobre Pobrete, cuál grande fue de decepción al enterarse que su hijo podía salir de la cárcel libre de culpa y cargo si le pagaba al magistrado la suma dinero que se le había hecho saber por intermedio del secretario. La libertad tenía su precio. No era una suma exorbitante, pero aún así, no estaba al alcance de la economía de mi buen amigo. Su hijo tenía poco más de veinte años, una mujer a la que había dejado a la deriva y un pequeño que a su corta edad ya había aprendido tantas cosas que le tendrían que ser desconocidas. El principio de la decadencia de Desgraciado Pobrete había comenzado con sus fracasos como estudiante. Le iba tan mal en la escuela que se cansó de repetir el primer año de la secundaria. Era el mimado y consentido de la señora Pobrete, quien pensaba que su hijo ya iba a madurar, que no necesariamente todos tenemos que estudiar, si no mírenla a ella y su esposo, a gatas terminaron la escuela, y sin embargo tenían trabajo, una casa modesta y una pequeña felicidad sin deudas. Así que, muy bien el chico podía buscar trabajo y dedicarse a la misma vida que sus padres. No había ningún profesional en la familia, nadie tenía autoridad para pretender que Desgraciado se luciera en los estudios. Siempre había sido muy inteligente, pero le faltaba pasta, constancia y dedicación, fundamentales para estudiar. ¿A quién le gustaba estudiar? Vamos, los sacrificios no son para cualquiera. Pero Desgraciado eligió una mala época para buscar trabajo. Le pedían título secundario hasta para servir helados o hacer reparto a domicilio de comidas. Si pasaba que alguien lo empleaba, le terminaba pagando chaucha y palito. Cuando no, lo hacían trabajar una semana a prueba para luego decirle que no servía y largarlo duro, sin un mango. Por la mañana buscaba trabajo y por la tarde vagaba con sus compinches del barrio. Así pasaron los años sin que consiguiera hacer algo útil con su vida. Tocaba la batería, practicaba artes marciales, comenzó a estudiar a la noche, pero ya nada tenía sentido para él. Cada vez le dedicaba más tiempo al ocio y se terminó peleando con su novia. Que para peores, al poco tiempo apareció con la barriga gorda y más presiones para Desgraciado. Así fue que Desgraciado comenzó a tomar más de la cuenta cuando salía con sus amigos. Por tanto lo poco que ganaba en sus empleos temporales apenas  le alcanzaban para el vicio. Y de la mano del alcohol vinieron las drogas. Su madre negaba el problema de su hijo y el padre hacía lo que podía. Que era bien poco. Hasta que intervino la justicia por petición  del padre. ¡Lo internaron tantas veces! Lo venía a buscar la policía. Era una deshonra total para la familia que los vecinos vieran dos por tres el móvil policial en la puerta de su casa. “Menos mal que el abuelo no está vivo”, pensaba el señor Pobrete, muerto de vergüenza.  

  Los tratamientos para que dejara las drogas eran un total fracaso. Desgraciado se parecía cada vez menos  a sí mismo. Se escapaba de los centros de rehabilitación. Si hasta probaron con un psiquiátrico. Nada daba resultado. Hasta que pasó lo peor. En una salida con sus amigos se pasaron de rosca y terminaron a los golpes a la salida de un baile. Parece que mataron a un hombre, entre varios. Desgraciado jura que el no intervino en el asunto, pero los amigos dicen otra cosa. Ahora están todos presos. El lunes que viene saldrá en libertad. Después de cinco años de estar procesado con prisión cautelar y que su padre haya trabajado para pagar al abogado, la justicia determinó que no había pruebas serias en su contra. A sólo dos días de que recobrara su libertad un rumor horrendo comenzó a circular celdas adentro y llegó a oídos de Desgraciado para truncar una vez más su felicidad. Al parecer, su hijo había sido víctima fatal de un accidente de tránsito y se encontraba luchando por su vida en una cama de hospital. “Tenés que salir, tenés que verlo”, le dijo una voz que parecía amiga. Rogó en vano a todos los guardias que se presentaron ese día ante él. Hasta que tuvo una idea terrible, pero en su desesperación pensó que daría resultado. Simularía que se intentaba ahorcar para que lo detuvieran y lo sacaran de su celda e intentar luego desde la enfermería un traslado al hospital, que con suerte sería en dónde se hallaba su pequeño hijo internado. Pero ocurrió que esta vez, tampoco la suerte estuvo de su lado. Quiso el destino que se encontrara en ese momento de guardia el carcelero Desalmado. Quien ante los gritos de los compañeros de celda de Desgraciado hizo oídos sordos y el pobre terminó morado y con la lengua afuera. “Muerto el perro, se acabó la rabia”, pensó Desalmado. Y dicen más de veinte testimonios de presidiarios que lo oyeron decir, con cierta solvencia: “Uno menos”. Ahora está enjuiciado y se espera su sentencia. Solo resta decir que ese rumor que terminó con la muerte de Desgraciado era falso. Su hijo, a Dios gracias, se encuentra vivo y al amparo de una madre que bien lo sabe guiar. Porque a veces las fatalidades enseñan. Y porque algunos pobres saben muy bien que no tienen margen de error.

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