Me encontraba en el último vagón del tren cuando el oficial se acercó a la mujer de verde que estaba sentada a mi lado. Mientras la miraba fijamente con sus ojos azules, le pidió la documentación. Ella, con mirada despectiva, lo observó de pies a cabeza como quien hace un análisis pormenorizado de cada parte de su vestimenta.
Era una mujer madura de cabello rubio, ojos verdes y carmín rojo mate. Él, muchísimo más joven. Vestía de manera impoluta: uniforme azul marino, gorra colocada de forma milimétrica, zapatos bien lustrados y sin nada fuera de lugar. Por un momento me apeteció tener un helado de vainilla y derramarlo encima de tanta pulcritud. Pero, volví a la realidad. Él esperaba calmadamente alguna reacción de la mujer.
Volvió a pedirle la documentación, por segunda vez; le hablaba de forma correcta pero autoritaria y ella en vez de apocarse se agrandaba ante su presencia. Ninguno de los que estábamos allí pronunciábamos palabra alguna, y casi todos nos las ingeniábamos para mirar disimuladamente la situación. La mujer de verde continuaba sin mediar palabra y su mirada con el pasar de los segundos se hacía más desafiante, por un momento creí que allí mismo se iba a levantar hasta quedar en igualdad de altura con el oficial, pero no sucedió, en cambio, ante la insistencia de la documentación, estiró su mano dentro del bolso negro y comenzó a buscar.
La mayoría de los viajeros respiramos tranquilos al ver que ella por fin cedía ante la orden del oficial, y sin sacar la mano de su bolso levantó nuevamente sus ojos verdes y otra vez la misma mirada retadora de la mujer.
Sin apartar la vista del hombre, con voz fuerte y clara salieron de sus labios unas enérgicas palabras:
– ¿Qué pasa Sargento Morales? ¿Ha olvidado usted el respeto a sus mayores?
Intenté hallar en el uniforme alguna placa identificativa, pero no había ninguna, y en cuanto a las graduaciones militares no tenía ni idea de cómo identificarlas. Estaba claro: la mujer de verde lo conocía, no me quedaba ninguna duda. El oficial continuaba de pie ante ella, y no se movió ni un milímetro, ni siquiera para saludarla, así que pensé que a lo mejor él no sabía quién era ella. Pero la mujer de verde volvió a hablar. El vagón continuaba en silencio. Pronto cruzaríamos la frontera y el país estaba totalmente militarizado, así que una situación como esta no era algo apetecible para nadie.
– Sargento Morales, si no le hubiese conocido desde pequeño pensaría que usted es otro hombre, pero, aunque intente aparentar que no me conoce, usted sabe bien quién soy yo y también conoce a la perfección que voy a cruzar la frontera, esté usted o esté otro. Espero que su conciencia en estos años haya encontrado un buen asidero.
El hombre de la ventana dejó de leer el periódico, la mujer con su hijo pequeño le hacía señas para que guardara silencio, no se escuchaba ningún murmullo, salvo el de la maquinaria del tren, que no se detenía.
– Señora Justa Giménez, claro que sé quién es usted y también sé lo que se propone.
La noche se echó encima. Las luces artificiales del vagón se encendieron, y por la ventana las amapolas salvajes que crecían desordenadamente en el campo habían desaparecido de mi vista y sólo se alcanzaban a ver las sombras del paisaje antes idílico. Faltaba poco para cruzar la frontera. Todos teníamos nuestra documentación a mano, al llegar al puesto fronterizo debía estar revisada y aprobada. Y aunque todos queríamos terminar rápido con este procedimiento y encontrarnos en otro país a salvo, nadie en el vagón fue capaz de abrir la boca.
La señora Justa, dejó su bolso a un lado y se levantó de su asiento.
– Veo que los recuerdos le vuelven, Sargento Morales, o prefiere que le llame por el apodo que le puso su madre: Barrabás. Qué acertada estuvo la vieja Bernarda, ella sí que sabía la clase de alimaña que tuvo por hijo.
El oficial continuaba allí, aunque los músculos de su rostro se tensaron y su mirada adquirió un cariz de odio. No se movió de su sitio. Es más, cuando la mujer se levantó, creo que todos esperábamos que él diese un paso atrás, pero no hubo tal movimiento. En cambio, con voz pausada y autoritaria, volvió a pedirle la documentación.
– Barrabás, ¿quieres la mía o la de mi marido y mi hijo?, esos a quienes te atrevías a llamar familia, los mismos a los que traicionaste y luego una noche de septiembre los hiciste fusilar en la plaza del pueblo. Vamos, que tía Justa lleva esperando esa respuesta desde hace 3 años.
El oficial continuaba en silencio, y ya próximos al paso fronterizo apartó su mirada de la mujer y se acercó a mí. Comencé a temblar, cuando, con voz autoritaria y calmada me pidió la documentación. Se la entregué sin rechistar. La mujer de verde se sentó de nuevo y apartó su mirada para centrarse en el paisaje, en las sombras de la noche.
Yo, que tenía aún mis dudas de si esta era la mejor opción, supe entonces claramente que marcharme era lo correcto.
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