Josefina Carrasco nació en Barcelona.
Vivía en un barrio de gente de trabajo. Había hecho de la costura una profesión que se le fue escapando con la edad y la falta de visión.
Los ochenta y cuatro años cumplidos la primavera pasada, comenzaban a pesarle.
Su marido había muerto siendo ella joven aún. De ese matrimonio nacieron dos hijos. Román y Elvira. El varón, siempre había sido un tiro al aire. Nunca trabajó. Un día cansado de los reproches de su hermana se fue de la casa.
Josefina sufrió mucho cuando se enteró que su hijo, el que ella había criado con tanto amor, robaba para vivir. Estuvo preso muchas veces, esta última vez, la cosa fue grave. En una pelea los del pabellón ocho enfrentaron a los del seis. Le clavaron un puñal que partió su corazón en dos. Así le entregaron el cuerpo a su madre.
Elvira la hija menor, estuvo con ella hasta que se casó. Luego, sin pedir permiso y sin mirar que dejaba, se fue a vivir a los Estados Unidos siguiendo a su marido, gerente de una importante empresa.
Josefina le escribía, pero poco y nada le contestaba su hija.
El rostro de Josefina dejaba ver las huellas de una vida poco feliz, con profundas arrugas que marcaban el dolor y la tristeza. Esa tarde estaba descansado en su sillón hamaca, cuando su vecina Carmencita Nogueira le golpeó la puerta con apuro.
– Doña Josefina, doña Josefina…
– Ya voy… que ya voy, un momento.
– Tenemos que salir de la casa. Las chicas del fondo dicen que cae arenilla de las vigas.
– Pues que no ha de ser pa´tanto, niña.
– Que sí lo es doña Josefina, es el socavón que viene comiéndose los cuartos, el baño, la cocina y todo lo que en ellos hay. Teníamos que habernos ido cuando oímos la noticia de la ampliación del metro. ¡Vamos ya!…Deje todo como está.
– Que sí, hija, que sí. Haré mi valija en un santiamén.
Gran confusión en la calle. La gente de la cuadra corría sin saber dónde.
Se oía una explosión, el polvo que caía, gritos de impotencia.
Con el aliento del socavón soplando en su nuca, la anciana armó su equipaje.
Llevaría una pequeña maleta. En ella pondría las fotos de sus hijos, los recuerdos de cuando eran pequeños, a su querido Joaquín posando con ella sentados en una plaza cuando aún eran novios, y una manta tejida.
En un pequeño bolso de mimbre que colgaba al descuido de su brazo, guardó lo más importante: los sueños incumplidos, las esperanzas por cumplir, y los pedazos de su gastado y dolido corazón para recomponer.
Se cubrió la espalda con una capita gris topo tejida con sus manos, se calzó las zapatillas de abrigo y se paró en la puerta de su casa.
Quietecita miraba el trajinar de ambulancias, la frenética actividad de algunos y la disconformidad de otros que se quejaban de desinformación e imprevisión por parte de las autoridades. Josefina permanecía recostada en la pared del frente buscando un sostén. En tanto esperaba…
La mirada perdida, como ausente y la mente vacía esperaba… ¿Qué esperaba Josefina Carrasco?
Tal vez que la vida se acordara de ella y pasara a buscarla para recorrer el último trecho con el regalo de una sonrisa, la que desde hacía muchos años le debía.

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