Mi madre me miró con odio, pero se contuvo porque había demasiada gente alrededor. Salí corriendo hacia nuestra casa y me encerré en mi habitación. Tuve miedo de que ella llegara, tuve miedo cuando la oí entrar y tuve miedo cuando se acercó hasta donde yo estaba dispuesta a descargar toda su ira contra mí. Nunca la había visto así.
Lo único que yo había hecho era enseñarle mi guardapelo con forma de corazón con las caras de mi padre y de ella dentro. Había pasado la tarde recortándolas de una fotografía que había encontrado en su álbum. Aquella era la única imagen que tenían juntos, él ya no estaba para repetirla y yo la había roto. Me sentía culpable por haberle quitado ese pedazo de vida que tuvo, su recuerdo.
Lo cierto es que parte de su vida había terminado cuando mi padre murió y como recuerdo solo quedaba un viejo calendario en su cartera, señalando los días que él debía acudir a radioterapia; lo irónico es que las señales en el calendario se prolongaban mucho más allá de la fecha de su muerte. Fecha que, además, era la de mi cumpleaños.
Años después, volví a encontrar la fotografía con las caras que yo había recortado y mi madre había vuelto a pegar en su sitio pero que ya no encajaban; en mi afán por que cupieran dentro del corazón que pretendía colgar de mi cuello, les había recortado, concienzudamente, los bordes, inconsciente de que en aquella imagen mi madre era feliz. No había tenido que fingirlo, no tuvo que parecerlo. Simplemente lo fue.
Nuestra vida de entonces tampoco encajaba ya con la que se reflejaba en aquella foto en pedazos pegada de nuevo, con aquella familia feliz y sonriente que aparecía, inmóvil, ante mí. él nunca volvería a aparecer en nuestras fotos.
FIN
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