¡Quiero aprender!

¡Quiero aprender!

Ana Ramos

15/05/2014

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Hace muchos, muchísimos años, había una niña pequeñita que vivía en el campo. Sus padres eran jornaleros e iban de aquí para allá recogiendo pimientos, aceitunas o garbanzos. Como eran pobres dormían en un chozo de palos y retamas y la niña no podía ir al colegio.

Un día, su padre juntó unas monedas y llamó a un maestro para que enseñara a su hijo mayor, y cuando llegó el profesor la niña no se separó de él:

−¡Yo también quiero aprender! –le decía, y este le contestaba:

−¿No ves que solo me han pagado para que enseñe a tu hermano?

−¡Quiero aprender! –insistía ella, y el profesor le repetía:

−¿No ves que solo me han pagado para que enseñe a tu hermano?

Y así pasaron la mañana, el hombre corriendo detrás del niño, que no tenía intención de estudiar, y ella corriendo detrás del maestro. Al final todos se cansaron y nadie aprendió nada.

La niña se enfadó tanto que trepó a un algarrobo muy grande y cuando llegó a la rama más alta gritó con todas sus fuerzas:

−¡Quiero aprender! ¡Quiero aprender! ¡Quiero aprender!

Lo que ella no sabía es que esa frase repetida tres veces bajo los rayos del sol del medio día es el conjuro necesario para despertar al duende del árbol.

–¡Quita de ahí, niña, que estás en mi rama! –dijo el duendecillo gruñón que despertaba de un sueño de mil años, y ella se apartó atónita−. Estoy obligado a concederte un deseo. Debes ser muy precisa, pues te daré exactamente lo que pidas.  

−Quiero aprender a leer y a escribir. ¡Quiero escribir un libro entero!

−¡Concedido! ¡Ahora vete! Déjame solo, a mis anchas, bajo este solecito antes de que me eche otra siesta de mil años.

La niña bajó corriendo del algarrobo, a tiempo de alcanzar al maestro antes de que se marchara. Como tanto le insistía, el hombre le prestó un libro, y en cuanto ella abrió la primera página supo que el conjuro no había funcionado, seguía sin entender nada de nada. La pequeña volvió corriendo al árbol, pero por más que buscó ya no encontró al duende.

−¡No has cumplido tu promesa! –gritó la niña en la rama más alta.

Después de aquella mañana el maestro no volvió nunca más al sembrado y, de todas maneras, ella cumplió enseguida los diez años y no tuvo más remedio que ponerse a trabajar. Vivió más aventuras, se hizo mayor, se casó, tuvo hijos y sus hijos tuvieron hijos, y nunca pudo dedicarse a estudiar hasta el día en que se jubiló. Ese día se dirigió a un colegio de mayores y dijo en voz muy alta: ¡Quiero aprender! ¡Quiero aprender! ¡Quiero aprender!

Y por fin aprendió, y hasta escribió un libro. Quizá porque estudió mucho o quizá porque el duende le había concedido el deseo desde el principio, pero no habían precisado cuándo se cumpliría. O quizá porque la única condición era que nunca, nunca, nunca dejara de desearlo. 

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