Es difícil ver como muere tu familia, tus compañeros de viaje, tus sentimientos, tu salud física y tu salud mental. Es difícil llegar al nivel de unión al que llegamos nosotros. No existían los secretos. Pasamos por diferentes fases: al principio, no parábamos de hablar y de jugar para pasar el rato; algunos ni hablaban ni jugaban, tal vez por tristeza, tal vez por odio acumulado. En el momento que entrabas, pasabas a formar parte de nuestra odiada familia. Daba igual que hubieses matado, robado u ofendido a los dioses.
Yo llegue con veinte años. Me sorprendió mucho la gran fraternidad y el micromundo que habían creado mis antecesores. Teníamos una jerarquía, unas leyes y una abnegación que cimentaba nuestra moral. La familia aumentaba y disminuía vertiginosamente, por eso decidí sacrificar mis emociones. Era más sencillo ser como las rocas de las paredes que les puedes dar golpes y más golpes sin que cambie su estado. Cuando estas al límite de tus necesidades, no puedes mantener la calma, el instinto de supervivencia saca lo peor de uno mismo. En ese momento comenzó la fase del desquicie común del que nadie pudo escapar.
Un día se coló un ruiseñor, todos miramos atentos sus melódicos y bellos movimientos. Se movía libremente de lado a lado de nuestro hogar, agitaba las alas y le llevaban allí donde quisiese. Fue lo más bonito que vi nunca. Le agarre la mano a nuestro patriarca y le señalé el ángel con alas. Él no fue capaz de distinguirlo, miró a todos lados y repitió su frase de siempre “¿por qué tuve que cometer aquel error?”
Los excrementos cada vez ocupaban más y los responsables no se querían hacer cargo de ellos. Las moscas y las enfermedades se propagaban como la angustia entre nosotros. Llego un momento en que no solo fueron nuestros desechos, sino también los cadáveres de los que no pudieron continuar. A algunos les mantenía vivos la idea de volver a juntarse con su antigua familia. A otros, las ganas de vengarse de quien les había metido en este lugar. Cuando nuestro patriarca dejo de respirar yo me quedé cinco días delante de él mirándole fijamente y llamándole por su nombre.
Cada vez nos daban menos comida y agua. El número de peleas aumentaba en proporción a la falta de alimentos. En esa fase de deshumanización total, un cadáver más era motivo de alegría. Algunos decían palabras sueltas o emitían sonidos. Yo pensaba en mi mujer y en mis hijos, luego me los imaginaba felices con mi figura reemplazada. Entonces me daba golpes contra la pared hasta que se me anulaba el pensamiento.
Hasta que por alguna razón los guardias dejaron de traernos víveres. Ya no se escuchaban voces de fondo. Nos habían abandonado. La familia se fue secando. Lloré sin lágrimas y grite sin voz.
FIN
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