En el viaje siete se supone que me llevarían a la cuarta dimensión, pero yo elegí ir a otro lugar…

Estaba en el lago, caminando sobre el agua. Las plantas de mis pies sentían el agua fría y con cada paso las puntas de mis dedos se hundían un poco para crear largas ondas de agua. Mi ropa blanca contrastaba con el azul turquesa. La superficie era tan clara que fácilmente alcanzaba a ver los peces de colores nadando bajo mis pies. Eso era paz. No podía describirlo de otra manera.

Sin prisa. Sin correr. Sin preocupación alguna llegué a la orilla. Toque la arena suave como arcilla y seguí caminando hasta llegar a la cabaña que había visualizado desde el otro lado del lago. Yo tenía que estar ahí. Una corazonada me lo decía.

Subí los tres escalones y abrí la puerta sin tocar. Frente a mí, había una pequeña cama individual con una persona sentada en su lecho, dándome la espalda. A pesar de estar encorvada y con la cabeza escondida entre las manos, supe inmediatamente quien era. Había muerto hace meses y no creí que tendría la oportunidad de volver a verlo.

Cerré la puerta y me acerqué silenciosamente, sin apartar la vista de él. Estaba aún más demacrado que antes de morir, sumamente delgado y con un rostro afligido. En sus ojos se reflejaba una tormenta.

A mí izquierda, en un gran espejo pegado en la pared pude ver a otra persona reflejada en él. Era ella. También había muerto ese mismo año y la extrañaba. Todos la extrañábamos.

Tenía frente a mí a las dos personas que habíamos perdido, pero yo sabía que tenía que escoger una. Y que la decisión dependía completamente de mí. Si tomaba la mano de ella y atravesaba ese espejo, iría a la cuarta dimensión. A ese lugar donde van las almas cuando se desprenden de su cuerpo. Pero yo necesitaba quedarme. Tenía que pedirle perdón a él, quien seguía sentado en la cama y sin mirarme.

Tomé la mano del hombre y miré a la mujer con ojos de disculpa. Con pocas palabras le dije que todos estábamos bien. Su mamá. Sus hermanas. Sus hijos. Sus nietos. Ella sonrió y bajó la mano cuando comprendió que yo no cruzaría ese espejo. Que no me iría con ella.

La imagen del espejo se desvaneció, quedando solo él y yo. Respiré hondo y me armé de valor para decirle aquello que necesitaba desde que me enteré de su inesperada muerte. Desde que supe que no volvería a verlo.

“Perdón. Necesito pedirte perdón porque yo desee que te murieras. No estaba pensando mis palabras cuando las dije. Fue un arrebato. Un momento de coraje y necesito pedirte perdón porque en realidad yo no quería que te fueras así. Que dejaras a tu familia y que te fueras solo…”

Nuestras manos seguían unidas y creo que eso fue lo que nos hizo viajar juntos. O tal vez él decidió llevarme ese lugar. Lo cierto es que la cabaña desapareció y fue sustituida por un lugar oscuro.

El cielo era gris. El piso negro y pantanoso. Las personas que se encontraban ahí caminaban a rastras, con tanto trabajo que parecía que su cuerpo estaba muy pesado. Todos con la mirada perdida y sin mirarse los unos a los otros.

Sabía que esa no era la cuarta dimensión. Él me había traído a un plano denso, ese lugar donde las almas van a limpiarse para poder seguir adelante. Lo sabía por la opresión en mi pecho y la falta de aliento.

Algo mareada, brinqué del susto cuando una mano fría tomó mi brazo para llamar mi atención. Giré a mi derecha y me quedé helada al ver ese rostro de nuevo. Llevaba muerto 8 años. Él decidió acabar con su vida. Se ahorcó dejando a su joven esposa viuda y su pequeño hijo de apenas dos años.

Se veía ansioso y temeroso, pero lo único que hizo fue preguntarme por su hijo. Sin salir de la sorpresa, le respondí que él estaba bien. Ahora tenía 10 años y, tal vez no tenía los juguetes más modernos o los tenis de marca, pero que no le faltaba amor. Y nunca le faltaría.

Me miró algunos segundos antes de soltarme el brazo y dejarme ir, para continuar vagando en ese plano sombrío. Aquel viaje me estaba agotando de tal manera que sabía que ya no me quedaba mucho tiempo, tenía que regresar a mi cuerpo.

Cuando me di la vuelta me encontré con una chica. Lucía agitada, como si hubiera corrido para alcanzarme. Extrañada, la miré pero no la reconocí. No tenía idea de quien era. Dijo que se llamaba Aremy.

Yo solo había escuchado hablar de una Aremy. Muerta hace 13 años tras suicidarse después de su graduación. Mi mejor amigo estaba enamorado de ella cuando pasó, pero yo nunca la conocí en persona. Hasta ahora.

Ahí estaba ella. Frente a mí. Pidiéndome que le diera un mensaje tras haberle roto el corazón con su muerte. Y para que él me creyera que se trataba de ella, que esto que estaba sucediendo era verdad, yo tenía que decirle una simple frase a mi amigo:

“El primer beso fue en un parque”

El viaje terminó. Volví a mi cuerpo. A la tierra. Y seguía impresionada por lo que acababa de vivir.

No me importaba que mi mejor amigo pudiera creer que había enloquecido, yo tenía que darle ese mensaje. Lo busqué esa misma noche y al contarle lo que me había sucedido, él tampoco podía creerlo ¿Cabía la posibilidad de que en realidad no se tratara de Aremy?

Pero la describí y él confirmó que era ella. Le dije aquella frase del beso y tras dos tensos segundos de silencio me preguntó como es que yo sabía eso.

Solo sé que la vi. Se me acercó y dejó un mensaje. Ella quería pedir perdón.

Ese fue el viaje que me cambió la vida.

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