Rayos y Centellas

Rayos y Centellas

MARIA

14/05/2014

            La abuela y su rosario. De pequeño Andrés miraba con admiración como su abuela pasaba las cuentas del rosario con la mano izquierda, mientras con la derecha daba vueltas con la cuchara al cocido que poco a poco se cocinaba en el puchero ya negro de muchas comidas preparadas, con la misma ritualidad y habilidad con la que pasaba las cuentas.

            Su larga falda negra, su pañoleta  en la cabeza que tapaba el  pelo canoso que recogía en un moño pequeño, sus ojos  acostumbrados a los caprichos de la lumbre, sus orejas adornadas con pendientes de oro y piedras negras eran sus únicas alhajas. Poco se podía ver en un cuerpo enfundado en ropas negras, quedaban sus manos largas y huesudas que bien podían haber sido de pianista pero que fueron destinadas a ser la mujer de su casa.

            Huérfana de padres, la abuela fue recogida por un tío cura que la hizo crecer entre misas, rosarios, lecturas piadosas y tocar el piano. Cuando ya la vio mujer, el señor cura la casó con un hombre rico que venía de las Américas. Joven y con un bebé se quedó viuda. Hubo de aceptar nuevo matrimonio. El abuelo era herrero, trabajaba duro.

  Con la herrería en el centro del pueblo y una casa grande llegaron los hijos.

            Crecieron. Un hijo muerto en la guerra y el luto impuesto para siempre, borró la sonrisa de la abuela. El padre de Andrés era el pequeño, se quedó en la casa, se hizo cargo de la herrería y del cuidado de los abuelos. En esa casa nació Andrés.

             – «Rayos y centellas» este zagal nos ha devuelto la alegría – decía el abuelo.

             Andrés era sensible, alegre, risueño, silbaba bajando la escalera, subía corriendo y decía:  

             – Ya estoy aquí. ¿Te ayudo abuela? 

             Ayudaba a la abuela, escuchaba sus historias, creció en amor y en compenetración con ella.

             Cuando murió el abuelo, hubo que hacer más tareas, el padre llevaba la herrería, la madre era maestra en la escuela, la abuela llevaba la casa.

             – Cuando acabe en la herrería cortaré la leña – dijo el padre de Andrés a la abuela por la mañana.

             Pero la abuela lista por hacerlo todo, cogió el hacha y los gruesos leños que esperaban en el patio ser partidos en trozos más pequeños. Sea que los brazos ya no eran tan fuertes, sea que tenía los dedos algo dormidos de tanto pasar las cuentas, un mal golpe y el hacha cayó sobre los dedos de su mano izquierda. Las curas del practicante del pueblo no fueron suficientes y los dedos se gangrenaron. La abuela perdió los dedos de su mano izquierda, la de pasar las cuentas del rosario.

             Andrés crecía y cuando ya estuvo crecido, murió su abuela, la pena se había instalado en ella, ya no pasaba las cuentas, ya no daba vueltas al puchero, ya no   quería contar historias. Andrés guardó el rosario y las historias dentro del puchero.

                                                             Fin. 

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