Crecí pensando que parte de mi familia, concretamente la rama materna, era cuanto menos extraña, y todo por una historia que oí contar aunque nunca abiertamente, siempre en voz baja o como en clave, entre contertulios de avanzada edad como mi abuelo, el padre de mi madre, y alguna de sus primas o hermanas acerca del misterio que envolvía la figura de una tía común suya: la tía Amelia.

Yo, una niña calmada, de esas que sólo hablan con sus muñecas, me hallaba siempre por algún rincón de aquella casa grande que tenían mis abuelos en el campo y al parecer tenía el don de pasar inadvertida. O, simplemente, ellos pensaban que si algo llegaba a oír en un tono tan bajo, de todas formas por ser una niña no lo entendería. Debían haber olvidado su condición de niños, cuando lo fueron, y desde luego desconocían el oído tan fino que tengo.

_¡Pobre tía Amelia! _dijo, un día, mi abuelo

_De eso nada _contestó Carmen, su hermana_. La tía Consuelín, ésa sí que es digna de lástima. Ya ves como acabó, la desdichada.

_Si al menos esa foto, esa maldita foto, hubiera llegado antes… _replicó Juana, la prima de ambos.

_¿Antes?… ¡Nunca debió llegar!

_Cabe la posibilidad de que no fuera ella  _solía argumentar el abuelo Luís, que siempre encontraba alguna solución intermedia.

_¡Era ella, Luís! _le recriminó su hermana_. Mira la tía Julia, la mayor; tenía la cabeza más lúcida que todas las hermanas juntas. Por eso no se casó _añadió_. Y cuando recibió la foto en su casa de San Mateo, donde vivieron todas de niñas, dijo que ésa era Amelia. Ni dos días duró la pobre tras la impronta. ¡Fíjate si estaba segura!

Intrigada, acudí a mi madre. La historia era increíble:

<<Amelia era la cuarta de cinco hijas y a continuación Consuelín, con siete años de diferencia. Amelia era romántica, sensible, con luz propia,nada parecida a sus hermanas. Pero con Consuelín, tan niña congeniaba. Vivían en el quinto piso de una finca antigua y podían acceder por una pequeña galería al tejado, donde ambas pasaban largas horas. Tan cerca de las estrellas, decía Amelia, todo es posible… Una noche de verano subieron ambas a su particular universo pero sólo Consuelín volvió a entrar en la casa, atiborrada de padres y hermanas. Nadie vío pasar a Amelia ni ésta se precipitó al vacío… Preguntada, la niña repetía que un príncipe moro cabalgando sobre un caballo blanco se la había llevado. Nunca la creyeron por más que ella se reafirmaba en su historía. La tomaron por loca y se trastornó realmente; murió en un psiquiátrico. Pensaron que Amelia pasó sin ser vista por delante de ellos y se marchó. En 1973 se recibió una foto en el domicilio familiar: Amelia, entrada en años y kilos con ropas orientales sobre un diván, en un ambiente palaciego, y, al parecer un nieto suyo>>.

_Tú, ¿qué opinas? _pregunté.

_Consuelín tenía razón.

_Pues calla, mamá _dije.

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