Una parte de mí siempre ha vivido en el pasado, y a veces creo que si mantengo los ojos cerrados puedo verlo, aunque sea durante un solo instante. Me parece una nebulosa que me vertebra aún sin comprenderla, siento que me constituye y me define. Pero cuando pienso en la memoria que tengo de mi pasado sanguíneo, ese que se hereda sin preguntar y que pervive enraizado como un árbol genealógico muy adentro en la tierra, comprendo que sólo sé de los nombres. De los sentimientos tanto tiempo escondidos tras miradas y comentarios suspendidos en el viento y el olvido, de ellos no sé nada que me permita comprender de dónde procede la melancolía de mi madre, ni la ausencia de mi abuelo, ni el desamor de Amelia. Personas que se han ido marchitando en el tiempo, con sus recuerdos engarzados a los vivos, pero cuyas historias han visto caer sus pétalos uno a uno hasta casi desaparecer.

Amelia era mi abuela. Era porque ya no está, se marchó hace mucho tiempo como se van todas las personas, dejando de existir, enmarcadas en las fotografías y en las memorias de los que aún recordamos su forma de sonreír, con los labios pintados de rojo y las arrugas alrededor de sus profundos ojos, esos que me miraban cuando yo era pequeña y ni siquiera discernía que todos guardamos nuestros propios lamentos y nuestros lacerantes momentos de felicidad. Amelia era muchas cosas que yo no supe hasta que fui mayor para saberlas, porque su corazón se paró mucho antes de que yo pudiera entender el vacío que dejan aquellos a quienes queremos. Y crecí sabiendo de la muerte como uno crece sabiendo del amor, sin explicaciones, caminando entre las situaciones hasta que las vivencias existen por si solas en un pasado que los contiene siempre a ambos, intangibles e inexplicables, posándose cadentemente sobre los retales físicos que atesoran las palabras de los que ya no están.

Crecí, también, sin hacer preguntas. Pero los silencios que siguen a las preguntas sin formular son siempre los que empujan las puertas cerradas y el relato de Amelia es el más importante de mi vida, lleno como ésta de interrogantes y espacios vacíos por los que se cuela el aire como el viento entre las grietas del pasado cercano, ese que se puede tocar casi a tientas con las manos, pero que nunca se puede alcanzar. Porque al intentar disolver las dudas con certezas se arriesga uno a rebuscar dentro de sí mismo. La familia es un lazo que se recibe, pero que también se entrega, nudo a nudo, y su esencia se atesora bajo la almohada, porque su presencia abriga los sueños y fructifica en los relatos. Por eso, cuando supe que Amelia había amado y había perdido, que había besado y llorado y olvidado, pensé que quizá mi nostalgia también le pertenece, porque la suya es una historia que aún necesito encontrar.

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