Sus reglas dicen que los cubiertos deben estar siempre en su sitio. Que el pan debe estar cortado en rebanadas de un dedo de ancho. Que la servilleta va doblada a la izquierda. Que su vaso no debe jamás estar vacío. Por eso me apuro a llenarlo hasta la mitad, justo donde a él le gusta. ¿Algo más, papá? Mamá deja caer un vaso y me mira enfadada desde el fregadero, como si hubiese hecho la más fea de las ruindades. Papá solo mira su whisky y comienza a hablar en voz baja diciendo que quizás, esa noche, debieron servir whisky y no vino. Quizás así, Judas habría brindado sin el regusto amargo de la traición y no pesarían lo mismo treinta monedas de plata que una vida. Las negaciones de Pedro se habrían solucionado con un simple abrazo y la última cena habría sido para los romanos jornada de acogimiento y puertas abiertas. La pasión de Cristo habría sido el ofrecimiento amigo de yo pago la última y la corona de espinas seguiría enraizando todavía la tierra. Quizás, Pilatos en vez de lavarse las manos las habría estrechado y estarían extintas de las lenguas palabras como bueno y malo. Ignoraríamos el significado de pecado, milagro o sufrimiento y, quizás, habría menos mártires bajo losas comunes. Luego alza la vista como si sus ojos pudieran traspasar el techo de nuestro pequeño piso y continúa. Quizás, siempre estuvo escrito nuestro único mandamiento: el deber de equivocarnos. Papá se acaba su whisky de un trago sin dejar de mirarme. Pone el vaso sobre la mesa y de una bofetada me tira de la silla. Comienzo a llorar. Me duele mucho la cara. Creo que también sangro por la nariz. Luego se levanta despacio y, sin mirarme, me dice: “No vuelvas a llamarme papá, para ti soy Padre”. En silencio abandona la habitación mientras se coloca el alzacuellos visiblemente incómodo.
FIN
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