“Casate con vestido blanco” le dije a mi mamá. Y ella accedió, aunque reticente, quizás solo para incentivar el poco entusiasmo que su segundo matrimonio me despertaba. Ella prefería casarse con algún discreto traje color natural porque ya se había casado de largo y blanco una vez. Accedió pero se compró el vestido más sobrio que encontró. No tenía vuelo, ni capas de tela, ni encaje. Era el vestido más lejano al de una novia que había visto e imaginado en mi corta vida. Mi decepción era evidente. Lo acompañó con un ramo de flores silvestres cortadas un rato antes de la ceremonia, poco maquillaje y el pelo sencillamente recogido. Es que se casaba creyendo que lo mejor de su vida ya había pasado y no podía dejar de mirar atrás con nostalgia. Volver a pisar la alfombra roja pero ahora con otro hombre, no podía sino traerle recuerdos de aquella primera vez.
Se casaba con una sensación de estar cometiendo un acto de infidelidad hacia el primer hombre a quien había jurado amar no tantos años atrás. Por eso unos días antes, con un ritual inventado, había ido en búsqueda de aprobación divina a la misma iglesia que hoy entraba de blanco. Frente al altar vacío dirigiéndose a Dios y a su primer marido, pidió: “Si está bien que me case que hoy alguien me regale rosas blancas”. Esa misma tarde una de mis tías sin saberlo le regaló un gran ramo de rosas blancas recién cortadas de su jardín. Entonces, se volvió a casar. Se volvió a casar para vivir en una extraña bigamia. Su primer amor la acompañaría como un recuerdo que no puede olvidarse, un hombre que por lo breve y fugaz de su presencia queda idealizado para siempre. El segundo la acompañaría de forma real y cotidiana.
La ceremonia fue sobria y poco efusiva. Veo las fotos de ese día y casi no hay retratadas sonrisas. Casi no sonreían los novios, ni los invitados, ni yo sentada en el primer banco. Es que dos personas se unían porque antes cada uno había tenido una historia interrumpida por la fatalidad. Dos historias que habían dejado evidencias, él tenía cinco hijos, ella me tenía a mí. Y, para hacernos formar parte de esta nueva alianza, se propuso que entráramos los seis después de los novios a modo de cortejo nupcial. Yo, con mis cinco años, minutos antes de que empiece la ceremonia, me negué a participar. En vano fueron los ruegos de mis tías y de mi abuela para hacerme cambiar de opinión, mi rebeldía permaneció intacta. Me senté sola en el primer banco. Al rato mandaron a una de mis primas que se sentó mi lado, me tomó de la mano y la apretó con fuerza. Se escucha la música proveniente de un viejo órgano. Comienza la ceremonia. Entra la novia. Entra el cortejo. Todos de pié. Yo, en contra de toda convención, permanezco sentada y fuera de cuadro para la foto.
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