Esta es Patricia María Cecilia.
Alguien le está haciendo una foto, desprende atractivo y espontaneidad. Aunque por la dirección de la mirada podría adivinarse cierta timidez que intenta evitar que esta se cruce con la del objetivo, sabiéndose observada no sólo por una máquina hecha de metal sino con ojos con criterio.
Ella, es la gran desconocida de mi vida. La imagen borrosa a la que he dado mil formas con los pocos recuerdos que me quedan y las historias escuchadas a lo largo de los años.
Ella es la mujer que salió del Perú para conocer mundo, para casarse con un madrileño de origen gallego y tenerme a mi. Ella es la madre que por culpa de un cáncer (O dos) nunca volví a ver una vez cumplí los 12 años.
Por eso, aquel octubre de 2012 decidí mudarme a Lima desde Cozumel, con la excusa de esta crisis que no acaba. Quería volver a Madrid, pero todavía no estaba preparada. Quería, no sólo pisar las calles que ella había pisado, sino conseguir esa cotidianidad que sólo se consigue al respirar una ciudad en diferentes estaciones.
Contacté con sus familiares, los míos. Contacté con sus amigas del colegio Católico Americano de Santa María. Contacté con cualquiera que tuviese acceso a esos recuerdos que tenían forma de lingotes de oro.
Más de una de aquellas mujeres irrumpió en sollozos al verme en la puerta de su casa. «Es como ver a tu mamá» – me dijo Ana María. Marcia, su amiga más cerebral, me hablaba incluso de una versión mejorada. Lizzie en cambio, reconocía gestos o hábitos que yo jamás llegue a identificar: «Sujetas el cigarrillo de la misma manera, ríes igual, caminas y podrías ser ella»
Gracias a toda esa información, supe que las dos habíamos trabajado en Hoteles. Que aparte de ser bilingüe en inglés y español, hablaba a la perfección el portugués con marcado acento brasileño aprendido de oído en su etapa en aquel país. Que siempre quiso una hermana pequeña, ya que la que tuvo falleció un 24 de diciembre y que por eso mi abuela jamás celebró la Navidad o que su miedo más profundo, una vez enferma, era dejarme sola.
En ese tiempo vi atardeceres infinitos desde El Morro Solar o La Costa Verde. Los cielos de Lima pueden ser preciosos cuando su inmensa nube desaparece en días contados.
Me perdí tardes enteras por el bohemio Barrio de Barranco y supe inmediatamente que ella estuvo enamorada de ese lugar antes de yo.
Entendí porque quiso salir de una sociedad conservadora y axfixiante en la que ella no encajaba, historias que fueron repetidas por sobrinas una década más tarde.
Al finalizar mi tiempo allí, la necesidad de volver a España y continuar su legado se me hizo imperativa. Después de cinco años fuera de mi país, fue mi madre la que me convenció de que mi futuro siempre perteneció a esa península a la que emigró enamorada y la que ya nunca abandonaría.
FIN
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