La yaya María era una mujer muy limpia y muy coqueta. No faltaba el jueves que fuese a la peluquería, se peinaba con su cardado, morena, siempre guapa. No soportaba verse ni una cana. El olor de la colonia que más le gustaba a mi yaya, la Toja, La Maja. Eran unos frasquitos muy trabajados, con el tapón dorado, que parecía de oro, y una foto de una mujer vestida con traje regional con colores rojos, granates, de época pasada.

Llevaba las uñas siempre bien pintadas y por supuesto de rojo, como sus labios siempre de rojo. Llevaba un anillo de oro, con una piedra que parecía de cristal. Era una abuela que fumaba, y además rubio.

A mi abuelo materno no le llegue a conocer, creo que mi yaya le echó de casa. Sacó adelante a cinco hijos ella sola sin apenas ayuda de nadie, y en esos tiempos. Vivian en  Lavapiés,  el 13, de la calle Olivar, de Madrid.

A mi me gustaba ir a ver a mi yaya al 13, me gustaba la calle donde vivía, las vecinas. Recuerdo una señora que vendía revistas pasadas a duro. Yo tendría 14 años. Cuando pasábamos por ahí, mi abuela la decía —es la hija de la Mari!, –¡pero que guapa que es! – ¡claro es que la Mari era muy guapa!.

Si mi abuela no estaba en el 13, estaba en la Plaza Santa Ana echando migas a las palomas, ò en el  Bar Viriato. Pedíamos un mosto, y de aperitivo patatas fritas, las envolvía en una servilleta de papel.

 –Luego te las comes, me decía-  y yo me pasaba el camino de vuelta a casa con la servilleta de papel que envolvía las patatas fritas en el bolsillo.

Conocí a muchos novios de mi yaya.  Todos los novios de mi yaya eran Sr. Sr Pepe, Sr. Antonio, Sr. Paco, y la verdad lo eran. A uno de ellos le llamaban “el cangrejero” creo que era por que tenia una marisquería.

Un día me llamaron al trabajo, yo tendría 25 años. Era junio, y hacía calor. Cogí un taxi desde la Gran Vía, — voy a Francisco Franco, el taxista me dice, sin arrancar, —-Francisco Franco no existe.  –Al Gregorio Marañón, –eso si – me dice. Y me suelta un sermón antifranquista.

 Al llegar al primer semáforo de Doctor Esquerdo, baje sin pagarle un duro.

 Cuando llegue a urgencias no me dejaron pasar a ver a mi yaya. Por la ventana de la habitación, un bajo que daba a jardines pude verle solo los pies. Los tenía vendados., la enfermera me dijo  —bueno, ya sabían sus familiares lo mal que estaba.

No pude verla y tal vez se lo tengo que agradecer a aquél taxista que me hizo llegar tarde y hoy recordarla bien peinada, su cardado, morena y con las uñas bien pintadas de rojo, como sus labios rojos, con su cigarro rubio, y su olor a La Maja.

Fin.

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