El ciudadano del mundo

El ciudadano del mundo

Después de trabajar durante diez horas frente al fuego para forjar el hierro de la rueda de un carro, Gregorio se bañó con agua helada. Murió al instante. Fue sepultado ese mismo día en un cajón tan precario que, mientras lo enterraban, la tierra entró por todas las rendijas.  Mi madre aseguró que sufrió un pasmo y que esos ataúdes eran para los inmigrantes pobres.

Yo tenía doce años, era el segundo hijo varón, observé el entierro desde lo alto, inmóvil sobre una piedra. Vi desaparecer a mi padre por aquel agujero y también vi a mi familia reducida, aglutinada, desamparada. Supe que sería el protector y ese día me transformé en hombre.

Mi madre, Emilia, ingresó así a la categoría viuda. Se sintió muy sola en la Argentina con sus seis hijos pequeños. De los seis huérfanos de padre, dos éramos además huérfanos de patria. Mi hermano mayor se olvidó de su origen y continuó su vida, pero yo, no me olvidé.

Durante mi juventud, lo más urgente fue sobrevivir, no tuve miedo al trabajo y tampoco a emprender cosas nuevas. Cuando tenía un sueño fui avasallante e involucraba a todo el mundo en mi travesía. Fui solidario con mi familia y, según ellos, exageradamente demandante. Mi lema fue: “Nos salvamos todos juntos, o no se salva nadie”.

Tuve espíritu de cacique, comandé mi tribu, nunca abandoné a las mujeres de mi familia que, como mi madre y por distintos motivos, también habían quedado solas y con hijos. Asimismo, ellas estuvieron pendientes de mí y me sostuvieron en los peores momentos. Quizás, por eso, bauticé “Califa” a mi lancha, con la que navegué temerariamente sobre las olas del río Paraná.

Más allá del progreso logrado, sentía una profunda necesidad de pertenecer. Anhelaba la ciudadanía que no podía obtener por falta de documentación original.  En reiteradas ocasiones solicité mi partida de nacimiento a Dubno, Ucrania, donde había nacido, pero la guerra que  continuamente alteraba los límites nacionales, había arrasado mi ciudad y no quedaban registros escritos. A pesar de ser un hombre sin patria, estaba aquí, parado sobre esta Tierra. Esa idea no me dejaba en paz y gritaba a los cuatro vientos: “Estoy pero no existo”.

Inesperadamente, cuando ya caminaba lento, obtuve mi documento de identidad para extranjeros, de súbito, me convertí en polaco. El Estado estableció origen según la bandera que revelaba la procedencia de los barcos que ingresaron al país. A pesar del desconcierto por mi nueva identidad, obtuve mi jubilación y entré en una etapa inédita, conocí el sosiego.

El día de mi velatorio, mucha gente fue a darme el último adiós. Mi familia despidió al “ucraniano” fraterno, los amigos al “ruso” intrépido,  el Estado al flamante “polaco”, y yo, que era todos ellos y a la vez ninguno, me asumí como elciudadano del mundo.

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