Había una vez una niña en la panza. Una niña en la playa. Una niña con sus padres. Un padre que observa y una madre que abraza.
Yo soy la niña. Soy la misma niña que lo mira. Lo siente cerca apesar de no poder tocarlo.
Cuando me concentro puedo llevar mi cuerpo al pasado para recordar el sonido de nuestras risas mientras él afinaba su guitarra de pocas cuerdas y nos preparábamos para cantar.
El sujeto tácito de los momentos plasmados en papel sacaba su cuaderno de letras y el concierto empezaba. Hay algunos temas que tienen la capacidad de hacerme llorar.
Mi papá siempre tuvo ese efecto en mí.
Tengo una lista de canciones que activan un costado sensible. Ese que deriva en mares de lagrimas, en oleadas de tormenta.
La niña que mira el horizonte en la cámara escucha el canto salir de las entrañas. Como la melodía de las sirenas en el desierto. Allí me siento en paz.
La playa es una ópera a cielo abierto. Y es el único lugar donde a pesar del paso del tiempo puedo escucharnos en el eco del silencio.
Cuando cumplí quince lo festejé. Él cantó y el camarógrafo no grabo esa parte. Sin embargo puedo recordar. Vi teñirse el ambiente. Vi cambiar los colores. Algo pasa cuando el canta. Algo me pasa.
Hace un tiempo yo lo grabe. Una cinta de cassette guarda el testimonio y el recuerdo que tengo miedo mi mente alguna vez deje de escuchar. Elegí como tenerlo vivo. Canta. Y cuando me siento triste me meto en la cama, pongo play y viajo.
Lo siento como un ser que me abraza y congela instantes para que recuerde que nuestros ojos están tan cerca que, si me concentro, escribiría lo que no puedo ver. Lo traigo a mí si lo escucho. No si lo cristalizo.
Soy la primera hija de un matrimonio que decidió exiliarse de Buenos Aires al sur. Mi familia empezó sobre ruedas. Mis padres cargaron un carruaje y como forasteros se lanzaron en un corcel enflaquecido y anciano, color amarillo, a conquistar las tierras del viento.
Siempre que pienso en nosotros me pregunto ¿de dónde son mis padres?
Ellos cuentan que cuando yo era bebé lloraba bastante. Para silenciar mi angustia como quijotes contra el clima sacaban a la dulce Daniela a dar un paseo en auto.
Siempre nos movimos. La génesis fue un viaje sin importar el soporte.
Alguna vez soñé con vivir en un circo y pienso que tal vez mi familia, como las familias de circo, carga en su vehículo la casa que construye donde sea con lo que sea. Por que siempre hay otros lugares a donde ir.
Mudarse es una posibilidad de empezar. Lo dificil es echar raíces. Hoy sueño con viajar por el mundo.
Me miro los pies y veo en mis zapatos la identidad que a veces se desdibuja como el horizonte en mi memoria.
Tal vez para mí, moverse siempre sea a pie.
Fin
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