La tarde del 23 de octubre, Luisa sintió su cuerpo romperse. Minutos antes, había dejado los escalones de cal limpios como la patena. A sus diecisiete inexpertos años, desconocía lo que era un parto, y ahí mismo, tirada en el suelo de tierra reseca entre la casona y la casucha, pensó que moriría mientras profería gritos animales. Fue atendida de inmediato por su madre en un parto difícil y agotador, que la mantuvo postrada en cama por más de un mes.
Desde las horas posteriores al alumbramiento, Luisa padeció una desmemoria repentina que hizo que olvidara lo ocurrido. Olvidó la preñez, olvidó al desgraciado que la engañó, y olvidó el motivo de su cansancio, así que los cuidados de la hermosa niña nacida, y las labores ingentes de la enorme casa de los señores, recayeron por entero en Jacinta, que vio platear su hermosa melena morena de un día para otro, presa del agotamiento y el disgusto de ver crecer a la pequeñita sin el cariño de su madre.
Así, Remeditos creció bajo los amorosos cuidados de su abuela y tíos, y en la casucha no se volvió a hablar de la curiosa circunstancia de la amnesia perpetua de Luisa; la niña siempre vivió como hija de su abuela y hermana de su madre y tíos.
Remeditos se criaba curiosa y feliz en el cortijo. A su escaso año y medio, correteaba como loca y trataba de seguir con sus parloteos las coplillas en falsete de Jacinta. De vez en cuando, salía pitando y conseguía pasar del portalón grande y llegar al cercado. Más de una vez, su tío Alejandro la pilló enganchada a la teta de una cabra recién parida, chupando con fruición. Alejandro se partía de la risa contando el relato con la niña sobre los hombros, mientras Jacinta escuchaba la peripecia con cara de espanto.
Cuando volvieron a la sierra de Madrid, Jacinta mandó a la niña a la escuela del pueblo. La clase era una sala grande y fría con una austera cruz encima del encerado y una foto de Franco justo al lado. Cantaban el “Cara al sol” al llegar y rezaban el “Padre Nuestro” después. Remeditos hacía como que cantaba, pero solo movía los labios pensando en sus cosas de niña. Escapaba de la clase todos los días; saltaba por la ventana e iba al prado cercano a recoger leña para llevarla a casa. Una y otra vez, Don Francisco, el maestro, la encontraba con el pelo revuelto y el hatillo de ramas a la espalda. La castigaba contra la pared lleno de ternura y sin mucha convicción, y ella, volvía a escapar.
Un día, la niña no volvió de buscar leña. Alguien del pueblo la vio adentrarse en el bosque de la mano de su madre loca, mientras charlaban y reían sin parar. Los ancianos cuentan esta vieja historia, convencidos del buen destino de la niña y la madre, que recuperó la memoria, pero no la cordura.
FIN
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