Antonia, ese era mi nombre, algo impuesto por las reglas por la sociedad de comienzos del siglo XX. Ni siquiera lo consideraba mío. Era como algo que llevas porque no hay más remedio, y, si de por sí ya no estaba receptiva a oírlo, menos a encontrarme con la persona a la cual tenía que dar las gracias.
La primera vez que entré en aquella estancia (el salón prohibido a los niños pues solo era para las visitas importantes), me pareció inmenso. Todo giraba alrededor de una gran chimenea sobre la cual destacaba un cuadro, el de una boda, la de mis abuelos. Me pareció tétrica. No veía caras de amor sino como de obligación. El ramo caía de manos de la novia como algo sin importancia pero que forma parte del ritual. Tal vez las bodas eran así, pero en mi mente infantil de cuentos de hadas era todo tan distinto. La foto me causó miedo, desasosiego, un temblor que no podía controlar… Salí de allí lo más rápido que pude y olvidé aquél cuarto como se olvida un mal recuerdo.
Fueron pasando los años, la escuela me ocupaba casi todo el tiempo, y como mujer que era, la enseñanza era aprender a coser, a bordar, a cocinar, buenas maneras…Porque el fin era encontrar un buen marido. Ese fin hizo que comenzáramos a bordar el ajuar, algo imprescindible en aquel tiempo. Se decidió sin pedirme opinión que llevaría el vestido de la señora del cuadro (mi abuela). La imagen de mi mente de niña volvió de nuevo y el horror se intensificó. Aquello era horroroso y pretendían que además de un nombre que ya de por sí arrastraba como una carga, de la mano fuera el vestido más horrendo que había visto. Cierto que no había visto más por falta de interés, pero tenían que ser mejores.
Pero según mis padres, yo debía haber nacido chico, por lo díscola, mis juegos, más con chicos que con chicas, y nada de cocinitas ni otras cosas parecidas. En una conversación en la que les dije que no pensaba casarme pues yo trabajaría y que costó un desmayo de mi madre, gritos de mi padre diciendo que llamaran un sacerdote porque estaba blasfemando, aquello se fue acallando, por lo que pensé que el olvido había tapado aquello. ¡Qué equivocación! Me buscaron novio. Me rebelé, dejé de hablar, mi corazón se aliaba más con mi mente. Al cumplir los diecisiete, cuando iban a empezar los preparativos de la boda, me planté y me negué en rotundo. Mi padre me echó de la casa. Salí de una sociedad para la que dejé de ser “decente”.
Respiré hondo. La sensación fue parecida a la que se tiene cuando te quitan el corsé, pero lo que no quería era que otra niña pequeña se asustara al ver el cuadro de mi boda sobre una chimenea.
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