Una calle madrileña, un número y un segundo piso a la derecha. Ahí viví con mi madre y doce hermanos más. Los vecinos solían preguntar al portero si había algún problema en esa casa, pues se oía mucho jaleo. Enseguida quedaba explicado “Es que son muchos y los pisos no muy grandes”. Pero el jaleo de verdad se organizaba en cualquier comida familiar, sobre todo en vacaciones porque no faltábamos ninguno.
El comedor era la habitación mayor que tenía el piso: en el centro una mesa ovalada color caoba, que se abría, y colocando dos tablas se hacía mucho mayor, sillas, insuficientes para tanta familia, del mismo color; dos aparadores, uno con la encimera de mármol, donde guardaba mi madre un escaso suministro bajo llave; este aparador, que tenía una esquina rota en el mármol, era la mina de donde Enrique sacaba a hurtadillas el chocolate y que nadie entendía como duraba tan poco. El otro aparador guardaba las mantelerías y cubiertos buenos que nos recordaban épocas de vacas gordas, cuando vivía mi padre y que mi madre ponía en el último cajón, ya que se utilizaban sólo en grandes momentos, como Navidad, en visitas de la abuela materna y poco más. También había un sillón de orejas aproximado a una radio Marconi
Una vez situados, después de sentados quedaba poco espacio por ambos lados; Fernando y yo traíamos la tabla de la plancha que, apoyada sobre el asiento de dos sillas, suplía por lo menos a tres. Ahí nos sentábamos los más pequeños, recordando llevar la mantita de la plancha si no queríamos pellizcarnos el “culete” por las grietas que la tabla tenía.
Las normas: estar en el comedor a la hora, comer todo lo del plato sin tirar nada, no protestar por el menú.
Mi madre, mujer pegada a un delantal, aprovechaba el pan y hacía emparedados con alguna mortadela no muy cara; los pequeños, hartos de tanto repetir, protestábamos y Antonio cantaba:
“Los emparedados son, los emparedados son ,muchísimo más ricos que los huevos con jamón”
Comidas distendidas con mucha juerga, sin prisas, largas sobremesas con mucho
compartir; el trabajo de alguno, las Picias de los pequeños, las anécdotas divertidas de
cualquiera que estuviera dispuesto a hacernos reír. Carlos tenía un monologo de
alguien que se suicida bebiendo veneno. Lo escenificaba de tal manera, que lo que a
todos les reventaba de risa por las caras, los gestos, los ruidos guturales mientras
bebía un vaso de agua, a Fernando y a mí nos llenaba de terror hasta que nos
acostumbramos y comprendimos que era teatro.
Cada comida, cada sobremesa era una clase magistral donde se aprendía mucho, sobre
todo a sobrevivir en positivo en una época no fácil de escasez. ¡Ah!, se me olvidaba.
Nuestra consigna: Ojo con caer en la trampa de servirte agua, no toques la jarra, te
puedes encontrar quince vasos más que te dicen “echa”.
Fin
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