No me había dado cuenta de que había convertido su habitación en un templo a la memoria, como si todo su pasado se escapara de sus manos, sin control, fantasmas que perseguir. Ahí estaban todas las fotografías, mezcladas en los estantes con libros, citas de médicos, caramelos, joyas, incienso. Sin embargo, pertenecían a esos estantes, tenían su lugar. De alguna forma, en el caos de su vida, encajaban.

Había una historia muy dura detrás de esa manía, o de esa necesidad de rememorar el pasado, de colocarlo a la vista para poder mirarlo a primera hora de la mañana y cuando regresase, e incluso antes de ir a dormir. Es irónico: siempre la he visto como la mujer que quiere escapar de la realidad, pero empiezo a pensar… Que sólo quiere sobrevivir.

Y de entre todas las fotografías, ahí estaba la que comenzó toda esta odisea hacia las palabras, hacia el corazón de la verdad, hacia el pasado. Tal vez. Sólo sé que estoy aquí por ella.

Esa fotografía que, en realidad, no tiene nada especial. Se ve una ella joven, un él sonriente que la cámara pilló con los ojos cerrados en el momento de inmortalizar el momento. Me habla de aquella época, siento, cuando la vida era más simple, más auténtica quizá; cuando los retratos significaban algo, todo. Al parecer ocurrió en Singapur. Él fue a visitarla por primera vez, después de tantos años separados, tantos viajes por tierras lejanas, tanta vida de por medio… Después de todo, eran familia. En la fotografía ríen. Ella me confesó que tiene buenos recuerdos de aquella visita, que estaba muy emocionada cuando llegó. Que ahora le echa de menos.

Quizá la foto estuviese colocada por encima de las demás porque representa todas esas emociones de primera vez, y eso ahora sólo compensa que no hubo una última. Está ahí para recordar un hola donde no hubo un adiós, unas risas donde ahora sólo quedan silencios y lágrimas ahogadas; alguien donde ahora ya no hay nadie.

Esa foto en la esquina del estante, entre todas las demás, dice algo así como: «Adiós, hermano. Adiós», con un amor y una emoción que nunca tuvo tiempo, ni oportunidad, de expresar. Y lo único que queda de aquello, de todo, es esa fotografía en el estante, entre libros y otras fotografías. Cada una tiene su historia, sin duda, pero un año después de su muerte, la única que lo cuenta a gritos es ésta. 

FIN.

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