El Chino llegó de Puebla hacía unos meses, no recuerdo cuántos. Era una iguana enclenque. Casi no hablaba. Nunca le habíamos visto reír. Le gustaba sentarse en un rincón de la casa donde vivíamos y nos miraba con ojillos mansos mientras los chavos y yo parrandeábamos. Él nunca tomaba. Luego, aparecía en mi cama al despertar. Creo que tenía miedo porque le sentía temblar como las verdolagas en el río. Yo siempre estoy un poco curda, es la única forma de que mis tripas no rujan.

Esa mañana, El Chino dijo que era su cumpleaños. Todos nos sorprendimos porque nunca había dicho nada de sí mismo. No teníamos nada más que nuestra mona para festejar así que le cantamos “Las Mañanitas”. El Chino sonrió por primera vez. Tenía una sonrisa muy linda.

Los chavos prometieron volver lo antes posible con tortillas y salsa verde, sólo había que limpiar unos cuantos carros entre Juárez y Cárdenas. El Chino prefirió quedarse en la casa conmigo. Esa mañana estaba más pálido que otras veces. No paraba de moverse por el cuarto para mirar por el agujero que servía de ventana.

De pronto, oí que alguien llamaba a la puerta. Me asusté porque ya habíamos recibido la visita del amo de la casa y yo aún tenía frescas sus marcas entre las piernas. Una mujer de piel morena y camisa oaxaqueña asomó la cabeza por el vidrial quebrado de la ventana. El Chino, en cuanto la vio, se alejó del hueco de la pared para que ella no lo descubriera. Ella se sentó enfrente de la casa, no volvió a llamar, no entró, sólo esperó, toda la mañana y toda la tarde. Cuando le pregunté quién era, él contestó entre dientes: “mi madre”.

Al oscurecer, ella dejó en la puerta una cajita envuelta en papel rosa y se marchó aprisa. Caminaba cojita. Tenía un aire de iguana apalizada.

Los chavos llegaron muy ruidosos. El día había sido padrísimo y teníamos un festín para celebrar el cumpleaños de El Chino. Él permaneció aún más callado de lo que era habitual. Fue la primera vez que tomó. Todos tomamos y festejamos a lo loco.

Lo siguiente que recuerdo fue un ruido seco en la puerta. Alguien entró en el cuarto gritando y soltando golpes que sonaban a zumbidos. No entendía qué pasaba. Estaba paralizado, a mi alrededor sólo veía sombras y ruido. Necesitaba mi mona para despertar. Cuando conseguí moverme, un hombre gordo y chaparro había reducido la espalda de El Chino a puro pellejo descarnado. El Chino no lloraba. Sólo respiraba como una lombriz enferma. Intenté que se zafara del gordo. Él, de un manotazo, me tiró al suelo. ¡Híjole, cómo un hombre así de chaparro podía tener una mano tan grande!

Entonces lo vi. El Chino tenía la caja entre las manos, deshizo el papel rosa con movimientos suaves y precisos. Sacó un cuchillo. Se encorvó y, en un rápido movimiento, clavó el cuchillo en la panza de su viejo.

Las mañanitas

Fin

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus