Alguien le pintó una pollera azul en esa foto de playa, o fue ella misma. Para no estar desnuda.
Desnuda, como quedó cuando vio por las rendijas de la celosía de la pensión donde se refugiaron, cómo él le clavaba en el pecho un cuchillo enredado en un pañuelo azul. Tenía trece años y vio al padre, matar a su madre.
Cuando la conocí, era una adolescente con el pelo corto, muy corto. Desde mis cinco años, me enamoré. Siempre me quise parecer a ella. A veces, cuando me río con ganas, la escucho dentro de mí. O cuando se me tapa la nariz y mi voz me resuena en los oídos como la suya. Al fin y al cabo, soy su prima menor.
Fue maestra, se recibió de arquitecta y encontró el compañero, un fotógrafo que le retrató la vida en colores. Tuvieron hijos y muchos nietos. Abrió su casa que no era azul, sino amarilla, a todos los que quisimos quedarnos. Generosa, nos cobijaba. Antes de la dictadura me pidió que no usara más un poncho rojo. Pensaba que era provocativo, muy montonero. Le hice caso, como en otras cosas.
Hace pocos años, ya mujeres grandes, hicimos un viaje juntas. Volvimos al pueblo escarchado de sal de nuestra infancia. Arrasado por la misma laguna de la foto de playa.
Fue un viaje de primas, las tres de la foto y una de las mellizas. La otra, su ahijada, no pudo viajar. Todo era tan blanco en esas ruinas, que se veía azul.
En el auto nos dijo que se encontró un bulto cerca del cuello, en el escote, tal vez un quiste. Se lo haría ver por el médico.
Después de eso, fui a verla a La Plata varias veces.
Un día quiso hacer una fiesta. Festejaba la vida, los cincuenta años al lado de su compañero. Estábamos todos, ella en una silla de ruedas y con sombrero. Le regalé una agenda, me parecía que si le ponía los días en papel, tendría la obligación de completarlos. En cierta forma lo hizo, su partida tuvo una despedida larga. Durante ese año, vi a la hija menor masajearle los pies con el mismo amor con que ella le había diseñado los planos de la casa. A los nietos mayores, cuidarla como los había cuidado. Y a ella, que ya no hablaba, reír cuando le dijeron que yo había conseguido un novio.
No sé si perdonó al padre, creo que no, porque nunca lo vio arrepentido. Igual, no tenía resentimientos, por eso vivió rodeada de tanto amor.
La última Nochebuena, tenía los labios azules en el féretro. Como su madre, cuando ella la vio por última vez.
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