Al principio, el viaje de regreso me pareció tan sencillo como poner un pie delante del otro. Dejar de ver el mar, me dije, y recorrer carreteras y caminos hacia el interior. Así que me eché a andar con una mochila pequeña y un bastón largo. El ritmo de los pasos me permitió no pensar y me vacié de palabras.

No sé cuándo, miré hacia atrás y ya no se veía la costa. Ni siquiera de puntillas. Había llegado a amar cada ola de ese mar que no era mío. Por delante de mí, tenía el aire, casi sin humedad, del pasado. A partir de entonces, los árboles fueron cambiando. Se hicieron más recios, acostumbrados a recibir escarchas y fuegos. La carretera pasó a ser tal como la recordaba: estrecha, sin arcén, casi desierta. Me crucé apenas con cinco o seis coches reparados un año tras otro. El camino a veces se hacía duro y otras me engañaba a mí mismo.

No mucho después, a mitad de una mañana estaba por fin en la llanura. Acababa de terminar el verano y el campo lucía cuajado de flores. La primavera fue larga y se extendió durante toda la tarde. Justo antes de anochecer, las yemas de los árboles dejaron de estar a punto de reventar; pero, como con la noche entró el final del invierno, ya no pude ver cómo las ramas engullían sus propias hojas. No había luna y el horizonte se ennegreció con demasiada rapidez. Me tumbé al raso. La nieve llegó enseguida y me hizo tiritar. Me preparé para ser de nuevo joven y me dormí.

Al despertar, la nieve ya no estaba allí, aunque sí el frío del amanecer. Las hojas de unos castaños de indias no habían conseguido arroparme durante la noche. Me lavé las manos con el rocío y con su humedad me limpié los restos del sueño. Esperando un cielo limpio y alto me puse de nuevo en camino. Los árboles –olmos casi todos ellos– recuperaron las hojas a cada uno de mis pasos. Los tonos amarillos y rojos verdearon. Poco después de cruzar el horizonte liso, abandoné la carretera y enfilé por un camino de tierra donde mis pies encajaban en cada huella.

Llegué al patio de la casa encalada y sola en medio de un calor antiguo y sudoroso, al final de la tarde. Detrás de la casa no había más que el fin de la llanura, un monte pequeño de carrascas. Avancé hacia la puerta, pero la ropa me quedaba grande, tropecé con más de media pernera del pantalón que me sobraba y me fui al suelo. Desde arriba, desde todas partes, me llegó su voz, familiar desde siempre. Me cogió en brazos y me preguntó riendo por qué jugaba con la ropa de mi padre. Y él me tomó de sus brazos nada más pasar y me elevó hasta los cielos y luego me tuvo sentado en su pierna izquierda mientras cenaba.

Cuando se levantó de la mesa no entendía sus palabras, sólo el ritmo, la cadencia de sonidos, y mi corazón latía con el timbre de su voz. Una sábana fría me acarició la cara y busqué agarrarme y allí estaba el olor que acompaña, el dulce sabor en los labios extraído de la carne rosa y alimenticia. Las luces se transformaron en manchas inconmensurables de ruido y frío. Imposible moverse. Ya no hubo respiración. El ruido, la falta de calor, la luz: todo cesó y el universo era cálido, amortiguado, infinito, flotante. Con un corazón que latía, cerca y lejos. Hasta que el golpe del primer latido dejó de estar allí y sólo quedó la inconsciencia química de las células.

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