Culpa suya, Madame Coño, suya nada más que yo haya terminado viviendo en un cuento perpetuo. Viviendo en sueños. Derrotada. Arruinada. Inadaptada…
Suya y de mi padre, El Borbón.
Suya por haberme llevado a Gambia ya en su barriguita siguiéndole a él.
De mi padre por haberla robado a usted de aquella su numerosa familia de doce hermanas y hermanos que le apodaron «El Borbón» por su terno y corbata –constantes e impecables–, y por sus historias de aquel padre judío, comerciante acomodado del norte de África, que se había empeñado en ponerle una institutriz inglesa. Por haberla robado a usted de aquella España franquista, católica y mojigata, y haberla entregado a un mundo de aventuras; el mundo de una Gambia cosmopolita donde usted se puso sus primeros pantalones, se fumó el primer cigarrillo y se bebió el primer whisky rodeada de gentes de todos los colores y acentos. Hasta se bañó desnuda en Cape Point con las tres primas musulmanas de él, aquellas que hablaban cuatro idiomas, usaban gafas de sol de gato negro y estudiaban en Londres y Nueva York…; las que la enseñaron a regatear en wolof por el Albert Market, amul xaalis, amul xaalis… Mi padre, que tenía un genio de mil demonios y que siempre decía «¡coño, coño, coño!» cuando se enfadaba; el que se olvidó de terminar de presentarla a los vecinos cuando llegaron: «Esta es Madame… ¡coño con el equipaje lo que pesa!», y que propició que a usted la saludaran los primeros días con un «Good morning, Madame Coño».
Culpa de los dos que nos criaran a mi hermana y a mí en aquella buhardilla destartalada que ustedes se encargaron de convertir en un palacio encantado donde jugábamos al lobo y las cabritas, grabábamos cintas en el magnetófono y montábamos obras de teatro disfrazados junto a Kebba, el niñero, y Fanta –quien te ayudaba en la casa y cuyo nombre te pareció tan divertido como el tuyo propio los primeros días–.
Culpa suya, de los dos –y de la malaria y la fiebre Q–, el haber regresado a Gran Canaria y que mi vida transcurriera con la única obsesión de volver. Y culpa suya que, cuando pintaba mis primeras canas y alguna que otra arruga, me escapara de un mundo al que jamás me sentí pertenecer y me regresara a mi Gambia para descubrir que en realidad no pertenezco a ninguna parte, que el paraíso no existe, y menos en una África donde se mezclan el cielo y el infierno, la vida y la muerte, la sonrisa y el llanto, la música y el silencio…, una África de la que nos obligan a escapar en patera.
Y aquí estoy otra vez –después de un viaje en avión con pasaporte español y habiendo dejado atrás a mi otra gran familia–, prefiriendo vivir en los sueños. Inadaptada. Valiente. Rica…
Culpa suya nada más. De los dos. Gracias padre, gracias madre. El Borbón y La Marquesona –usted, Madame Coño, usted–.
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