Hábitos de inexistencia

Hábitos de inexistencia

Su cabello se meneaba armoniosamente mientras daba pasos firmes al caminar por la acera, en ningún momento sintió el deseo de detenerla o de ir tras ella para pedirle perdón, dejó que se fuera, nada más.

Antes de salir a encontrarse con su novia, Rudolf esperaba arreglar el asunto que habían discutido por celular la noche anterior; no la engañaba, se lo repitió varias veces pero ella no lo aceptaba, tenía que decírselo a la cara, tal vez así creería la mentira. ¡Lástima!, María tenía pruebas, él no lo esperaba; un par de fotografías sirvieron para cerrarle la boca y ponerlo en apuros. Ante el oneroso argumento, Rudolf solo atinó a disculparse aun sin esperar realmente que lo absolvieran por su pecado; “perdón”, masculló mirándola casi de reojo. “Imbécil”, le espetó ella, impertérrita, luego giró el cuerpo y se fue meneando armoniosamente la cola de caballo que caía de su cabeza como cascada. Algunas personas que escucharon parte del griterío aún estaban por allí, mirándolo, tal vez con pena, aunque más parecía que disfrutaban el crepitante espectáculo. No quiso ir a casa, no todavía. Así, como un reclamo a la vida, sintió de pronto las ganas de caminar sin un rumbo o destino fijos, cruzó la pista y empezó a viajar a la nada.

La mañana no combinada con su estado de ánimo, estaba preciosa, cielo soberbiamente azul con pocos algodones descansando sobre él. Recordó entonces a esa gente, a esos mirones; qué incómodo le resultó que lo observaran sin que él lo pidiera. Fue así como, mirando al cielo, pensando en los testigos de su deshonor, decidió seguir a las personas que iban por allí, simplemente los seguiría. Dio un giro repentino para ir detrás del hombre que pasó a su lado, debía tener unos treinta años y caminaba rápido, solo caminaba, no hacía nada interesante. Después de tres cuadras, el hombre se metió a un edificio antiguo y desapareció. Rudolf se detuvo de golpe, se quedó así hasta que un jovencito salió del mismo edificio y caminó justo por donde él venía siguiendo al hombre que solo caminaba; inició un nuevo seguimiento. El chico llevaba auriculares pero no hablaba con nadie así que debía estar oyendo música, Rudolf se preguntó que canción estaría sonando en sus oídos, tuvo el extraño impulso de ir y preguntárselo. “Disculpa, ¿qué estás escuchando?”. Un puñetazo aterrizaba en su pómulo izquierdo sin avisar. Al volver de su alucinación se dio cuenta de que el chico había parado un bus y se subía a él, ¿qué música habría estado escuchando? Se lamentó por no atreverse a preguntar.

Parado en el borde de la acera, diciéndole adiós al bus con la mirada cetrina, divisó a una mujer que caminaba justo al frente, en la otra acera, arrastraba a un niño con una mano y con la otra cargaba a un pequeñín. Cruzó la angosta avenida sin fijarse en el semáforo y sorteó con mucha habilidad a los carros que por allí transitaban; se colocó a unos necesarios cuatro metros de la mujer y ajustó su paso de tal modo que pareciera solo alguien más caminando por allí. Le encantaba tenerla en frente; tendría unos veintitantos años, llevaba un pantalón que asfixiaba sus piernas y, teniendo en cuenta a los niños, seguro tenía pareja, sin embargo, lejos de llevarlo a desertar, eso lo motivó a seguir observándola: tal vez por fin podría acercarse y conversar. Después de unos veinte minutos viajando en y tras lo desconocido, llegaron a un callejón en el que seguramente ella vivía. La mujer se había dado cuenta ya de que él la seguía, lo notó por su torpe comportamiento cada vez que volteó a verlo, pero no creyó que la seguiría hasta allí. “¡Roberto, sal!, ¡ayúdame!”, rompió a gritar. Rudolf retrocedió azorado y luego abandonó el callejón destrozando el aire al correr.

De vuelta en la avenida continuó con su caminata, absurda y lúgubre, un paso, dos, interminables. Bajo esa tonalidad de perdición la vio, por primera vez, nimbada de pasión, una jovencita de fresca existencia; esperó un poco y empezó a caminar según los pasos que ella daba. ¿Se daría cuenta?, no importaba, total, así conoció a María y también a la chica con la que después la engañó, quién sabe, quizás podría intentarlo otra vez. Un paso, dos, interminables.

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