Manuel tenía una familia tan grande como sus sueños. Ilusiones que anhelaban una vida más allá de ese pequeño pueblo de la Rúa, en Galicia, abanico de verdes montañas y montes. Con tan sólo 18 años decidió seguirlos, decir adiós no solo a la familia sino también a Enriqueta, la mujer a quien había prometido entregarle su vida.
Una mañana Manuel se embarcó hacia Cuba, sin otra razón que por ser el primer barco que partía a América. No sin antes jurarle que volvería.
Y mientras el mar traía a la novia noticias de su amante viajero, ella vivía el invierno con la frialdad de la ausencia. Y llegó la primavera y no faltó aquél que la frecuentara asegurándole que él no volvería. Y mientras las palabras escritas le acariciaban el alma, el susurro al oído de esas otras le alimentaron las ganas, tanto así que salió un día de la iglesia con el repicar de las campanas rompiendo su promesa.
Pero las cartas siguieron su ruta sobre el oleaje, ajenas a la ausencia de su destinataria. Y Enriqueta se dolía por aquél novio, por no tener la fuerza para escribirle la verdad de una vez por todas. No pensó en otra cosa que en pedir a su amiga Isabel, que lo hiciera por ella.
Cuando Isabel leyó la primera carta le dolió el corazón, por aquél amante ansioso que le contaba las maravillas de aquél “otro mundo”, y le refrendaba la promesa.
Fue por eso, y por el tedio y la rutina de aquél pueblo, y porque cada vez más las palabras escritas se dirigían a ella y no a la otra, y sobre todo porque no creería verlo regresar, que nunca le confesó la verdad.
Volvían tan pocos. América debía ser un paraíso como para regresar.
Pero sucedió que el indiano volvió a casa. Tan sólo quince años después de haber volado tras sus sueños. Y en tantos años no faltaron las cartas de ida y de vuelta, para acompañarse el uno y la otra en el tiempo y la distancia.
Isabel palideció al saberlo. Manuel se quedó atónito al saberla casada. Y Enriqueta atropellando las palabras quiso explicarle: que el frío le había helado el alma, que no creyó que volviera, y que Isabel se lo debía haber dicho. Isabel, que era una niña cuando él se embarcó hacia América, y era ya una mujer.
Manuel tras sentirse destrozado no tardó en reconocer que un amor aún le llenaba el alma. Un sentimiento que correspondía a quien le había acompañado en el transcurso de su travesía, y a la que había apreciado más a través de sus letras. Comprendió que ese amor, aunque llevaba otro nombre, le correspondía a ella.
Caundo lo supo corrió a buscarla, y ella se entregó a su abrazo.
Ya no había mas quimeras que mantener. Ella no dudó ni un momento en seguirlo y embarcarse con él a “ su América”, donde vivieron unidos hasta el final de sus días.
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