Recuerdo nítidamente el día en que mis padres me dijeron: «Nunca, jamás, bajo ningún concepto ni excusa, se te ocurra ir al desván». Me acuerdo perfectamente porque recibí de golpe el conocimiento de lo prohibido en el estómago. Ellos alimentaban mi curiosidad con su silencio. Por mucho que preguntara el porqué, nadie estaba dispuesto a decírmelo; pienso que creían que el miedo ancestral a lo desconocido conseguiría que no se me ocurriera subir. Y la verdad es que lo consiguieron. Pero con ello lograron otra cosa: que mi vida en esos años girara exclusivamente en torno a él.

Había tardes en que subía sigilosamente y me quedaba en cuclillas, escuchando las voces de fantasmas atormentados, o noches en que creía ver una luz que se arrastraba por debajo de la puerta y que parecía temblar bajo mis pies. Recuerdo imaginar monstruos saliendo de los muebles, ninfas corriendo delante de faunos enloquecidos y sedientos de abrazos, mosquitos pegados en las ventanas, cucarachas como elefantes, brujas disfrazadas de araña, hadas atrapadas en pompas de jabón. Tengo en mi memoria un desván lleno de historias asombrosas, libros bañados en polvo que absorbían a quienes los abrían, baúles cargados de tesoros de algún antepasado y diarios ocultos debajo de las baldosas.

Todos esos años él fue mi mejor maestro. Me enseñó el arte de la espera, la aceptación del misterio, la parte oscura y clara de mi imaginación. Me enseñó a devorar mis sueños y a decorar mis pesadillas. Le di de comer dragones, alegorías, unos cuantos versos y un puñado de secretos que jamás confesaré a nadie. Y él a cambio me regaló gran parte de lo que soy.

Hasta los catorce años no descubrí la simple y estúpida verdad que escondía la parte más alta de la casa, que mi padre guardaba en él un viejo violín de su bisabuelo, y que no quería bajo ningún concepto que ninguna mano infantil pudiera tocarlo.

Esta es la foto de la puerta, pero no revela nada importante: aún no se ha inventado una máquina para fotografiar los recuerdos que nunca han sucedido.

FIN

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