Viajar a Egipto es una experiencia fabulosa, pero agotadora. Aunque yo fui a mediados de Octubre, cuando se supone que la temperatura es más suave, el calor a partir de las once de la mañana es casi insoportable. A consecuencia de ello tienes que pegarte unos madrugones infernales si quieres hacer excursiones sin correr peligro de deshidratación.
Recuerdo un día en el que había pasado la mañana en el templo de Amón de Karnak, en el que lo colosal de la arquitectura egipcia se manifiesta sin pudor ni cortapisa. Pilonos enormes, columnas como casas y estatuas desmesuradas se van sucediendo sin solución de continuidad en aquel recinto inmenso.
Tras la visita a Karnak hice lo más razonable: ir al hotel a comer y a dormir la siesta arropado por el bendito aire acondicionado, esperando la llegada de la tarde. Cuando se pone el sol, en las ciudades egipcias es costumbre dar un paseo por la “Corniche”, que es el nombre que dan allí al paseo que bordea el río. A esa hora empieza a soplar una brisa muy agradable desde el Nilo y la temperatura es deliciosa.
Paseando, paseando, llegué hasta el templo de Amón de Luxor. El plan establecido era visitar ese templo a la mañana siguiente, pero ya que estaba allí, tranquilo, relajado y solo, me decidí a echar un vistazo. Para entrar al templo de Luxor desde La Corniche hay que atravesar un pequeño paseo bordeado de palmeras, que ocultan la vista de las ruinas. Al terminar esa alameda el templo aparece en todo su esplendor.
Los focos creaban un misterio de sombras y luz dorada en la inmensa fachada, guarnecida desde hace tres mil años por los cuatro formidables colosos de Ramsés II. Precisamente en ese instante desde todos los alminares de la ciudad los muecines empezaron a llamar a la oración de la tarde. Fue mágico. El fulgor de oro de la casa de Amón envuelto en el canto de alabanza a Alá; la religión antigua y la nueva fundidas y hechas una en el solar milenario.
Únicamente las noches de Egipto pueden dar esos regalos.
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