Ella no había nacido en un hospital, sino entre aquellas gruesas paredes encaladas. Siempre le dijeron que el parto fue largo, muy largo, de varios días, y que cuando nació era muy pequeña. Hacía ya tanto tiempo….
Se dirigían al sur, no había comentado con nadie que necesitaba volver a ver aquella casa, tal vez el único lugar del mundo que consideraba realmente suyo, y que había abandonado hace siglos entregándolo al polvo y la destrucción, como todas las cosas realmente suyas: vida, tiempo, deseo … pulso
En realidad mintió a medias, les dijo a todos que pasarían unos días en la playa, que necesitaba desconectar, y lo harían, pero antes quería escuchar ese vacío del pasado y el maullar de los gatos, tocar de nuevo aquellos objetos ya desligados de su uso, observar los desconchones en los muros, quitar las malas hierbas, y limpiar el polvo y las telarañas de aquel pequeño espejo situado al lado de la pileta, que le daría la oportunidad de verse reflejada por vez primera.
Lucía lo miraba todo, sonreía, preguntaba, ayudaba, curioseaba …, le gustaba aquel lugar ligado a sus abuelos, estaba encantada planeando todo lo que les comentaría a ellos y a sus papás a la vuelta.
Bajaron al río, contemplando los recortes geométricos del paisaje y sus preciosos colores, amarillo trigo, verde encina… Lucía preguntó por qué no habían venido nunca. Ella sonrió mientras pensaba que se puede nacer en el mismo lugar más de dos veces.
Cuando el sonido del mar las envolvió esa tarde, se miraron largamente, Lucía quiso nadar, ella se quedó en la arena, llena de paz y no pudo parar de llorar hasta que cogió el móvil, marcó y escuchó al otro lado la viva voz de sus padres.
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