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  Lo primero que recuerdo es que estaba tumbado en la cama. Sentía los bultos del colchón de borra por mi espalda y el cuello me dolía. Frente a mí se alzaban las estanterías cargadas de libros sin orden. La puerta entreabierta dejaba pasar las voces de mis padres, que se hablaban como si vivieran a kilómetros de distancia el uno del otro. Sonaba Leonard Cohen. Cerré los ojos. Me sentía agitado. En mi casa no había término medio. A veces nos comunicábamos a gritos y esa mañana mis padres la estaban liando. Hablaban a la par y así no escuchaban. Otras veces se pactaba un mutismo en el que yo me movía con bastante soltura. Me resultaba más cómodo andar por la casa con los hombros caídos y la cabeza apuntando al suelo. Cuando el acuerdo era callarse, nadie llamaba la atención. Nos mirábamos a hurtadillas hasta que pasaba el silencio arrastrando un poco de cada uno. 

Mi padre era como Errol Flynn, pero con la chaqueta raída. Iba siempre con su americana para conservar la compostura. Se la llevó a la tumba. Su imagen de hombre culto en la calle, contrastaba con cada una de las múltiples caras que nos ofrecía en casa. Reconocí en él, un centenar de personajes. El gánster, el policía, el actor… Nunca terminamos de conocerlo. Una tarde que venía de pistolero nos cogió desprevenidos y le recibimos como al alpinista que fue a por tabaco. Él nos miró calculando nuestra capacidad de reacción, sacó su revolver ficticio y, tras una larga pausa, nos perdonó la vida. Luego se puso un vaso de güisqui y se lo bebió de un trago. Creíamos que  era un juego. Hacíamos apuestas.  –¡Guardia Gestapo!, ¡Indigente!, alguna vez acertamos.

Sus cambios se volvieron más veloces y sus personajes más endebles y efímeros. Fue tantos como sus miedos y murió agotado con su chaqueta trillada y la cabeza hecha un desbarajuste. Yo lo imaginaba por la noche en la oscuridad de su cuarto como una gran mole de piedra negra, dura y fría mirando a un acantilado. Desde muy abajo, los tres hermanos, le mirábamos desconcertados y con ternura. Quise saber qué pensaba mi madre. Nunca se lo pregunté. Ella iba y venía en un trajín desordenado con el pretexto de ordenar.

– ¡Papá se ha muerto! –, dijo el pequeño, y mi madre creyó ver el cielo abrirse y caer piedras de todos los tamaños al tiempo que un sol radiante comenzaba a salir por el horizonte de la ventana de su cocina. Sin poder controlarse, reía y lloraba, lloraba y reía…

Pasados los años, me reuní con Toni, el pequeño de la casa. No sabíamos qué decir.  Sólo quedábamos los dos. Nos miramos y un golpe de emociones nos cogió desprevenidos. Soltamos algunas lágrimas por toda la melancolía de nuestras vidas y también reímos soltando la soledad que llevábamos pegada a la solapa,  por cómo, sin darnos cuenta, habíamos cultivado algo de esperanza en nuestros corazones.

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