Miro esta fotografía
y mi pensamiento vuela como paloma mensajera, trayéndome miles de recuerdos de mi infancia, situándome en un espacio lejano, en otra época. En aquellos días en el que toda la familia vivíamos en el mismo pueblo. El pueblo en el que mis abuelos habían nacido a finales del siglo XIX. “Fue en aquel siglo tan convulso, preñado de guerras y reinados, de grandes arquitectos y magníficos pintores, de tierras conquistadas allá por el siglo XVI y perdidas a través de los siglos”.
Mis abuelos se casaron a principio del siglo XX, y en 1906 les nació su primer hijo; después, cada dos años, les nacía un nuevo vástago y en 1926 nació mi tía la pequeña, ¡la chica 10!
Esta foto, “mis abuelos y mis tíos, entre los que esta mi madre”, fue hecha en la boda de mi prima María la mayor de los nietos.
Mis abuelos maternos, a través de los años, sumaron la cantidad de cuarenta y ocho nietos. Yo me lo pasaba pipa y, como éramos tantos, a mis primos los catalogué en cuatro grupos.
Primero: los chicos que estaban en el servicio militar y las chicas bordando las sábanas del ajuar. A éstos les seguían los seis nietos nacidos en el cuarenta. A continuación los nacidos en el cuarenta y tres (esos eran mis quintos), a los que seguían los pequeñazos; a estos los cuidábamos los del 43 y, como eso era un rollo, me iba a casa de mis abuelos paternos, que esos me mimaban, pues sólo nos tenían a mis hermanos y a mí.
A través del recuerdo os quisiera inmortalizar y veros en mi memoria. Abuelo, tú sentado en el suelo de la calle empedrada de canto rodado, la espalda apoyada contra la pared encalada, la faja negra enrollada en tu cintura, el bastón sobre el suelo. Recuerdo tus manos grandes y temblorosas; buscaban la petaca del tabaco picado y el mechero de “mecha y pedernal”. En este instante mi mente refleja tu figura y yo quisiera seguir siendo tu pequeña nieta, escuchar tu voz bronca y fuerte. Veo mi pequeña figura subida en una ventana y, agarrada a la reja de hierro forjado, veo a la abuela con su falda larga y su blusa, casi recubierta por el pañuelo que siempre llevaba sobre los hombros. Y creo oír su dulce voz diciendo “¡jodía muchacha! baja de esa ventana, que te vas a caer y, una vez más, te desollaras la cara” Luego se acercaba y, cogiéndome de las manos, yo saltaba y corría delante de ella hasta llegar a tu casa donde siempre me premiaba con una de las galletas que guardada en el cajón de la mesa alta. Sobre ella colgaba una foto de mi tío, al que yo no conocí porque había fallecido un año antes de mi nacimiento. En el recuerdo, vestida de negro, siempre llevó luto por su joven hijo.
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