La fotografía del Padre Amado Bravo dándole la bendición a su hijo –el tío Don Amado- la vi siempre en mi casa, el sacerdote –algo panzón- con sotana negra, de pie frente al hijo hincado, con el sombrero recién quitado entre sus manos, en actitud de obediencia y sumisión.
Era frecuente en mi casa escuchar en voz de mi madre contar la historia de su familia, quien con acento dramático relataba las buenas y las malas que tuvieron que pasar sus antepasados para sobrevivir a las guerras y revoluciones que en su tiempo se gestaron en México. Pero en mí, este relato del Padre Bravo eclipsaba al resto de las historias, de inmediato yo le lanzaba una lluvia de interrogantes y ella presta me aclaraba con pasión, – “no pienses mal, nosotros descendemos de gente decente, mi bisabuelo se ordenó sacerdote una vez que quedó viudo de mi bisabuela Margarita Liñán”-protegiendo así la reputación familiar, que más que nada con afán de molestarla, muchas veces le cuestioné.
Tuvieron que pasar muchos años de intensa búsqueda documental para respaldar esta historia sostenida por la fotografía del Padre Bravo; recuerdo fue una de tantas madrugadas, pero qué madrugada, la adrenalina en mi cuerpo me puso sobre aviso, estás cerca –me dije-, minutos antes de encontrar el acta matrimonial de Amado y Margarita. “Al fin te encontré Margarita, te encontré junto a tu amado Amado”, devoré las palabras escritas en ese documento como quien se alimenta de un manjar anhelado, desmenucé su contenido. Tuvieron que pasar ciento sesenta años para encontrarnos, qué sublime momento, cerré mis ojos, lo disfruté e imaginé. Margarita, conquistaste el corazón del seminarista condiscípulo de tu hermano Lorenzo y lo hiciste desistir de su vocación sacerdotal para unir su destino al tuyo y casualmente se casan en 1852, justo 100 años antes de que yo naciera y te encuentro en esta bóveda digital cuando ya tengo más de sesenta años.
Sabía de ti desde que tengo uso de razón, siempre me atrajo tu historia, ciento sesenta años de pasar la voz entre mujeres: de ti Margarita a mi bisabuela Rafaela, de Rafaela a mi abuela Amparo, de Amparo a mi madre Dalila y de ella a mí –Elizabeth-. Cuantas generaciones escuchamos de tu caminar por el pueblo de Silao, del recetario de cocina que ha morado generación tras generación en hogares de algunas de tus descendientes.
Margarita, Rafaela, Amparo, Dalila y yo, vivimos bajo el mismo cielo, las mismas estrellas, sólo nos separó el tiempo en que las miramos; nos cobijaron por igual, pero -me pregunto- ¿Llegamos a sentir lo mismo al verlas? ¿Algunas veces ellas las disfrutaron como yo? ¿Buscaban por las noches “los ojos de Santa Lucía” como yo lo hacía? ¿Algunas veces la nostalgia las invadió -como a mí- al contemplar las estrellas?
Margarita, además del lazo familiar, ¿qué tengo en común contigo, qué al buscarte siento que me busco a mi misma?
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