Mi abuela era una mujer recia y al mismo tiempo dulce. Nació en Puerto Rico, en ese entonces colonia española, donde sus padres, catalanes, estaban pasando unas largas vacaciones. En Barcelona, donde siempre vivió, se enamoró sin remedio de un hombre colombiano y, en contra de la voluntad de su familia, se casó con él.

Desde los siete años mi abuela y yo íbamos frecuentemente a cine y se creó entre las dos una amistad que duraría para siempre. Al acabar cada función, las dos comentábamos lo que habíamos visto y sacábamos nuestras propias conclusiones. Y, además, la abuela me contaba historias de su añorada infancia.

Cuando crecí, y ya muerta mi abuela, me enteré de algo que me conmovió profundamente:

El abuelo era un hombre amable y trabajador, pero con una incapacidad total para cuidar el dinero. Todo el que su mujer tenía, y tenía mucho pues era de una familia adinerada, se fue yendo rápidamente.

El abuelo quiso que se fueran a Colombia y allí vivieron varios años una situación precaria, muy distinta a la que había llevado ella en su infancia y en su juventud. A la abuela, sin embargo, jamás se le escuchó una queja o un lamento. Lentamente la situación económica, aunque difícil, se estabilizó y pudieron disfrutar de una vida estable, agradable. Los hijos y después los nietos, llenaban sus corazones.

Hasta que un día empezó a ver a su marido extremadamente diferente: taciturno, irascible, desesperado. Después de varias semanas de estar así, se le acercó a su esposa y le dijo que tenía que darle una dura noticia. La abuela palideció, se le hizo un nudo grande en la garganta. Guardó silencio y con la mirada le pidió que hablara. Él le dijo que lo lamentaba, que estaban en bancarrota total. Con un suspiro y lágrimas en los ojos, ella le dijo:

¡Qué alivio, pensé que tenías una amante!

FIN

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