Encontré el albún de fotos en el cajón de la cómoda, donde mamá  ponía las sabanas limpias. Rectangular, con sus tapas unidas por un piolín sucio por el paso del tiempo y la grasitud de tantas manos que lo ataron y desataron. Adentro, en las hojas amarillentas, está gran parte de mi vida en imágenes congeladas.

Hice un alto en la tarea de limpieza y me dejé llevar por la tentación de hojearlo. Me encontré con fotos chiquitas, en blanco y negro, de bordes irregulares, dentados. En las hojas iniciales, mamá puso, sostenidas en esquineros dorados, mis primeras fotos. Mi abuela me tiene en brazos. El bautismo, cuando me tiran agua bendita.

Después aparece la foto cuando apenas tenía dos años, en la playa , las manitos atrás de la espalda y los ojos achinados para escaparle al reflejo del sol. Fotos de cumpleaños: de tres, de cuatro;  primos, amiguitos, tortas inmensas, soplidos de velas, Coca Cola, papas fritas y tremendos “sanguches” de pebete .  Sonrisas felices de todos. La primera comunión,  peinado impecable con jopo, guantes blancos y haciendo que leo muy serio y concentrado una pequeña biblia nacarada. Las fotos en la calesita, sobre un caballo negro que subía y bajaba al ritmo de canciones infantiles , o esa otra, extraña, montado en una llama, echada muy tranquila en la vereda del vecino. Vaya a saber de dónde salió, misteriosa.

Estoy disfrazado de changuito, con sombrero y poncho. Un pedazo de puna fingida en una escenografía de barrio marplatense. Papá está a mi lado en la foto. Los dos disfrazados. Dos coyas mentirosos. El viejo sosteniéndome arriba de la llama para que no me caiga, mientras yo tengo apretado un bombo leguero.

De golpe, “mi foto”: La primera vez que papá me llevó al estadio. Tendría cuatro o cinco años, no más, campera cortita de paño, seguramente marrón, con un cuello de piel, puños apretados, cara de frío, pantaloncitos largos y zapatos impecables. Delante del pie derecho, una número cinco de cuero, de verdad, blanca, la que habían usado en el partido. Una pelota tan grande que me llegaba a la rodilla. Detrás, el alambrado olímpico y la reja para entrar al campo de juego y, detrás de la reja, la cancha. Inmensa. Fue hace tanto tiempo. Esa imagen y ese día lo recuerdo perfectamente. Hacía bastante frío, papá me llevó en la bicicleta en el asiento que tenía enganchado al manubrio. “Abrí bien las piernas”, me decía siempre, “tené cuidado con los rayos”. Y yo le hacía caso.

Recuerdo ese domingo, ¡cómo olvidarlo! Lo recuerdo bien porque por primera vez, en la cancha, el viejo me compró un pancho con Coca Cola y porque también fue el día que mamá se quedó llorando. Cuando papá le dio el empujón. Cuando dio contra el filo de la puerta. Después el tajo, la sangre y la trompada. Fue la primera vez que papá le pegó en serio.

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